sábado, 24 de diciembre de 2011

Madrid, la malquerida

Reconozco que soy de los que se sienten dolidos por lo que Alberto Ruiz Gallardón acaba de hacer. Por el desdén que muestra por la ciudad.

No puedo decir que me siento decepcionado, porque nunca deposité esperanzas en el personaje, así que no, “decepcionado” no es la palabra. Si, finalmente, doña Ana Botella se convierte en alcaldesa, tampoco podrá decirse que habrá sucedido nada anormal. Desde luego, no en el plano puramente jurídico-institucional, porque nada tiene de extraño que, cesante el alcalde, le sustituya el concejal que iba como número dos en la lista en la que fue elegido –paradójicamente, no el que luego venía fungiendo de “vicealcalde” (término éste muy gallardonil, que no sé si tiene equivalente en otros ayuntamientos)-, nada raro aquí, pues. Tampoco cabe llamarse a engaño: por más que el ahora ministro de Justicia dijera que no albergaba el más planes que los de servir a los madrileños, u otra cursilería por el estilo a las que es tan aficionado, no había cristiano en esta villa que no tuviera bien claro que, si alguien había ansioso por recibir la llamada de Mariano era él. Si quienes le votaron no vieron, es que no querían ver.

Al hasta hace poco alcalde de Madrid se le podrá acusar de muchas cosas, pero no de ocultar sus querencias. Y nunca ocultó, pues, que no quería ser alcalde de la ciudad. Ya no quería. Los motivos pueden ser variados. En parte, supongo, que el juguete está roto, en buena medida porque él se lo ha cargado. Las arcas municipales están vacías, exhaustas, y dan ya poco margen para el lucimiento, como podrá comprobar en breve la señora Botella. Puede ser también, claro, que el Sr. Ruiz Gallardón haya concebido siempre su papel como una estación de tránsito hacia otros destinos que él entiende más elevados. Igual le ocurrirá, supongo, con su nuevo rol como ministro. Solo verá colmadas sus ambiciones cuando ocupe la silla en la que ahora se asientan las posaderas de Mariano. Y entiéndaseme bien, las ambiciones de don Alberto me parecen muy legítimas, y comprendo perfectamente que un político de raza y en edad de merecer apunte a la más alta de las magistraturas que le sean accesibles. No es la ambición lo que molesta, sino la grosería y el menosprecio.

Alberto Ruiz Gallardón y el partido que lo sustenta han tratado la alcaldía de Madrid como caza menor. Como un asunto de política local. Y perdóneseme, igual respiro por la herida de nativo de esta pobre ciudad, pero discrepo. Discrepo radicalmente.

Madrid no es una ciudad como otra cualquiera. En primer lugar, por simples dimensiones. En su término viven más de tres millones de personas, y en su área de influencia más inmediata, casi seis. Hablamos de la tercera urbe de Europa occidental y, desde luego, la más importante, por múltiples criterios, en el sur del continente. Pero es que, además, es la capital de España, lo cual, además de concederle una preeminencia institucional y simbólica, la convierte en patrimonio y asunto de todos los españoles.

Uno de los resultados más paradójicos de la implantación del estado de las autonomías ha sido, sin duda, el asentamiento de Madrid como capital. Algunos –más que nada, con pesar- añaden los calificativos “total” y “definitiva”: Madrid como capital total, Madrid como París de España. No creo yo que Madrid se haya convertido en un París, pero sí ha alcanzado un estatus que no tenía. Y no creo que se trate de una realidad impuesta, sino de una realidad deseada o, al menos, consentida por muchos. Los españoles parecen haberse acostumbrado a que su país tenga capital y diríase que, salvo a algunos (a muchos de los cuales lo que les fastidia, en realidad, no es que exista la capital sino el país mismo), no les molesta. Antes al contrario.

Es verdad que esta realidad urbanística, demográfica, financiera y política carece de una traducción institucional suficiente como acertadamente, creo, ha denunciado el propio Ruiz Gallardón. El aparato administrativo de Madrid no debería ser igual al del resto de municipios, ni siquiera al de otras grandes ciudades. Debería existir, probablemente, un sistema de gobierno especial para Madrid y Barcelona. Pero en tanto eso no exista, es decir, en tanto el alcalde de Madrid siga siendo, sobre el papel, igual que cualquier otro, esa circunstancia no borra la enorme diferencia práctica ni, creo, debe convertir en caza menor la alcaldía.

¿Sería mucho pedir que los partidos políticos postularan como alcaldes de Madrid a personas que quisieran serlo? ¿Acaso no hay personas que, vean o no colmadas sus ambiciones personales, aprecien la relevancia del cargo? Creo que la ciudad se lo merece. Al menos, merece que la respeten.

Váyase don Alberto en buena hora y tenga suerte en sus altos destinos. Me gustaría saber si quien va a administrar la ruina que él ha dejado –castigada desde ya con montones de prejuicios, confiemos en que maliciosos e inmerecidos-, al menos, se siente honrada por ello. ¿Quiere, de veras, ser alcaldesa, o solo le ha tocado? Se verá pronto. Al cabo, Madrid seguirá bullendo, en espera de un alcalde que tenga la humildad de no querer reinventarla. Un alcalde que no ponga todo su empeño en parecer otra cosa; un alcalde que no quiera disimular que lo es, que no invente un neolenguaje administrativo para que los concejales se asimilen, siquiera en el nombre, a ministros; un alcalde que no se avergüence de usar los símbolos de u dignidad; un alcalde que sepa que las casas consistoriales, como la Casa de la Villa, aun avejentadas y poco confortables, merecen un respeto reverencial por lo que representaron y representan; un alcalde que no cambie el nombre de la villa por un logotipo, apeándola de la mayúscula... Un alcalde, en fin, al que, al menos, le guste su ciudad.

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