lunes, 24 de septiembre de 2012

Gustos burgueses

Este fin de semana he leído con consternación lo larga que es ya la nómina de grandes restaurantes clásicos de Madrid y Barcelona que han echado el cierre en lo que va de crisis. Son unos cuantos. El último, por lo que a Madrid se refiere, Balzac, que sigue el camino de buques como Príncipe de Viana, el Club 31, las Cuatro Estaciones o Jockey –éste último, caído finalmente tras algún intento vano de reflotamiento-. Dicen también que otros templos, como Horcher o Zalacaín se las ven y se las desean para aguantar. Imagino que las grandes casas de Barcelona lo estarán pasando más o menos igual.

A decir de algunos, estos restaurantes perecen por su incapacidad de adaptarse a los tiempos. La clientela tradicional va cayendo, sin ser reemplazada por otra más joven. La gente de ahora prefiere, dicen, otras cosas. Me imagino que también tendrá que ver lo difícil que es ajustar los precios cuando las estructuras son tan costosas y la moderación en lo que se ha dado en llamar la “hospitalidad corporativa”. Cuando la tarjeta de empresa se muestra menos facilona, las cuentas han de moderarse. Y las grandes casas no siempre pueden. Algún chef francés multiestrellado ya decidió que, sintiéndolo mucho, prefería tener una modesta brasserie que seguir en el negocio de la alta gastronomía, porque le era imposible dar de comer a precios asequibles: o el estrés de la guía Michelín o disfrutar del arte de tratar bien.

Es una pena. Y una gran pérdida. Siempre es mala cosa que cierre un buen restaurante, qué duda cabe. Pero es que estos comedores históricos son algo más, mucho más que “buenos restaurantes”. De hecho, si hemos de creer a la crítica y al gusto modernos, no son de lo mejor, si por lo mejor hemos de entender lo más vanguardista, lo que más premios acapara, esa cocina tan admirable muchas veces y siempre tan adaptada a las manías estéticas contemporáneas. Pero son algo muy importante.

Esos grandes restaurantes históricos, casas al gusto burgués, forman parte de la infraestructura cultural básica de las capitales. Las ciudades son ciudades porque los tienen. Un restaurante de relumbrón puede estar en cualquier parte, porque la luz de la inspiración brilla para todos y en cualquier sitio pueden hallarse destellos de talento. Hasta en los lugares más inverosímiles. Pero restaurantes del perfil de Horcher, de Zalacaín, de Vía Véneto, solo los hay –en número bastante, al menos- en las grandes ciudades. Porque son ellos los que hacen grande a una ciudad, y no al revés. Una gran ciudad lo es porque tiene teatros en los que puede verse el repertorio básico –siempre, todas las temporadas-, porque tiene cines de estreno, porque tiene museos en los que se puede acceder a la médula de la cultura, porque aloja orquestas y compañías de ballet que ofrecen aquello a lo que todas las generaciones deberían poder acceder… Y porque siempre, todo el año, están abiertas en ellas esas magníficas casas en las que se puede degustar –y contemplar- el arte de la restauración en su versión clásica. Sobre esa infraestructura cultural básica se construyen las vanguardias. Sin ella, son precarias, individualismos que vienen y van. Porque son también esas grandes casas las que forman a los grandes profesionales, que luego pueden brillar a la luz de sus propios talentos.

En España nos cuesta comprender la importancia de todo esto, sencillamente porque nos cuesta comprender la importancia de las cosas bien hechas. Nos cuesta entender que la genialidad raramente se sirve más que a sí misma, que solo complementada con el trabajo y el oficio da lugar a una cultura verdaderamente densa. El “gusto burgués”, a menudo desdeñado, es la columna vertebral de la cultura urbana. Lo “distinto” o, sencillamente, lo “moderno” se definen respecto a él. Lo burgués, lo clásico, es imprescindible, aunque solo sea para romper con ello con pleno conocimiento de causa.

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