sábado, 3 de noviembre de 2012

Europeos ante todo

Todo apunta a que el debate sobre la consulta catalana o, más en general, el de una eventual separación de Cataluña del resto de España gira en torno al eje de la pertenencia de Cataluña a la Unión Europea. En primera instancia porque, parece, eso es lo que Mas quiere preguntar al electorado, esto es, no si el personal quiere que Cataluña se independice –el “de España”, sobraría porque no se ve bien de quién o qué se independizaría Cataluña si no- sino si “desea” (sic) que Cataluña sea “un estado de la UE” o cosa por el estilo, lo que, evidentemente, no es lo mismo. Pero es que, por su parte, aquellos que quieren advertir a los catalanes de que la separación es la vía más segura hacia las penas del purgatorio asimilan ese purgatorio, si no el mismo infierno, a la “no Europa”, a la salida de la UE que, según dicen, iría anudada a la separación de España.

El debate jurídico es, sin duda, muy interesante. La comisaria Reding avala la tesis del gobierno español de que “fuera de España, no hay Europa” –a los políticos les encanta esto de tomar partes por todos- siempre que la independencia de Cataluña fuera “unilateralmente declarada”. Pero la cosa es más enjundiosa. De entrada, quiero suponer que el sentido común no se ha perdido del todo en el Principado, ni en el resto del país y, por tanto, que habría que partir de la hipótesis de que la independencia, de ser, no sería “unilateralmente declarada”, sino conforme a derecho constitucional español e internacional. En suma, confío en que supiéramos mostrar al mundo que aún sabemos lo que media entre un absurdo y una salvajada. Si se excluyen los exabruptos, el análisis debería variar. Parece ser que los sensatos juristas del Parlamento de Westminster, a propósito de Escocia, concluyen que no tienen nada claro cuál sería el escenario derivado de una secesión de aquella parte del Reino Unido. No es que no tengan claro que Escocia pudiera seguir siendo parte de la UE, es que se les plantean dudas sobre la continuidad en la misma de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Todo dependerá, claro, de si se entiende que, en efecto, Escocia se separa del Reino Unido o, más bien, éste deja de existir. Se asume con naturalidad la continuidad de España, o del propio Reino Unido, perdiendo de vista que en absoluto tiene por qué ser así. Bien puede ocurrir que, en el lugar del estado desaparecido, surjan dos de nuevo cuño. Supongo que es la desproporción territorial y de población –más abrumadora aún en el caso del resto de los países que forman el Reino Unido que en el caso del resto de España- la que lleva naturalmente a pensar que el “resto” debería conservar la personalidad jurídica internacional del todo, pero ejemplos hay de escisión en dos o más personalidades diferenciadas. Checoslovaquia, sin ir más lejos.

Pero no me interesa ahora entrar en las honduras jurídicas del proceso de secesión y sus consecuencias –por falta manifiesta de capacidad, entre otras cosas- sino subrayar cómo la cuestión europea sigue imprimiendo carácter. Hace unos días, en una conferencia brillante, Miguel Herrero motejaba el europeísmo –o euroentusiasmo- de los españoles de “acrítico”. Un punto infantil, añado yo. De nuevo, el complejo de ser español exacerbado en los españoles que no quieren serlo. En Escocia, la cuestión de la permanencia o no en la UE parece que se percibe como algo que podríamos calificar de técnico; evidentemente, de suma importancia, puesto que tiene una gran influencia en la vida del futuro país –e incluso puede condicionar su viabilidad económica- pero cuestión técnica al cabo. El ser o no ser de Escocia no depende de su “carácter europeo”, cosa que, por otra parte, en absoluto depende tampoco de su integración, o no, en la UE. Los escoceses se reconocen como escoceses y eso es lo que quieren ser. A partir de ahí, lo demás son consecuencias; si uno es escocés será –de momento- británico y, por extensión, europeo. Pero, como mera consecuencia accesoria, no parece que el asunto merezca mucho debate en sí.

En el caso catalán, por supuesto, la dimensión técnica también está presente. Solo una independencia con vínculo europeo es una independencia presentable como indolora y, por tanto, potencialmente aceptable, o eso parecen sospechar los promotores de la idea. Pero existe también esta dimensión sentimental tantas veces citada. No se hace este viaje para encontrarse en las tinieblas de la pesadilla española por excelencia: la no Europa, la materialización del más horroroso complejo de inferioridad. En el peor de los escenarios, una Cataluña extramuros de la Unión con una España dentro –la España mesetaria, la España africana- haría añicos el discurso de la superioridad relativa de la Cataluña “naturalmente” europea, solo circunstancialmente apartada de su ámbito propio por épocas en razón, precisamente, de su vinculación a esa España apartada del curso de la modernidad. La vergüenza de ser sur se haría, entonces, demasiado patente. No parece una imagen tolerable para ciertos espíritus sensibles.

Se da así que la estatalidad propia se predica como una necesidad absoluta, algo así como una etapa de madurez necesaria para el pueblo en cuestión. Un pueblo sin estado es un pueblo capitidisminuido. Cuando se quieren poner didácticos, los políticos nacionalistas dicen que su estatalidad truncada les impide “hacer cosas”. Cosas buenas, se entiende. Pero esa necesidad no es tal ante el proceso de integración europea. El problema, pues, no es ceder soberanía, sino a quién se cede. Mientras que un independentista escocés quiere ser escocés, un independentista catalán parece que lo que quiere es no ser español, dándole, en realidad, un poco lo mismo lo que sea.

Los altos designios, el proceso histórico, la misión de algunos en esta tierra quedan así un poco venidos a menos, la verdad. Como en una suerte de cuita doméstica menor.

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