viernes, 5 de octubre de 2012

Colar debates de rondón

Andamos estos días a vueltas con un par de propuestas que unos tachan de oportunas y otros de demagógicas: la eliminación de la retribución a los parlamentarios y la reducción de su número. La cuestión se ciñe, por el momento, a las asambleas legislativas autonómicas, pero bien podría extenderse a las cámaras legislativas nacionales y a los concejos.

Se trata de iniciativas que despiertan la simpatía del respetable, qué duda cabe. Entre la tirria que últimamente se les tiene a los políticos, especialmente en su versión tenida por más inútil que es la de legislador o miembro de un cuerpo colegiado –es decir, en su versión sentada y callada- y la reacción tan natural del español ante el mal ajeno, salvo casos extremos de inmerecimiento (es decir, el “que se jodan”), las medidas merecen la aprobación del bar y las redes sociales.

Pero tienen claroscuros. Unos evidentes y otros menos.

Tiene razón la izquierda cuando denuncia que una política que cueste dinero será una política para quien pueda pagársela. Obviamente, si el desempeño de un cargo político resulta oneroso, solo podrá permitírselo quien cuente con los recursos necesarios. La gratuidad, en línea de principio, no parece recomendable. Una cosa es que la política no sea un oficio al uso, que quizá no deba serlo y otra cosa es que esté vedada a quien, para entrar en ella, deba renunciar a su medio de vida. Irene Lozano pone, creo, el dedo en la llaga, hoy mismo. La cuestión no es si deben existir o no retribuciones por el desempeño de cargos públicos, sino que éstas deben ser transparentes y racionales. La estructura de retribuciones de los cargos públicos es poco sensata por contraste con las retribuciones en actividades no públicas y poco coherente cuando se contrastan unas responsabilidades públicas con otras, incoherencia que se extiende, por cierto, a los salarios de los empleados públicos, al menos en ciertos ramos, como acredita la comparación entre los sueldos de ciertos policías locales y autonómicos y los de los cuerpos estatales equivalentes. Pero, además, tiene toda la razón Lozano cuando dice que el principal problema en materia de retribuciones está en lo que no se ve. En las cantidades de dinero que se van por ese sumidero que es la frontera entre lo público y lo privado, ese territorio poblado por toda suerte de entes y sociedades mercantiles por la forma y dudosas por el objeto que tienen consejeros, empleados y cargos de toda clase.

Algunos opinadores, presidentes autonómicos entre ellos, dicen que, más que reducir la retribución de los parlamentarios, están por recortar su número. Y no niego que, caso por caso, haya margen para hacerlo. Algunas asambleas autonómicas tienen, probablemente, un número innecesariamente alto de escaños, cada uno de ellos con su culo adosado.

Pero conviene no olvidar que, en un sistema de representación de naturaleza proporcional, máxime si es multicircunscripción –lo que ocurre en las elecciones al Congreso y el Senado, pero también en la elección de cámaras legislativas de comunidades autónomas pluriprovinciales, y no sé si también en algunas uniprovinciales que tienen distritos electorales internos- el tamaño de la cámara, el número de escaños a repartir, es un factor muy importante en el grado efectivo de representatividad alcanzable. Y esto es más cierto aún cuando se aplica una ley electoral como la nuestra, basada en el método de D’Hont. A mayor tamaño de la cámara, menos costosos, en términos de votos, son los escaños y, por tanto, mayor la probabilidad de que un partido pequeño, o grande pero que tenga sus votos muy dispersos por circunscripciones y acumule, por tanto, pocos en cada circunscripción, obtenga representación.

El Congreso de los Diputados, por ejemplo, es una cámara pequeña si se compara con otros parlamentos que se eligen también por fórmulas más o menos corregidas de sistema proporcional. Si el número de escaños se elevara a seiscientos, por ejemplo, en promedio, el último escaño requeriría la mitad de votos que hoy (recordemos que los escaños, aplicando la metodología de D’Hont, operan como divisores; se dividen los votos obtenidos por cada partido entre los números naturales del uno al número de escaños, y se asignan los puestos a los cocientes más altos).En sentido contrario, una reducción del tamaño de la cámara, mantenidos iguales todos los demás factores, tiende a favorecer a los partidos mayoritarios.

A menudo, en España, los debates sobre el régimen electoral pecan de reduccionismo. Se reducen a la dicotomía entre lista abierta y lista cerrada. Ése es un factor importante, sin duda, pero existen otros muchos, sin salir de los esquemas proporcionales: el ya comentado del tamaño de la cámara, el número y dimensión de las circunscripciones, la fórmula de recuento, el mínimo de votos necesario para acceder al reparto de escaños… Todos esos elementos tienen influencia, ninguno es neutral. Y ya se sabe que las discusiones sobre mecánica electoral no son fáciles, como prueba que el régimen electoral español apenas se haya tocado en muchos años.

Resulta chocante que, so capa de cuestiones presupuestarias, pueda llegar a incidirse en elementos esenciales del sistema como es la representación… Sobre todo cuando existen tantas otras cosas, mucho más costosas, sin ningún efecto sobre la arquitectura básica de nuestra democracia, que parece imposible siquiera pensar en tocar.

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