martes, 12 de febrero de 2013

La decisión de su Santidad

A partir de la poco representativa muestra de mis conocidos católicos más cercanos, concluyo que la dimisión de Benedicto XVI parece haber dado lugar a sentimientos encontrados. Casi todos alaban su sentido de la responsabilidad y no cabe duda de que su vejez y fragilidad llaman a la caridad, pero, más o menos sottovoce, hay quien se manifiesta decepcionado. Puede que sea, supongo, porque quien cree que el magisterio lo encomienda Dios mismo por medio de los cardenales, forzosamente ha de creer que la renuncia es un fallarle a Dios mismo, un declararse incapaz de soportar la carga que Él impone. Desde este punto de vista, desde luego, la renuncia de un papa siempre tiene un aire de decepción. Y es inevitable, además –creo que el paralelismo lo ha explicitado el propio cardenal arzobispo de Cracovia, antiguo secretario personal de Juan Pablo II- el contraste con su predecesor. En la mente de los fieles, pues, la disyuntiva: ¿pone la renuncia de Ratzinger de manifiesto una irresponsabilidad de Wojtyla al empecinarse en seguir a la cabeza de la Iglesia pese a su manifiesta incapacidad o, muy al contrario, es Ratzinger el que, demasiado débil, se muestra incapaz de seguir el camino de santidad trazado por Juan Pablo II por la aceptación del sufrimiento?

Como observador, tengo razones para alabar la conducta de uno y otro, coherente, por cierto, con el signo de sus pontificados y sus respectivas personalidades. El gesto de Benedicto XVI es el de un hombre cabal, consciente de sus limitaciones y de sus responsabilidades. El papa dimisionario sabe que su oficio es un  difícil compendio de deberes, algunos, puramente espirituales, otros netamente temporales y que precisan de fuerzas. Él mismo dijo ayer que la Iglesia se gobierna, sin duda, “rezando y sufriendo”, pero no solo. Tampoco me cabe la menor duda de que Juan Pablo II era consciente de lo mismo, pero eso no convierte su empeño en seguir adelante en una terquedad masoquista. Creo que el sufrimiento del papa polaco, y su manifestación pública, tenían un componente magisterial indudable, no eran gratuitos, ni mucho menos, sino testimonio de la forma que Wojtyla tenía de entender el cristianismo.

Se dice, y con razón, que la renuncia de un papa es algo muy excepcional. Tan excepcional que no parece haber más que un precedente genuino de dimisión acreditadamente no forzada, el de Celestino V. Pero no es menos cierto que, por razones obvias, tampoco  ha sido habitual que hombres tan ancianos como los papas del siglo XX y XXI hayan ocupado el trono de San Pedro. Benedicto XVI llegó al solio pontificio en una edad en la que la mayoría busca ya la jubilación –y, por lo visto, él mismo quería eso y no otra cosa- lo que le convertía en candidato natural a la renuncia. También Juan Pablo II llegó a planteársela y, según dicen, incluso Pablo VI antes que él. Ratzinger ya anticipó en su día que era algo que podría considerar.

Por otra parte, dudo mucho que ser papa haya sido nunca fácil, pero Juan Pablo II convirtió el oficio en un verdadero tour de force poco asequible a fuerzas mermadas. Sin dejar de lado todas las demás funciones que les competen, los papas desde Wojtyla están llamados a ser estrellas mediáticas, a darse baños de masas y a recorrer todos los lugares de la tierra. De nuevo, tampoco es algo gratuito, el predecesor de Ratzinger sabía muy bien lo que hacía, porque nada da más fuerza al mensaje papal que la propia presencia del santo padre, en vivo y en directo, por todo el orbe. Nunca fue menos cierto aquello de que la Iglesia la gobiernan sus obispos en comunión con el obispo de Roma. El obispo de Roma está hoy tan presente y es tan accesible al resto de los fieles católicos como a los propios romanos y nunca fue más cierto el texto canónico sobre el carácter ordinario, pleno y e inmediato de la potestad del romano pontífice. El viejo debate sobre el gobierno de la Iglesia parece, pues, zanjado, eso sí, a costa de un sacrificio personal enorme para los llamados, en edad provecta, a suceder a San Pedro y, sobre todo, a Juan Pablo II.

Visto en perspectiva, nuestro panzerkardinal no podía ser menos adecuado. Un hombre de acusado perfil intelectual –hay quien señala hasta como demérito que haya tenido tiempo “para escribir tres libros”- y no parece que nada dado a los baños de multitudes. Uno se pregunta en qué pensaría el Espíritu Santo, aunque siempre puede contestarse eso de que los caminos del Señor son inescrutables.

Ahora empiezan las especulaciones. Al igual que sucedió en los días del cónclave que eligió a Ratzinger se especula si habrá llegado la hora de un pontífice de procedencia verdaderamente “exótica” –latinoamericano, africano, estadounidense…- o, por el contrario, si volverán los italianos. Sabe Dios, y nunca mejor dicho. Lo cierto es que los europeos, que siguen siendo mayoría en el cónclave, estamos a punto de perder un papa muy genuinamente nuestro. Él mismo, al elegir el nombre con el que había de ejercer su ministerio, se puso bajo la advocación de san Benito, el más europeo de todos los santos, y Europa ha estado siempre en el centro de sus preocupaciones.

No sé si en las misas se sigue pidiendo por la Iglesia “extendida por toda la tierra”, supongo que sí, y está bien, porque es cierto que ahora la Iglesia está extendida por el mundo entero. Y parece de buen sentido que los millones y millones de católicos no europeos reciban la atención debida y tengan la representación que les corresponda en el gobierno de la Iglesia. Pero no cabe duda de que en Europa se viven algunas de las tensiones que más preocupan a Benedicto XVI. La Iglesia europea, en cierto sentido, vuelve a ser ecclesia militans. No sé si es exagerado decir, como hay quien dice, que Europa es ahora tierra de misión, pero sí es tierra para preocupaciones doctrinales. Otro papa habrá de resolverlas, venga de donde venga, si no quiere renunciar al mismo solar de la Iglesia de Occidente.

Por lo visto, Ratzinger se retira, ahora sí, a la tranquilidad de un monasterio, a solas con sus libros, a una vida de oración. Ojalá encuentre lo que todos, creyentes y no creyentes, buscamos, creo, para nuestros últimos días: paz y sosiego. Dice que ha tomado su decisión en presencia de Dios, tras examinar repetidas veces su conciencia. Sobre la presencia o ausencia de Dios me faltan elementos para pronunciarme, pero no me cabe la menor duda de que su decisión ha sido meditada. Si el Señor le ha negado las fuerzas, le ha dotado de sobrada inteligencia para darse cuenta.

No lo puedo evitar, me cae simpatiquísimo.

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