miércoles, 28 de diciembre de 2011

Perdón por las moléstias (sic)

En mi oficina tenemos un cuarto de baño que se estropea con alguna frecuencia. Hoy mismo, sin ir más lejos. Y cuando no se puede usar, alguien cuelga en la puerta el oportuno letrerito de “fuera de servicio”. El caso es que hoy, no sé si porque es día de los inocentes, al letrerito “fuera de servicio” se añade otro cartelillo con un “disculpen las moléstias” (sic). La molestia de tener que buscar otro baño, salvo urgencias perentorias, me resulta soportable; esa inoportuna tilde en la “e” sí me molesta. Lo que no sé es si soy el único.

Todos los años, la Fundación pro Real Academia Española felicita las pascuas con una preciosa tarjeta a cargo de don Antonio Mingote, que para eso es académico, y envía como obsequio, por lo general, algún facsímil de un documento histórico. Estas navidades, casualmente, la Fundación ha elegido una verdadera preciosidad: una copia del proemio ortográfico que abría el Diccionario de Autoridades, allá por 1726. Es decir, el primer conjunto de reglas de ortografía del español publicado por la Academia.

La última Ortografía académica, que es muy reciente, se abre con un recorrido por la historia de la normalización ortográfica del español y hace referencia, por supuesto, al propio Proemio como obra seminal. Es muy llamativo contrastar una y otro. Mientras que la vigente Ortografía es un obrón científico de primera magnitud, extensísimo y completamente razonado, el Proemio tiene apenas veinte páginas. Y, sin embargo, los académicos del XVIII pusieron algunas de las bases sobre las que todavía hoy se asienta nuestro modo de escribir. De entrada, y en el mismo párrafo inicial -las consabidas menciones gratulatorias a S.M. el Rey y demás iban en la portada-, dan cuenta de las reglas que, combinadas de modo variable, aún hoy informan nuestro sistema ortográfico: la de que se escribe como se pronuncia y, a veces, por aquello de que no todo el mundo pronuncia igual, hay que atender a la etimología o, simplemente, al uso, es decir, que las cosas se escriban como se vengan escribiendo.

Por otra parte, la razón por la que la Academia abordó entonces la normalización ortográfica fue eminentemente práctica. Para componer el Diccionario de Autoridades, que era su tarea principal en aquel tiempo, necesitaba encabezar y ordenar las entradas. E intentó hacerlo de modo coherente. Por supuesto, el Proemio no tuvo ninguna repercusión en su día, como tampoco lo tuvo obra académica alguna hasta la generalización de la educación y la imposición de las ortografías de la RAE como textos escolares. Poca gente recuerda ya que existió la denominada “ortografía chilena”, distinta de la española, que gozó de cierta difusión no solo en Chile, sino en otros países americanos (creo que contaba con el respaldo del mismísimo don Andrés Bello, venezolano de nacimiento pero chileno de adopción). Así que a punto estuvimos de no disponer de un código gráfico enteramente común. Nuestros vecinos portugueses pueden dar fe de lo que cuesta reconducir a unidad lo que ya se ha disgregado.

La ortografía es y ha sido siempre terreno propicio para el debate entre modernos y antiguos, entre apocalípticos e integrados. Ahí está, para la posteridad, el alegato antinormalizador de García Márquez en el I Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (1997). No es difícil convenir sobre su importancia, especialmente en el caso de una lengua que, como el español, está dispersa geográficamente y abarca numerosas variedades. Supongo que también será fácil, entre quienes tengan interés en la materia y tengan presentes referencias comparadas, estar de acuerdo en que el sistema es bastante coherente e incluso se podría calificar de “sencillo”; es verdad que puede haber ortografías más simples, pero es indudable que las hay mucho más complejas.

El desdén por la ortografía, e incluso la manía antiortográfica arrancan, más bien, supongo, del carácter inequívocamente reglado, normativo, obligatorio que reviste. La ortografía es normativa o no es, hasta el punto de que los “errores” se llaman “faltas”. Además, como todo lo que tiene que ver con la lengua escrita, su adquisición requiere un esfuerzo de aprendizaje formal, que tiene la puñetera característica de no terminar nunca. A leer se aprende y se aprende para siempre, pero nunca está uno libre del traicionero gazapo ortográfico, que salta donde menos se lo espera. La apreciación de su utilidad requiere, además, cierta reflexión porque no es cosa obvia a primera vista. Dado que, aparentemente, se escriba bien o mal, las cosas “se entienden” es fácil dejarse llevar por la impresión de que se trata de una cuestión meramente formal, estética. Para terminar de arreglarlo, aunque menos que en otros países, el dominio de las reglas ortográficas es prueba de educación, marca de clase, en suma, al menos para algunos. Es poco democrática (recuérdese que, en España, el calificativo “democrático” es predicable de todo).

La ortografía acumula, en suma, títulos para convertirse en todo un epítome de lo odioso, en el arquetipo de la regla inútil, molesta y discriminadora, candidata indiscutible al menosprecio en este país igualitarista en el peor sentido, afanoso de mediocridad. Si no estamos para cosas más enjundiosas, malamente vamos a pararnos en si se ponen o se quitan las tildes que, total, a quién carajo le importan, salvo a los académicos –que viven de eso- y cuatro pirados más. Así las cosas, cuando uno va por la calle, raro es toparse con un texto bien escrito. Quiero decir escrito a derechas, con perdón de la expresión, no ya más o menos elegante desde otros puntos de vista. Donde no dejan de cuadrar mayúsculas o minúsculas, faltan o sobran tildes, o la puntuación parece puesta adrede para confundir. Y no puede decirse tampoco que la cosa guarde la correlación esperable con el supuesto nivel cultural de los escribientes. Pero, ya digo, no es esto lo que me llama más la atención. Lo que verdaderamente me sorprende es que a casi nadie parezca importarle lo más mínimo.

Incluso aunque la ortografía fuera pura regla arbitraria, simple estética –que no lo es, aparte de que las cuestiones estéticas raramente son “simples”- su práctica sería recomendable por higiene mental. Es la más asequible de las disciplinas intelectuales que tienen una cierta capacidad de articular el discurso, de ahormar el espíritu al gusto por la forma.

Pero, en fin, para qué engañarnos, la principal y casi única “moléstia” de encontrarse el baño estropeado es que hay que ir a mear a otra parte.

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