viernes, 19 de octubre de 2012

La educación sentimental

A través de Twitter, gracias a las perlas que iban soltando los asistentes, he podido seguir la presentación que hizo Savater de su libro Ética de Urgencia. El filósofo dijo, por lo que leo, muchas cosas interesantes. Habló de ética, por supuesto, pero también de política y, cómo no, mucho de educación –al fin y al cabo, ¿no se habla de ética y de política cuando se habla de educación?-. Entre las frases para enmarcar, me quedo con dos: “españolizar a los españoles es como lavar a los peces” y “nunca he sido partidario de la educación sentimental, prefiero la educación racional”.

La primera sentencia, por supuesto, además de denotar la facilitad savateriana para el símil, es una andanada contra el ministro Wert y sus más o menos afortunadas declaraciones. La segunda, con sus ecos flaubertianos, enlaza muy bien con la primera y con el pensamiento de Savater en general. Ciertamente, al menos desde mi muy personal punto de vista, cuesta no suscribir ambas afirmaciones y lo que llevan consigo. Yo también prefiero, claro, una educación racional a una educación sentimental y la idea de “españolizar” a nadie me causa una profunda incomodidad.

Pero creo que Wert ha sido tratado algo injustamente –le han llovido cataratas de críticas desde todos los ámbitos ideológicos- y me parece que Savater peca de reduccionista. Cuando oigo hablar de “educación racional” por oposición a “educación sentimental” –aparte, ya digo, de sentir un instintivo impulso de adhesión- me vienen a la cabeza constructos como el patriotismo constitucional habermasiano y otras figuras a través de las cuales los filósofos y pensadores han intentado humanizar a las bestias, dotar de una pátina de respetabilidad a conceptos que, en su  expresión práctica, se han demostrado parteros de tragedias.

La cuestión, me temo, no es la preferencia en abstracto entre una educación genuinamente para la ciudadanía –una educación, en efecto “racional”, encaminada a formar ciudadanos críticos, probables patriotas constitucionales (si eso quiere decir algo)- y una educación sentimental, encaminada a formar masas homogéneas y acríticas que, en ciertos idearios atienden por “pueblos”. La cuestión, enteramente práctica, es cómo afrontar la evidencia de que ese tipo de educación se está practicando, con resultados palpables, en ciertas regiones españolas.

Visto de otro modo, la pregunta es, en realidad, si la educación debe militar en la causa de la defensa del proyecto de una España moderna, cuya unidad se funde no en las viejas nociones –que no dejan de ser trasuntos de las que sustentan las antipatrias de los nacionalistas ibéricos- sino en la adhesión racional de una ciudadanía consciente. En el ideal, España merece existir y existir como es porque es todavía la mejor garantía, nuestro mejor medio, para construir una sociedad democrática avanzada, ese desiderátum que es pórtico de nuestra constitución (que todavía es normativa, como recordaba en una excelente conferencia esta misma semana Miguel Herrero).

A un ideal racional de patria corresponde una educación racional, sin duda.

La grave cuestión es –y de esto Savater conoce mucho- cómo contraponer ese discurso a la realidad de un discurso sentimentaloide triunfante. Algunos observadores ya han apuntado, agudamente, que la causa del neopatriotismo español (perdóneseme el palabro) –que no deja de ser, transmutada, la vieja causa de la tercera España- está huérfana de elementos sentimentales capaces de suscitar esa adhesión que hace número. Los símbolos patrios y el relato esencial que podrían sustentar esa adhesión sin pecar de inaceptable para quienes abogamos por un vínculo de otro cuño quedaron, en buena medida, amortizados por un uso faccioso. E incluso la actualización de ese relato, la épica de la transición, ha quedado desacreditada, inservible, en buena medida, de nuevo, por mal uso.

Da la sensación de que la desigualdad de armas es tal que una de las causas parece abocada al destino de la caballería polaca. En campo abierto, de una parte, discursos y relatos creados a propósito para excitar los sentimientos, apoyados en una simbología evidente y omnipresente que, además, se enraíza en la potentísima explotación del rechazo y del complejo –el ferviente deseo de no ser español, de ser algo mejor, algo más moderno, más elegante, menos casposo, diferente, no se sabe qué, pero diferente; poder ser, en suma, la “otra cosa”, la que sea a la que se refería Cánovas-. De otra parte, una pretensión de apelar a la razón, mediante la denuncia crítica del discurso sentimental, su reducción al absurdo por medios dialécticos y la propuesta de una alternativa, esta sí, racional. Sin himnos ni banderas –o con himnos y banderas, pero como significantes de otras cosas-, algo que no solo se puede sentir sino que, sobre todo, se puede explicar.

Comprendo a Wert. La tentación de intorducir un componente sentimental en la educación es fuerte. Tenemos a Habermas, pero nos embarga la sensación de que, en realidad, necesitamos al Capitán Trueno.

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