sábado, 12 de noviembre de 2011

Tecnócratas

La encomienda a Mario Monti, en Italia, y a Lucas Papademos, en Grecia, de la tarea de conducir temporalmente los ejecutivos de sus respectivos países, en virtud de acuerdos excepcionales de los parlamentos nacionales ha sido saludada por los mercados, parece, pero también ha recibido ciertas críticas. Por una parte, se recupera para ellos el calificativo de “tecnócratas”. Y algunos medios, nacionales (El País, hoy mismo, en un editorial titulado “riesgos tecnocráticos”) y extranjeros (creo que el Financial Times) expresan reservas frente a este tipo de figuras. Por último, el propio Mariano Rajoy ha dicho, al parecer, que él prefiere, mejor, gobiernos “elegidos en las urnas”.

Dos son las cuestiones que, por lo que veo, suscitan estas soluciones de urgencia en forma de gobiernos anómalos dirigidos por personas “prestigiosas” –políticamente neutras y por eso mismo aceptables para todos los partidos en liza-: las que podríamos denominar “de legitimidad” y las de conveniencia. Creo que, en particular, al Financial Times le preocupaba más esto último.

Comenzando por lo primero, no creo que ni el señor Monti ni el señor Papademos puedan ser tachados de “ilegítimos”. No cabe duda de que su elección (o designación) trae causa de requerimientos externos y se produce en circunstancias particulares, pero nadie más que los representantes de sus respectivos pueblos los ha designado. No son dictadores a la romana, sino primeros ministros elegidos por las cámaras, que solo se diferencian de otros cualesquiera en que no son, al tiempo, los jefes parlamentarios de las mayorías de turno.

Grecia e Italia, conviene no olvidarlo, son, al igual que España –en versión republicana las primeras y versión monárquica la última- regímenes democráticos parlamentarios. A buen seguro, el Sr. Rajoy no ignora que ningún gobierno español de ningún nivel (como ningún gobierno italiano, griego, portugués, alemán, sueco, polaco…) sale de ninguna urna. Lo que sale de las urnas son, en todos los casos, miembros de los parlamentos. Son esos miembros de los parlamentos los que, después, elegirán a la persona o personas que hayan de ejercer los poderes ejecutivos. En España, como en muchos otros sitios, una persona será designada por el Congreso para dirigir el órgano ejecutivo principal, el Gobierno de la Nación –que, por cierto, será libre para conformar a su gusto-. Esa persona debe hacerse con una mayoría de votos, lo que, por lógica, hace que tenga más papeles el líder político del partido que obtiene más escaños.

Es verdad que, en el caso español, el sistema ha devenido un tanto ajeno a sus reglas teóricas. Los ciudadanos saben, de antemano, qué persona será designada por cada partido si llega el caso –y así ha hecho fortuna entre nosotros la figura del “candidato”- y, por tanto, de una manera mediata, al depositar su voto a favor del partido de turno, pretenden estar votando a fulano de tal, pese a que, muy a menudo, ello es incluso imposible, porque fulano de tal puede ser candidato por una circunscripción diferente a la suya (en nuestro caso, solo los madrileños pueden, en sentido estricto, votar las listas en las que figuran Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy). El sistema parece comportarse, por tanto, como presidencialista de facto.

Pero esta regla general conoce muchos contraejemplos en la propia España y, desde luego, nunca ha sido la regla en Italia, pongamos por caso, donde los electores han votado durante muchos años en la plena conciencia de que el presidente del consejo saldría después de acuerdos entre partidos absolutamente imprevisibles –bueno, en realidad, previsibles: lo que no parecía haber modo de evitar, se votara lo que se votara era que siempre surgieran los mismos ministros-. A título de ejemplo, el presidente Suárez presentó su dimisión en su día, siendo sustituido por una persona, el Sr. Calvo Sotelo, que no se postuló como “candidato” y, hoy mismo, si no me equivoco, preside la Generalitat Valenciana alguien que ha ganado la confianza de las Cortes regionales sin que, entiendo, los valencianos lo tuvieran como probable al votar el 22 de mayo pasado.

Lo que distingue a Papademos y Monti de los demás primeros ministros no es, por tanto, su legitimidad, que es plena en tanto venga respaldada por los oportunos refrendos constitucionales –es más, por sus especialísimas circunstancias, son “ultralegítimos” en cuanto los apoyan las cámaras en su práctica integridad- sino la anomalía que, en sí, deben ser los gobiernos de unidad nacional. Quizá a Rajoy se le hubiera entendido mejor si, cuando se refirió a gobiernos “salidos de las urnas” se hubiera referido a gobiernos “de alternancia”, es decir, gobiernos surgidos no de una mayoría ocasional sino de una mayoría natural.

Un gobierno de unidad nacional es, ciertamente, una anomalía, porque lo normal en democracia es la dialéctica mayoría-minoría o gobierno-oposición. Tan de esencia es este leal enfrentamiento que la mayor parte de los dictadores que en el mundo han sido han tendido a la formación de partidos únicos para evitar las inconvenientes “querellas entre partidos” que son… la médula de la democracia, claro. Pero existen circunstancias que pueden requerir, de modo continuo o puntual, suspensiones de esa regla general. Hay países muy proclives a ello, como puede ser la propia Alemania, a través de la figura de la Grossekoalition, cuya última edición se conoció, por cierto, hace apenas una legislatura y que se formó para afrontar una situación económica que, percibida como grave, poco tenía que ver con la española de hoy, y no digamos con la griega. Entre nosotros, tampoco son extrañas las llamadas a los “consensos” e incluso la conciencia de que deben existir áreas vedadas al enfrentamiento entre partidos o en las que estos enfrentamientos no pueden incidir en cuestiones básicas –idea, por cierto, que parece muy querida de los españoles, que sistemáticamente dicen añorar el “espíritu de consenso” de la transición y otros episodios de concordia nacional (siempre breves en un país tan cainita como el nuestro por cierto).

Hay, por tanto, razones sobradas, en Italia y en Grecia, para optar por la figura.

¿Es buena solución? Tanto el Financial Times como El País parecen coincidir en una cuestión: la monumental crisis que arrostran las dos democracias mediterráneas no es un problema meramente “técnico”. Requiere liderazgo político y en grandes dosis. Y yo les doy la razón. Por supuesto, nada impide pensar que Papademos o Monti vayan a revelarse como grandes líderes políticos, pero no nos engañemos, no es lo que se espera de ellos, ni lo que se les presume. Están ahí como ejecutores de planes, para lo que se les ha dotado de la superlegitimidad que comentaba, en el sobreentendido de que deberán, después, dejar paso a políticos de verdad (al efecto, al menos en Grecia, ya se barruntan nuevas elecciones).

En el caso griego, lamentablemente, parece que lo que se tiene es lo único que se ha podido alcanzar. La altura de miras de los partidos políticos no ha dado de sí suficiente para establecer, de veras, una gran coalición a la alemana, es decir, un gobierno sin más fecha de caducidad que la de la legislatura, con las manos libres. Se trata de una solución de mínimos con lo que, sí, el primer ministro se asemejará más a un interventor judicial que a un líder.

Hacen falta líderes políticos, sí. Pero la experiencia reciente muestra que, desde luego, sus fábricas naturales –los partidos políticos- andan algo cortas de existencias. Los tecnócratas, en algunos sitios, parten con la ventaja de las bajas expectativas y de que no es fácil hacerlo peor. Al fin y al cabo, empieza a cundir la especie de que no es tanto que un "tecnócrata" sea un técnico de perfil político bajo como que un "político de verdad" es, más bien, alguien que vive de la cosa pública sin que se le conozcan ni se le requieran mayores conocimientos de casi nada.

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