lunes, 15 de octubre de 2012

Federalismo como fraude

Vengo de pasar un par de días en Bélgica –entre Bruselas y Flandes (ya sabemos que Bruselas es Flandes, pero…)- y me desayuno hoy con la noticia de que los independentistas flamencos han ganado el ayuntamiento de Amberes, sempiternamente gobernado por los socialistas, por los socialistas también flamencos, se entiende, porque ya se sabe que, en Bélgica, los socialistas –como todos los demás partidos y como todo lo demás en general- son flamencos o valones, pero no belgas.

Ya he comentado alguna vez cómo Bélgica está aportando un nuevo concepto a la teoría del estado, submateria patologías: la desaparición por disolución. Y la técnica jurídico-formal es el federalismo. Hace unos días reflexionaba –me hacía eco de reflexiones ajenas, más bien, porque no decía nada original- que el federalismo es, por esencia, igualitarista y una técnica de unción, de agregación, de conformación de realidades unitarias a partir de fragmentos. Los estados federales se conformaron en un tiempo a partir de realidades inferiores para crear agregados más potentes, sobre bases inicialmente paccionadas. El vínculo federal, el vínculo jurídico entre territorios, en muchos casos, no solo no se ha erigido en obstáculo alguno para la conformación de identidades nacionales fortísimas vinculadas al conjunto sino al contrario –pocos casos hay más rotundamente ciertos que ese e pluribus unum que los Estados Unidos adoptaron como divisa; de los pluris estados surge el potente unum de una nación que se reconoce como única; en el caso alemán, la nación, claramente, preexistía a la organización que ahora le sirve de ropaje jurídico-político.

La técnica de la federación como herramienta de síntesis tiene su reverso tenebroso, en casos como el belga, en la federación como técnica de vaciamiento. La federación como potente disolvente de un cuerpo antes más o menos unido o mezclado. Los nacionalistas flamencos, especialmente, aplican desde hace muchos años una sutil (inciso: a veces, no tan sutil, como prueban las políticas lingüísticas que se aplican en aquel país, en las mismas narices de la Unión Europea) reducción de Bélgica a la irrelevancia más absoluta, al menos ad intra, procurando que ser belga no signifique nada o casi nada. Es probable que la independencia de Flandes –o la de Valonia- no se declare nunca; y es casi seguro que, razones sentimentales aparte, nunca será necesario. El flamenco o el valón podrán olvidar con toda tranquilidad que es belga. Una vez que se consiga cortar cualquier vínculo de solidaridad fiscal con la otra región, el proceso habrá concluido: los valones serán perfectos extranjeros en Flandes y viceversa.

Tengo la sensación de que esa y no otra es la aspiración de ciertos nacionalistas españoles. De los más inteligentes, al menos. En el País Vasco, por ejemplo, solo la potentísima realidad de la lengua común –y las costumbres comunes- permiten soslayar, a través de los vínculos afectivos que aún se mantienen, la evidencia de que, para un ciudadano vasco, su condición española le alivia ciertos gastos y en nada incide en su realidad diaria. Ésa es, ya digo, la aspiración del separatismo catalán más despierto (cuestión diferente, claro, es que los tontos, que  siempre exceden en número a los inteligentes, ya se encargarán de hacer descarrilar el proyecto, llegado el caso).

La gente más sensata sabe de sobra que no existe nada parecido a la “independencia” en el mundo contemporáneo. Es una palabra que emputece bastante las cosas sin aportar mucho en la práctica. La interdependencia es la regla, por más que la Asamblea de la ONU siga escenificando las viejas liturgias de las relaciones entre unos soberanos que ya no lo son tanto. O sí. No es que hayan dejado de existir soberanos, es que el propio concepto de soberanía ha experimentado un desplazamiento evidente.

La diferencia entre federalismo aglutinante y federalismo disolvente es la que media entre federalismo con lealtad y federalismo sin ella. El constitucionalismo alemán teorizó el cimiento de la unidad a través de la noción de “lealtad federal” (Bundestreue). Bundestreue es el vínculo que liga los entes federados a la realidad federal, que reconocen como superior a todos ellos, por integrar un interés común valioso. La federación deviene, entonces, algo más que un artificio jurídico-organizativo, deviene una realidad política sustantiva. Bélgica es hoy una cáscara y España, para algunos de sus componentes, va camino de ello; Alemania no lo es ni lo será. Los Länder son y deben ser leales a la federación y, por tanto, nunca podrán usar su autonomía para vaciarla.

Bélgica es el epítome de la federación como fraude. El ejemplo más acabado de una irrealidad política. Algunos dirán que así se “salva” el estado. La pregunta es qué es lo que se salva de sustantivo. El discurso de algunos sobre la transacción como mecanismo para permitir que Bélgica “siga existiendo” recuerda al de otros sobre lo que hay que hacer para que tal o cual región “se sienta cómoda” en la estructura estatal española. Afirmar que Bélgica existe, a este paso, terminará constituyendo un abuso del verbo existir. Ciertamente, Bélgica habrá encontrado su salvación, pero como espíritu puro, deviniendo un ente de razón.

Algunos preferiríamos una salvación menos escatológica.

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