lunes, 24 de octubre de 2011

Libia y las varas de medir

No sé si es correcto decir que la visión de las imágenes que circulan por Internet de los últimos instantes de la vida de Muamar el-Gadafi, y la noticia de las sevicias y vejaciones que se le infligieron por sus captores antes de asesinarlo mueven a compasión, en cuanto sentimiento probablemente inmerecido por el sujeto, pero no creo que sea humano no sentir esos mínimos de empatía que, en cualquier persona normalmente constituida, debe despertar el sufrimiento ajeno. La circunstancia de que el personaje careciera de esa empatía o, por lo menos, jamás mostrara la más mínima piedad no obsta a lo que, en suma, no deja de ser una reacción instintiva.

Al caso, el relato de los padecimientos del ex dictador libio me ha traído a la cabeza, una vez más, la idea de que no está escrito en ningún sitio que un mal se convierta en bien por el hecho de oponerse a otro. La dictadura Libia ha sido un régimen, además de prolongado, abyecto, pero nada garantiza que lo que lo vaya a sustituir sea bueno, ni siquiera mejor. Y no se puede decir que la cosa prometa.

La idea de que toda autoridad constituida, por el mero hecho de serlo, está viciada y, por tanto, cualquier oposición a dicha autoridad, asimismo por el mero hecho de serlo, adquiere trazas de cierta legitimidad nos acompaña como una lacra desde la explosión de estupidez del 68. Que el débil, solo por serlo, lleva razón, es una simplificación grosera. El bueno de don Quijote, en sus consejos a nuestro Sancho a punto de partir a su gobernaduría nos previene contra la confusión, “hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre que las razones del rico, pero no más justicia”, advierte. El consejo, al final, se contrae a que, en una disputa, es preciso distinguir lo que se dirime de quienes lo dirimen. Tan sencilla regla es, muy a menudo, ignorada, máxime desde que vivimos en un entorno en el que el lenguaje pierde progresivamente capacidad de significación, se desgastan los superlativos de puro sobados y, en fin, parece imposible que existan los matices.

Los españoles siempre hemos respirado por la herida y nos hemos dolido de la apariencia de legitimidad que disfrutaba ETA al ser motejada de “grupo separatista” o de “grupo armado independentista”. Y ello porque el imbécil utrapirenaico –que es igual que el patrio, pero en otros idiomas- no puede resistirse a dar el beneficio de la duda a quien, al fin y al cabo, se opone a un estado, y un estado con antecedentes, además. Ahora bien, el idiota local –que bien puede, también, comprar a tesis del “grupo separatista”- no duda en mostrar su simpatía por el IRA, o por cualquier clase de grupo terrorista, a condición de que dirija su actividad criminal contra entidades políticas investidas de autoridad “ordinaria”, generalmente estados.

Por supuesto que no todos los estados son legítimos ni se conducen legítimamente por el mero hecho de ser sujetos de derecho internacional, y tampoco puede negarse que quienes contra ellos se alzan pueden, en ocasiones, estar asistidos de razón. Es tan solo que para comprender un conflicto es necesario analizarlo con cierta profundidad y, sobre todo, que llevar razón en una cuestión en absoluto equivale a llevarla en todo momento, y menos a una patente de corso moral. Los conflictos, especialmente los enquistados, tienen la mala costumbre de evolucionar, en ocasiones hasta el punto de que puede llegar a olvidarse su origen, lo que suele conducir a que no hay otra forma sensata de resolverlos que hacer abstracción de él.

La denominada “primavera árabe” ofrece una perfecta muestra de lo peligrosa que resulta la simplificación. Como bien se han apresurado a subrayar los especialistas, quizá en lo único en que se pueda estar de acuerdo es en que no merece demasiado la pena lamentar la caída de ciertos regímenes que poco tenían de agradables –y, añado, quizá convendría hacer votos porque, cuanto antes, desapareciera alguno más- pero eso no garantiza en absoluto que lo que haya de venir sea mucho mejor, ni para nosotros ni, sobre todo, para los propios árabes. Y ello dejando de lado que el “mundo árabe” no deja de ser una construcción intelectual trabada por los mimbres de una lengua común –y, en menor medida, una religión compartida-; han pasado ya demasiados años como para ignorar que los diferentes estados árabes son, en primer lugar, eso, diferentes, y están en el concierto de las naciones para quedarse. Los éxitos tunecinos o egipcios, si es que los hay, no tienen porque asegurar éxitos en otras latitudes.

La desgracia de Libia ha mostrado, también, una vez más, la patética doble moral de las naciones occidentales. Capaces de decantar un conflicto a favor de una parte –lo que puede estar bien- pero no de involucrarse lo suficiente para garantizar que la facción vencedora no tome una venganza cruel contra elementos de ese mismo pueblo en cuyo nombre decía levantarse. ¿Por qué no se procedió a una ocupación temporal de Libia para garantizar que, tras la victoria de la facción auxiliada, no se producirían comportamientos salvajes? Gadafi y sus esbirros debieron ser capturados y juzgados conforme a las leyes libias –lo que, probablemente, hubiera conducido a su ejecución, pero confío en que no a su linchamiento-. ¿Por qué no existía una fuerza de interposición que garantizara o, al menos, procurara ese resultado?

Porque la opinión pública occidental, al menos la europea, no quiere “guerras” ni “ocupaciones”. Son palabras que pertenecen a un campo semántico vedado por completo en los telediarios.

martes, 18 de octubre de 2011

No, no es irrelevante

En el plano de los conceptos, si se tienen claras ciertas ideas, la cuestión se dirime fácilmente. Basta poner en forma de silogismo una constatación de hecho y un principio.

El hecho, primera premisa, es que no existe ningún conflicto entre España y el País Vasco –cualquiera que sea la definición que se quiera dar a este término-. Años y años de rebañar a un pobre estado que hace de don Tancredo puede llevar a nuestros nacionalismos patrios a pensar que su causa pueda estar mejor fundada. Y, sin duda, la manipulación ad infinitum, cansina, del lenguaje puede conducir a gentes de buena fe –sobre todo, a algún turista de postín- a creer que las cosas son distintas de lo que son, pero la realidad no parece resistir un análisis serio. Ni existe ni existió jamás una entidad política sojuzgada y en conflicto con España –mejor no metamos a Francia en semejante delirio, por conservar unos mínimos, si no de cordura, sí de sentido del ridículo-, ni existe ni existió jamás un “pueblo vasco” sometido por una potencia ajena. Desde luego que existen los vascos, qué duda cabe (como si pudiéramos olvidarnos), y desde luego que han tenido un papel, y muy activo, además, en las cuitas entre españoles. Ha habido, a lo largo del tiempo, españoles sojuzgados por distintos españoles, y siempre ha habido vascos en ambos lados.

El principio, segunda premisa, es que la paz, en sí, no es un valor. La paz es un estado. La justicia sí es un valor. Y, obviamente, paz y calma, quietud, no son lo mismo. Es posible edificar una paz en ausencia de justicia, de libertad… es posible construir muchas paces diferentes. Y no todas resultan deseables. No es cierto que “cualquier cosa que contribuya a la paz es positiva”, al menos no si antes no se ha especificado qué clase de paz es la que se busca.

Del hecho y el principio se sigue, con sencillez, una conclusión: lo sucedido ayer en San Sebastián es una fenomenal impostura, si no directamente una infamia. Y, además, un absurdo, una pérdida de tiempo, porque no existe, no puede existir, relación de intercambio alguna entre el cese de la actividad criminal y cualquier otra cosa (a salvo, quizá, los beneficios penitenciarios ya reglados).

Pero las cosas no son tan sencillas, me temo.

En primer lugar, porque resulta evidente que la sociedad española –casi en su conjunto- no asume el razonamiento anterior, o no lo asume con la claridad que lo acabo de plantear. Es, a mi juicio, muy infantil empecinarse en esas frases huecas tan del gusto de mucha gente –de mucha gente a la que le encanta despachar cuestiones complejas con recursos banales- respecto a que no hay componente político alguno en la violencia etarra y que la violencia “no puede tener contrapartidas políticas”. En primer lugar, existen múltiples ejemplos históricos que desmienten ese aserto, empezando por la propia experiencia española reciente. ¿Es que hay alguien con un mínimo de honestidad intelectual que se atreva a negar que ETA ha sido un actor político, y de primer orden, en la política vasca y española de los últimos cuarenta años? Es más, si ETA no es un actor político, ¿a qué viene ese lenguaje tan habitual no en boca de la propia ETA, sino de quienes la combaten? ¿Qué sentido tienen frases como esa de que “lo único que se espera escuchar de ETA es que deja las armas”, “se disuelve”, “pida perdón”…? A buen seguro, habrá quien quiera oír ahí expresiones de firmeza, pero “se disuelven” las organizaciones, “se rinden” o “dejan las armas” los ejércitos y, desde luego, no se acierta a ver qué pinta aquí el “pedir perdón” –consideraciones morales aparte-. Las bandas criminales no “se disuelven” porque no existen sino como meras agrupaciones de individuos, simplemente se desarticulan, se detiene a sus miembros y se les encarcela. Y si piden perdón o no es cosa entre ellos y sus víctimas, algo a lo que el poder punitivo del Estado es perfectamente ajeno.

Aunque nos pese, no somos ciegos y sordos a lo que ETA hace y dice. Y esto, de nuevo, no es más que una constatación de hecho, no un juicio moral. ETA no mejora ni empeora por esto. Es igual de execrable, igual de repugnante. Pero engañarnos no lleva a ningún sitio. La realidad es que hemos comprado que ETA no terminará, o no tiene por qué terminar conforme prescriben las reglas naturales del Estado de Derecho. Me temo que no discutimos si se va a negociar sino qué se va a negociar.

Asumamos, pues, mentalidad de negociadores y asumamos también que los nuestros hacen su trabajo. Aclaro que, “los nuestros” son quienes, por nuestro lado, dirigen o están llamados a dirigir el proceso: el gobierno español. Como el “gobierno español” es ahora un concepto difuso, hay que hacer un fenomenal ejercicio de buena fe, que algunos calificarían de ingenuo, y dar por sentado que todos, sean quienes sean, compartirán el mínimo exigible a cualquier negociador: dar las menores contrapartidas posibles.

Tómese todo lo anterior como un largo prólogo para lo que sigue. Si mis premisas son ciertas, es decir, si hay que valorar la reunión de ayer desde una perspectiva meramente utilitarista, no se puede concluir sino que ha sido un error. Un error importante, además. Y un error cometido fundamentalmente por el PSE.

He leído hoy a algún vocero socialista cosas tan epatantes como que “la conferencia debe valorarla quien la convocó”. El intento de zafarse de la propia responsabilidad resulta patético, sinceramente. Aun no termino de entender a qué demonios fueron, y por qué tomaron la palabra si, al parecer, el acto les parecía perfectamente irrelevante y no se iban a sentir vinculados por el resultado.

Pero no, no creo que sea irrelevante. Tampoco puede despacharse la cuestión diciendo que, al fin y al cabo, la conferencia no ha hecho sino repetir lo mismo que ya dice la izquierda proetarra –que son, por cierto, “quienes convocaron”-. “Lo mismo” pero dicho por cierta gente, no es igual. El lenguaje del comunicado final, con esa lacerante equiparación entre la violencia legítima del Estado y la violencia criminal o, en fin, con cuidadosa dispensa del calificativo “terrorista” para referirse a ETA (lo comprendo, lo comprendo, insultar al anfitrión no está bien visto en las reuniones diplomáticas ni en las reuniones en general…) es, en efecto, típico del entorno de la propia ETA, pero resulta especialmente ofensivo en boca de cierta gente.

Tampoco cabe, creo, calificar a los abajofirmantes de turno de indocumentados, ignorantes de la situación vasca y española o, en fin, de mariachi de algún mediador profesional. Obviando al señor Adams y al inefable abogado surafricano, la foto de familia incluyó todo un ex secretario general de la ONU, un ex primer ministro de Irlanda y una ex primera ministra de Noruega. No es poco. Afortunadamente, se evitó la presencia de Tony Blair.

No, ni me parece irrelevante, ni me hace ninguna gracia. Ni creo que augure no ya el tipo de final que deseamos para ETA –eso, creo, está ya fuera del ámbito de lo posible, porque no lo queremos, en el fondo, no la mayoría- sino ni siquiera un final digerible. Es un error, con posible enmienda, pero un error importante. Admito, por supuesto, que se pueda pensar lo contrario, pero me resulta muy difícil que me intenten convencer de que nada ha sucedido.

domingo, 16 de octubre de 2011

El país en el que nunca pasa nada

Cada vez son más quienes hablan de España como “el lugar en donde nunca pasa nada”. Es probable que sea solo una sensación. Una sensación impuesta por una campaña electoral interminable, forzada por la penúltima extravagancia de un presidente del gobierno que ni para hacer mutis supo atenerse a unas reglas previsibles: anunciar con cuatro meses de antelación unos comicios era, ya se sabía, condenar al país a lo que hoy vivimos, el eterno irse sin terminar de hacerlo de un gobierno agotado, y el llegar pausado, cansino, lento de quienes aspiran básicamente a heredar sin contratiempos.

¿Puede decirse que “nunca pasa nada” cuando cada día es un sobresalto? Es una cuestión de perspectiva, supongo. Sí, la actualidad viene cargada de noticias, de dimes y diretes, pero si se toma un poco de distancia, se ve cómo las grandes dinámicas españolas siguen un ritmo muy pausado, como a base de procesos lampedusianos. El eterno reorganizarse del sistema financiero, el progresivo, machacón deterioro del mercado de trabajo, los tozudos números que nos muestran que no llegan los frutos de esos supuestos ajustes fiscales o, en fin, las pruebas que, una y otra vez, nos ponen de manifiesto que nuestros estudiantes van, cada año, un poquito peor.

Supongo que es difícil sustraerse al exagerado recurso periodístico de la “enfermedad total”, de la situación terminal de crisis de régimen. Hoy mismo, he leído alguna comparación con la época de la Restauración. Confío en que no sea para tanto, en que sea, más que nada, una impresión y que, cerrada esta odiosa agonía autoimpuesta, llegue un tempo nuevo a la política y la economía nacionales. En fin, que “pasen cosas”.

En realidad, creo que la enfermedad española se circunscribe, y creo que ya se ha comentado muchas veces y por mucha gente, a una falta de vigencia del principio de responsabilidad. Nuestra tragedia es que nos levantamos cada día como si fuera el primero de todos, y la tarea, que nos espera, se antoja inacabable. Pero es que si fuera de otro modo, si nos levantáramos y nos preguntáramos por qué no se hizo ya ayer lo que debió hacerse, ¿qué sería de aquellos que tenían encomendado hacerlo?

Pensaba esta mañana, leyendo declaraciones en prensa, lo patético que resulta que las autoridades europeas pretendan ahora lanzar el enésimo análisis de la situación de la banca, al que seguirán, ahora sí, “fuertes exigencias”. Los mismos señores que han realizado ya dos ejercicios de stress, que han puesto la banca europea patas arriba vienen… a decir lo mismo por tercera vez. Es posible, claro, que haya que oír el mismo discurso tres veces, pero la higiene mental debería excluir el tener que oírlo de las mismas personas. Caigo después en que, sin salir de España, puede asistirse diariamente al espectáculo de un candidato presidencial que, tras haber sido muchos años factótum en un gobierno, reniega de lo hecho y, para más bemoles, parece decir que “ahora sí” se pondrá a ello y que tiene recetas que, hasta ahora, han debido quedar inaplicadas por algún oscuro motivo.

Tanto la tecnocracia europea como las personas que, en España, ejercen el liderazgo en distintos ámbitos, se benefician de que, en España y en parte de Europa, los actos –acciones u omisiones- casi nunca traen consecuencias. Es igual lo que hagas, dejes de hacer, digas o dejes de decir. Es indiferente que lleves tu empresa a la quiebra: siempre puedes postularte para sacarla de ella, normalmente proponiendo “severos ajustes”. Es, en fin, totalmente irrelevante que, durante meses, muestres la mayor de las inepcias en el desempeño de tus tareas, porque cualquier día será el primer día y, por tanto, siempre podrás reenfrentar la labor como si nada hubiera sucedido hasta entonces. Nadie preguntará, parece, por qué aquello que se te encomendó sigue sin hacer o, incluso, por qué tu incompetencia ha podido agravarlo.

El desasosiego, la sensación de “primer día”, de que siempre está todo por hacer, cunde por ello, creo. No tenemos percepción de rumbo, creemos que vamos a la deriva, pero sí tenemos rumbo. Vamos donde nos llevan nuestros incompetentes pilotos. La pregunta es por qué les seguimos teniendo al timón. ¿Cómo lo consiguen? Supongo que la respuesta es muy compleja. ¿Cómo hemos llegado a ser un país en que los actos no tienen consecuencias? Al final, y arrimando, como era de prever, al ascua mi sardina, diré que porque nunca fuimos liberales. Porque nunca hemos aceptado el coste de ser libres, que no es otro que el de ser responsables. En España no rige, en casi ningún orden significativo, el principio de responsabilidad porque no deseamos ser responsables de nada.

Es así como educamos a nuestros niños. Sabemos cómo se sale de la crisis y hacia dónde se sale. Y nos aterra. Nos aterra ver dónde vamos y no queremos, de verdad, tener la sensación de que vamos. Ello implicaría nada más y nada menos que aceptar nuestra responsabilidad colectiva, como sociedad. ¿Para qué, pues exigir su responsabilidad al gerente incompetente? Preferimos que sea el propio gerente incompetente el que nos exija sacrificios –probablemente poco a poco- a echarlo con cajas destempladas para que venga otro que, de golpe, nos diga que estamos en quiebra y que es hora de empezar la reconstrucción.

¿Nunca pasa nada? Pasa, y probablemente lo sabemos. Pero preferimos hacer como que no.