jueves, 13 de septiembre de 2012

Igual conllevarse ya no es la solución

Lo nutrido de la manifestación del 11 de septiembre en Barcelona, aparte de dar a algunos y algunas una ocasión de oro para demostrar su incapacidad para hilar un discurso de mediano vuelo, da indudablemente que pensar. Interesan los porqués, por supuesto. Hay quien lo achaca a la fuerte transversalidad del discurso del “España nos roba” –que es en lo que groseramente suele devenir el debate, en el que por lo demás Cataluña no está del todo exenta de razón, sobre su deficiente financiación-. La causa eficiente del auge del independentismo sería, por tanto, el éxito de la proclama del agravio fiscal. Y puede que así sea, pero quizá sería solo eso, la causa eficiente. También esa transversalidad, esa facilidad con la que un discurso cala en distintas capas de la población, en distintas vetas ideológicas, requiere una explicación. Y esta no es otra, creo, que la pura y simple evolución generacional. Empiezan a recogerse los frutos de una política, una educación, una estética y unas ideas-fuerza en el debate político que no es que sean, o no son necesariamente, antiespañolas, sino que son a-españolas, simplemente. Una generación de catalanes ha crecido con su condición de españoles reducida a la irrelevancia, quizá no planteada como un desvalor, pero sí como algo no valioso, que no suma, que nada aporta en ninguna dimensión. La condición de español queda reducida a la osamenta de un documento de identidad del mismo modo que la lengua española queda relegada a la condición de postiza. Nada se ha hecho, por parte de nadie, por potenciar lo que une. Así las cosas, es fácil que calen los discursos sesgados y prejuiciosos. ¿Qué cuesta desprenderse de lo que no se valora, de lo que no genera ningún tipo de afecto particular?

Al cabo, puede que los porqués empiecen a ser secundarios. Quien crea que estamos ante un problema fiscal, o de orden puramente económico –conforme, por cierto, a un prejuicio bastante estúpido,  para nada avalado por la historia y que cala fácilmente en el resto de España sobre los catalanes- puede creer también que estamos ante un proceso reversible con relativa facilidad. Y sí, claro, así podría ser. Lo que tiene un fundamento racional, puede atacarse racionalmente. Si Cataluña clama, en realidad, por un mejor, o simplemente más favorable, sistema de financiación, logrado el objetivo, volverán las aguas a su cauce. Pero, ya digo, me temo que eso es quedarse muy corto. La cuestión tiene una raíz sentimental y, por tanto, es poco atacable desde una perspectiva racional. Se ha dicho, con razón, que uno de los grandes dramas de nuestra transición y años posteriores ha sido la incapacidad de articular un discurso –llamémosle patriótico- que contraponer, en clave semejante, al de los nacionalismos periféricos. Ese discurso no ha existido –los españolismos han oscilado entre el discurso nacionalista de corte tradicional y un inane constitucionalismo de cariz racionalista- y, para terminar de arreglarlo, una nefasta política en materia de educación ha permitido corroer los cimientos del afecto entre españoles hasta niveles inaceptables. Llorar ahora por la leche derramada no tiene excesivo sentido. No digo yo que, como dice Arcadi Espada, no haya que combatir, desenmascarándolas, las imposturas y absurdos que sustentan buena parte del discurso secesionista, pero no conviene albergar demasiadas esperanzas. Precisamente porque ese discurso tiene una fundamentación en creencias, más que en ideas, malamente puede ser combatido con argumentos racionales.

Bien están, entonces, los intentos de comprensión –que igual podrán servir para escribir la historia de todo esto algún día- del asunto, pero quizá es más prudente, por el momento, tenerlo por dado y empezar a gestionarlo. Y aquí, por supuesto, todo dependerá de cuáles sean los objetivos de cada cual. Expondré una opinión personal, que creo compartida, al menos en sus líneas generales, por alguna gente.

Es, de entrada, absurdo perderse en lamentaciones y clamores por una unidad sacrosanta. La pérdida de la unidad nacional (dícese de esa destreza que caracterizaba a los españoles de todo tiempo para reconocerse entre ellos como algo distinto de los extranjeros) sería, sin duda, un desgarro sentimental para quienes, como yo, aún crecimos en la idea de que nuestra España era toda la que ahora hay. Nos queda el consuelo de que esta vieja nación existe y, probablemente, seguirá existiendo cualquiera que sea su expresión político-organizativa en un momento dado, puesto que ya ha tenido varias. Los españoles existimos no desde que nosotros queremos, sino desde que quisieron los demás, desde que se nos dio nombre en latín y en todas las demás lenguas de Europa y se nos reconoció como algo delimitado y diferenciable. Pero si tanto empeño teníamos, haberla defendido –la unidad, digo- con algo menos de torpeza. Esas cuentas habrá que ajustárselas a quienes nos han gobernado treinta años y parece que quieren seguir haciéndolo. No a quienes jamás engañaron a nadie que no se dejara engañar.

La unidad es un valor a preservar, sin duda, pero no debe ser preservada a cualquier precio. No me refiero, por supuesto, exclusivamente a que no debe ser preservada por medios violentos –al menos mientras nadie emplee medios violentos para socavarla-, sino a que no son admisibles unidades impostadas y trampantojos de estados. Si la única España en la que Cataluña o cualquier otro ente territorial se sentirá “cómodo” es, en primera instancia, una mera agregación de territorios y, además, una España de la que los españoles no pueden disponer –porque existen cosas que están más allá de su voluntad, porque existen supuestos “derechos históricos” y demás zarandajas que son intangibles, inaccesibles a la voluntad de los ciudadanos vivos en cada momento (esos derechos son los que, por lo visto, hacen posible cualquier clase de profundización en la fragmentación del estado, hasta su misma desaparición, pero convierten en anatema cualquier visión recentralizadora)- puede ser, en efecto, hora de pactar un divorcio civilizado. No sabemos qué país nos quedará, pero al menos, esperemos que sea un país que podamos organizar al servicio de sus ciudadanos y no al de sus territorios integrantes.

Lo que sí debería ser reclamable de las autoridades catalanas es una cierta honestidad intelectual, para empezar, y una comprensión de que no todo ha de discurrir a su gusto. Me explico: es indecente clamar en la calle por la secesión y después rebajar el tono a una “construcción progresiva de estructuras estatales” o eufemismos semejantes. El segundo proceso suena indoloro, muy a la belga, y por eso es más grato, pero poco serio. Si Cataluña quiere independizarse, lo más sensato –o quizá la hipótesis más halagüeña- es esperar un proceso a la checa, que bien puede no suceder exactamente cuando y como sus promotores quieran. La secesión de estados, y la consiguiente sucesión, están ensayadas ya y no son caminos de rosas, precisamente (muchos checos y muchos eslovacos siguen diciendo, por cierto, que el “divorcio de terciopelo” –a la medida de unos cuantos políticos- fue una soberana estupidez). Nos repartiríamos, supongo, esas autopistas y trenes que todos hemos construido, esa deuda que todos contrajimos y esas cargas que a todos aprovechan. No es que Cataluña vaya a dotarse del aparato de la estatalidad, es que ese aparato ya existe, hasta por exceso, y tendría que ser adecuadamente repartido. Es necesario que los catalanes sepan cómo sería esa Cataluña del día después, y que el resto de los españoles sepa también a qué atenerse. Igual la mejor oportunidad para la racionalidad viene de comparar nuestro mal presente con un supuesto mejor futuro. Una cosa es que el respeto por las libertades ajenas nos deba impedir imponer a un grupo humano según qué cosas contra la voluntad de la inmensa mayoría de sus integrantes –si la población de Cataluña o de cualquier otro territorio, por mayorías como en las que en su día estipuló el tribunal supremo de Canadá como suficientes para sustentar algo tan grave como una secesión, habría que aceptarlo- siempre que esa mayoría ofreciera a su vez garantías de que la minoría discrepante sería también respetada en su nuevo estatus (y, ¿por qué no?, incluso de que ofrecería la misma oportunidad a esas minorías; ¿aceptaría Cataluña, por poner un ejemplo, que algunas de sus comarcas quisieran seguir, por mayoría amplia de sus habitantes, unidas con el resto de España?) y otra bien distinta que los programas de “transición nacional” de según qué presidentes de según qué comunidades autónomas y sus partidos deban tener eficacia erga omnes por su santa voluntad.

Como segunda cuestión, importante, las autoridades catalanas, y el presidente Mas a la  cabeza, deberían asumir que no es aceptable virar drásticamente el rumbo programático de una legislatura y mantenerla viva. Con toda probabilidad, el presidente Mas actuará muy a la española, demostrando que los escrúpulos de la estética democrática no van con él y se presentará sin empacho en Madrid el día 20 a hablar de una cuestión que él mismo da por superada. Pero si Mas cree ahora que lo que procede es un nuevo escenario, que no fue anunciado en su día, si de veras cree que la sociedad catalana alberga un sentimiento que debe ser encauzado –semejante al que él mismo manifiesta albergar a título particular-, haría bien en permitir que esa misma sociedad se exprese por la vía democrática más evidente, siquiera para tener una primera medida aproximada de la fuerza de cada argumento, que no es otra que unas elecciones anticipadas en las que él y otros puedan concurrir con las propuestas programáticas que entiendan oportunas. Si existe una mayoría secesionista en Cataluña, al menos entre los catalanes mayores de 18, es de esperar que esa mayoría se traduzca en apoyos a programas de este corte. Claro que no es lo mismo una elección legislativa que un referendo sobre la secesión, pero es mejor método de medición que el conteo de manifestantes a ojo de buen cubero o los referendos a nivel de municipio. En tanto no sea así, en tanto no haya recibido un mandato claro en las urnas para promover efectivamente un cambio tan drástico, su legitimidad para avanzar en ese sentido será más que cuestionable.

Las autoridades españolas, por su parte, harán bien en no dar ulteriores pasos, de ninguna clase, en la cuestión catalana hasta que el debate no se sitúe en sus oportunas coordenadas. Si el volkgeist catalán (no se me ocurre otra forma de expresarlo; los políticos catalanes hablan aquí de "Cataluña" personificada) ya no está en el autonomismo, si el señor Mas se siente heraldo de una nueva era, carece de sentido perder el tiempo en revisar cuestiones financieras. Por el contrario, si los catalanes están en otro sitio, allí habrá que ir a buscarles y sí, guste o no guste, en algún momento habrá que abordar sus reivindicaciones y ver lo que tienen de sensatas, que sospecho que algo, bastante, tienen, y que sean antipáticos presentándolas no les priva de razón.

Si Mas no obra en ese sentido sino que, más bien, se limita a agitar el espantajo de una secesión como mecanismo de presión, será lícito calificar su planteamiento como inaceptable de raíz, porque se trata de algo muy grave. Y si el señor Mas piensa que lo que él anuncia terminará ocurriendo de todas maneras, entonces faltará a la buena fe, porque está en la esencia de un pacto la voluntad de cumplirlo y si se reclama diálogo es para llegar a alguna conclusión. Mas no tiene derecho a reclamar que se busque a Cataluña encaje con el resto de España si, de corazón, piensa que ello no es posible si cree que no hay solución o, habiéndola, no la desea.

El caso es que desde que Ortega decretó que estábamos condenados a la conllevancia, venimos jugando a ella en distintas formas y no solo eso, sino que el patrón para la cuestión catalana se ha convertido en pauta general para la gestión de la cuestión territorial. Y bien estaría la solución si condujera a unas eternas tablas. Pero no es cierto, porque, entretanto, una parte ha seguido moviendo piezas. Declarar la cuestión irresoluble solo conducirá, probablemente, a que sea resuelta por un camino más largo y más penoso. Si Cataluña ha de ser independiente, que lo sea en las mejores condiciones posibles para los catalanes y para todos los demás españoles; si no ha de serlo porque no exista una mayoría de catalanes que lo desee o porque no se dan las condiciones que lo hagan aceptable y factible, terminemos con el debate… al menos por esta generación.

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