domingo, 16 de octubre de 2011

El país en el que nunca pasa nada

Cada vez son más quienes hablan de España como “el lugar en donde nunca pasa nada”. Es probable que sea solo una sensación. Una sensación impuesta por una campaña electoral interminable, forzada por la penúltima extravagancia de un presidente del gobierno que ni para hacer mutis supo atenerse a unas reglas previsibles: anunciar con cuatro meses de antelación unos comicios era, ya se sabía, condenar al país a lo que hoy vivimos, el eterno irse sin terminar de hacerlo de un gobierno agotado, y el llegar pausado, cansino, lento de quienes aspiran básicamente a heredar sin contratiempos.

¿Puede decirse que “nunca pasa nada” cuando cada día es un sobresalto? Es una cuestión de perspectiva, supongo. Sí, la actualidad viene cargada de noticias, de dimes y diretes, pero si se toma un poco de distancia, se ve cómo las grandes dinámicas españolas siguen un ritmo muy pausado, como a base de procesos lampedusianos. El eterno reorganizarse del sistema financiero, el progresivo, machacón deterioro del mercado de trabajo, los tozudos números que nos muestran que no llegan los frutos de esos supuestos ajustes fiscales o, en fin, las pruebas que, una y otra vez, nos ponen de manifiesto que nuestros estudiantes van, cada año, un poquito peor.

Supongo que es difícil sustraerse al exagerado recurso periodístico de la “enfermedad total”, de la situación terminal de crisis de régimen. Hoy mismo, he leído alguna comparación con la época de la Restauración. Confío en que no sea para tanto, en que sea, más que nada, una impresión y que, cerrada esta odiosa agonía autoimpuesta, llegue un tempo nuevo a la política y la economía nacionales. En fin, que “pasen cosas”.

En realidad, creo que la enfermedad española se circunscribe, y creo que ya se ha comentado muchas veces y por mucha gente, a una falta de vigencia del principio de responsabilidad. Nuestra tragedia es que nos levantamos cada día como si fuera el primero de todos, y la tarea, que nos espera, se antoja inacabable. Pero es que si fuera de otro modo, si nos levantáramos y nos preguntáramos por qué no se hizo ya ayer lo que debió hacerse, ¿qué sería de aquellos que tenían encomendado hacerlo?

Pensaba esta mañana, leyendo declaraciones en prensa, lo patético que resulta que las autoridades europeas pretendan ahora lanzar el enésimo análisis de la situación de la banca, al que seguirán, ahora sí, “fuertes exigencias”. Los mismos señores que han realizado ya dos ejercicios de stress, que han puesto la banca europea patas arriba vienen… a decir lo mismo por tercera vez. Es posible, claro, que haya que oír el mismo discurso tres veces, pero la higiene mental debería excluir el tener que oírlo de las mismas personas. Caigo después en que, sin salir de España, puede asistirse diariamente al espectáculo de un candidato presidencial que, tras haber sido muchos años factótum en un gobierno, reniega de lo hecho y, para más bemoles, parece decir que “ahora sí” se pondrá a ello y que tiene recetas que, hasta ahora, han debido quedar inaplicadas por algún oscuro motivo.

Tanto la tecnocracia europea como las personas que, en España, ejercen el liderazgo en distintos ámbitos, se benefician de que, en España y en parte de Europa, los actos –acciones u omisiones- casi nunca traen consecuencias. Es igual lo que hagas, dejes de hacer, digas o dejes de decir. Es indiferente que lleves tu empresa a la quiebra: siempre puedes postularte para sacarla de ella, normalmente proponiendo “severos ajustes”. Es, en fin, totalmente irrelevante que, durante meses, muestres la mayor de las inepcias en el desempeño de tus tareas, porque cualquier día será el primer día y, por tanto, siempre podrás reenfrentar la labor como si nada hubiera sucedido hasta entonces. Nadie preguntará, parece, por qué aquello que se te encomendó sigue sin hacer o, incluso, por qué tu incompetencia ha podido agravarlo.

El desasosiego, la sensación de “primer día”, de que siempre está todo por hacer, cunde por ello, creo. No tenemos percepción de rumbo, creemos que vamos a la deriva, pero sí tenemos rumbo. Vamos donde nos llevan nuestros incompetentes pilotos. La pregunta es por qué les seguimos teniendo al timón. ¿Cómo lo consiguen? Supongo que la respuesta es muy compleja. ¿Cómo hemos llegado a ser un país en que los actos no tienen consecuencias? Al final, y arrimando, como era de prever, al ascua mi sardina, diré que porque nunca fuimos liberales. Porque nunca hemos aceptado el coste de ser libres, que no es otro que el de ser responsables. En España no rige, en casi ningún orden significativo, el principio de responsabilidad porque no deseamos ser responsables de nada.

Es así como educamos a nuestros niños. Sabemos cómo se sale de la crisis y hacia dónde se sale. Y nos aterra. Nos aterra ver dónde vamos y no queremos, de verdad, tener la sensación de que vamos. Ello implicaría nada más y nada menos que aceptar nuestra responsabilidad colectiva, como sociedad. ¿Para qué, pues exigir su responsabilidad al gerente incompetente? Preferimos que sea el propio gerente incompetente el que nos exija sacrificios –probablemente poco a poco- a echarlo con cajas destempladas para que venga otro que, de golpe, nos diga que estamos en quiebra y que es hora de empezar la reconstrucción.

¿Nunca pasa nada? Pasa, y probablemente lo sabemos. Pero preferimos hacer como que no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario