viernes, 26 de octubre de 2012

Crisis en el socialismo

La menesterosa posición del Partido Socialista, evidenciada en sus malos resultados electorales en el País Vasco y Galicia, puede atribuirse a que aún no se han superado los devastadores efectos que la crisis económica tuvo sobre la reputación del partido gobernante al tiempo en que se instaló entre nosotros. Parece que ha pasado un siglo pero, en realidad, el PSOE gobernaba ayer mismo. El electorado es olvidadizo, pero no tanto. El PP debe aún acumular unos cuantos deméritos más para que un número suficiente de ciudadanos se empiece a plantear seriamente franquear el paso a su oposición.

Pero esto no es una mala lectura, al fin y al cabo. Puede que lleve tiempo y, probablemente, cambios necesarios, incluso más de uno, en una dirigencia que, hoy por hoy, aún aparece absolutamente ligada a ese tiempo que se quiere superar. Pero, ya digo, si fuese eso, meramente, sería cuestión de esperar. A buen seguro, el centro derecha debería acusar el desgaste y, algún día –casi seguro que más cercano por lo que hace al gobierno de la Nación que en los niveles más bajos- sería posible un nuevo cambio. En suma, la travesía del desierto –esa figura que gusta tanto a los periodistas- durará lo que dure, pero se llegará al vergel algún día.

El problema es que esa lectura puede ser en exceso generosa. Vista así, por grave que sea, la crisis del socialismo sería siempre coyuntural, no existencial. Pero existen indicios de lo contrario, de que el PSOE tiene un problema estructural, de modelo.

De un lado el socialismo español no es ajeno a los males que aquejan a la socialdemocracia con carácter general, al menos en Europa. Constitucionalizada buena parte de sus objetivos a través de la sacralización del estado de bienestar, la socialdemocracia muere de éxito. Está privada de discurso. La evidencia de que buena parte de las políticas, quizá las más notorias, no cambian cuando gobierna el socialismo lleva a algunos a hablar de crisis de la izquierda o, incluso, de ocaso de las ideologías. En realidad, no es así. Ciertamente, hay una crisis de la izquierda, pero no se trata de un ocaso de las ideologías, sino de algo mucho más peligroso. El armazón ideológico, errado o no, pero robusto que sustentaba el edificio de la socialdemocracia se rellena ahora con una masa informe de ismos de todo pelaje, amalgamada con lo que queda de la vieja cosmovisión, aquello que el contraste con la realidad no ha podado. Los intentos de teorizar, de dar una pátina de respetabilidad a esto, más a través de imágenes evocadoras –como las famosas alusiones a la liquidez de la modernidad y los principios- que de conceptos sólidos apenas logran encubrir una menesterosidad patente.

El PSOE de Zapatero se convirtió en punta de lanza de este reinventarse deshaciéndose, licuándose, deshilachándose. De este proceso de sustitución de un aparato intelectual por un mosaico en el que las teselas apenas encajan. Y el caso es que hubo un tiempo en que pareció funcionar y todo.

Pero es que además, y ya en clave puramente española, a la crisis del modelo ideológico se unió lo que se revela ahora, quizá, como un colosal error de planteamiento estratégico. O, por mejor decir, el error de elevar a rango de estratégico y planteamiento táctico, de corto vuelo. Un buen día, un cerebro privilegiado debió decidir que, en realidad, el Partido Socialista no necesitaba ya ganar las elecciones. Bastaba con perderlas de determinada manera. Y, de nuevo, pareció que funcionaba. La incapacidad aparente del PP para lograr pactos con casi nadie parecía condenarlo, si quería gobernar, a la ímproba tarea de vencer siempre por mayoría apabullante. Suficiente, pues, con evitar ese escenario para, después, hacer gala de lo que el adversario no tenía: cintura. Funcionó de veras, tanto que la cintura parecía ser la parte más importante del cuerpo. Mucho más que el cerebro.

Mientras funcionó, nadie tuvo en cuenta el riesgo implícito en la apuesta. El coste de que saliera mal. Y el coste puede haber sido ni más ni menos que la desaparición del socialismo como fuerza política verdaderamente nacional. Como es obvio, la “capacidad de pacto”, la “flexibilidad” no es otra cosa que la capacidad de renunciar a ciertos elementos del propio discurso. Eso no es malo en sí, cuando no se lleva demasiado lejos. Había un riesgo de equivocarse y el resultado es catastrófico.

Sea o no la alternativa preferida por cada cual, se podrá convenir en que una democracia hemipléjica es menos democracia. Hay quien encuentra el bipartidismo detestable. Pero el monopartidismo lo es aún más, supongo. La democracia española necesita un marco de alternancia. Y, con el PSOE en su actual estado, es legítimo pensar que la alternancia en el gobierno puede fácilmente tornarse en un viaje hacia incógnitas muy graves, hacia cambios de sistema. No se sabe dónde está el socialismo respecto a cosas muy relevantes. Eso es malo para sus electores y para los ciudadanos en general. Muy malo.

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