La Constitución española cumple hoy treinta y tres años, si tomamos como referencia la fecha de su refrendo popular. La devaluación de los calificativos que se sigue de su sobo permanente por nuestros políticos y demás fauna aficionada al verbo hueco hace que algunas afirmaciones tales como la de que ese texto es la garantía de nuestras libertades, o, por el mero hecho de ser, la mejor constitución que nos hemos dado jamás suenen vacuas. Pero son ciertas. Tan ciertas como que bastarían unas horas en las que la vigencia del texto del 78 estuviera suspendida para que cobráramos plena conciencia de ello.
No se trata de un prodigio técnico y, desde luego, es hija de lo posible. Y también, por qué no decirlo, de una cierta improvisación. Dos modificaciones en tantos años son muy pocas, y contrastan vivamente con los cambios que, de cuando en cuando, sufren las normas fundamentales de los países vecinos. Sin ir más lejos, la constitución portuguesa, prácticamente contemporánea de la nuestra, ha conocido no menos de siete revisiones, que la han traído desde el ambiente post-revolución de los claveles a la realidad del Portugal de hoy. La Constitución –tanto la Constitución formal como el bloque de la constitucionalidad, es decir, las leyes básicas que la desarrollan- debería experimentar un importante aggiornamento.
El estado de Derecho en España funciona, pero muestra deficiencias a las que no tenemos por qué acostumbrarnos ni hay por qué asumir como si fueran actos de Dios. Los padres de la Constitución no eran infalibles y, simplemente, ni tan siquiera podían prever cómo iba a discurrir el devenir de esa democracia neonata de la que nada se sabía. Hoy sí sabemos cosas. Sabemos lo que funciona y lo que funciona peor. Y deberíamos hacer por arreglarlo.
Existen instituciones, como el Senado, que son perfectamente inútiles en su configuración actual. Y, por supuesto, que puedan ser útiles en alguna otra debería tomarse más como una pregunta que como una hipótesis: bien puede ser que lo mejor sea suprimirlas, porque tampoco se trata de elementos necesarios de la arquitectura orgánica. Hay pruebas constantes de lo grave que es la injerencia política en el ámbito del poder judicial, incluyendo –con abuso de lenguaje- al Tribunal Constitucional en ese saco, y serían necesarias reformas en este sentido. O, en fin, una vez más, unas elecciones, en este caso generales, han puesto de manifiesto una realidad que es percibida como injusta por la mayoría, cual es la de la insuficiente proporcionalidad del sistema. Es probable que la realidad política española tampoco aconseje una proporcionalidad rabiosa. Si se me pregunta, diré que no soy partidario de disolver el problema de los nacionalismos periféricos en el mar proceloso de los grandes números –que, a veces, parece de lo que se trata-, pero sí creo que debe darse un cauce para que los “terceros nacionales en discordia” obtengan una representación no ya decente, sino simplemente acorde con el apoyo popular del que disfrutan.
Son solo ejemplos. Y, ya digo, es posible que algunos de los objetivos pudieran cubrirse sin abordar ni tan siquiera reformas de la Constitución formal, sino que podría ser bastante con tocar otras piezas del entramado que crea la constitución en sentido material; pero creo que sería mejor abordar la reforma en la sede adecuada y con el rango que corresponde.
Resulta un tanto ingenuo, no obstante, hablar de posibles reformas de la Constitución y omitir las referencias a los dos grandes asuntos que, siendo verdaderos pilares de la construcción de nuestro estado, tienen más capacidad de crear cesuras sociales, de dividir. Quizá, claro, son en sí mismos la explicación de por qué nadie se atreve a abordar ni tan siquiera las modificaciones menores. Me refiero a la organización territorial y, secundariamente, a la cuestión de la monarquía.
En cuanto a lo primero, son numerosas y autorizadas las voces que afirman que la realidad constitucional, la constitución material, ha desbordado con mucho la intención del constituyente e, incluso, que se halla en pugna con la Constitución formal. Es, en efecto, cuestionable que España sea hoy, de veras, un estado unitario organizado a través de comunidades autónomas. Se trata, más bien, de un estado funcionalmente federal. En sí, no es malo que la realidad evolucione, incluso que lo haga por vías imprevistas –más aún, cuando los textos se fosilizan, no cabe otra fórmula de avance que por vía de hecho- pero hay que asumir que, más pronto que tarde, la reforma se hará necesaria porque no será ya que el texto original esté amparando una realidad diferente a la inicialmente prevista, sino que habrá perdido vigencia. Si no adaptamos la Constitución a la realidad del país –lo que, por cierto, también puede consistir en adaptar la realidad del país a la Constitución- nos arriesgamos a que esta quede hueca.
Es posible, claro, que un debate neoconstituyente en materia territorial derive en un debate básico sobre la cuestión de la unidad de España. Pero soy de la opinión, en primer lugar, de que no abordar una polémica no la resuelve ni siempre es posible la conllevancia orteguiana –si es que alguna vez lo fue- y, en segunda instancia, de que los que creemos en la conveniencia de que nuestro país permanezca unido y en que aún existen lazos de afecto en todas las regiones españolas que permiten sustentar una organización jurídico-política unitaria no como mero artificio sino como expresión de una nación, compleja (como casi todas, excepto algún enclave caribeño, quizá) pero única, iríamos mucho mejor servidos en un debate con las cartas boca arriba. Fuera de campo abierto, toda la iniciativa la lleva “el otro bando”, de eso no cabe la menor duda.
La segunda de las grandes cuestiones, el “monarquía sí, monarquía no” es la cuestión soterrada, la no-cuestión por excelencia. La pregunta que, por nunca formulada, jamás fue respondida. Desconozco qué piensa, en realidad, el personal sobre este tema, y supongo que no se trata exactamente de si el Rey es popular –que lo es, parece- o no. Quizá en la real casa deberían empezar a pensar si no es conveniente afrontar el riesgo, que bien puede consistir en lograr sobrevivir a una reforma constitucional profunda sin que el tema se ponga tan siquiera en cuestión, logrando renovar una legitimidad de origen ahora que se empiezan a ver las orejas al lobo de una erosión en la legitimidad de ejercicio.
Y, en fin, una última cuestión. Sería harto deseable que en los colegios españoles se leyera y estudiara la Constitución, cosa que no sé si se hace, pero creo que no. Un artículo por día cubre el curso entero –algunos pueden leerse del tirón y otros bien merecen una semana, eso sí-. Quizá incluso más interesante que la propia lectura sería que alguien enseñara a los escolares cómo se lee la Constitución. Existen dos constituciones en el mismo texto: la constitución dogmática y la constitución orgánica. La de los valores, los derechos y las obligaciones y la que define la arquitectura institucional del Estado. Pues bien, no están en un mismo nivel. La constitución no es plana. La constitución orgánica es para la otra.
En suma porque somos una nación libre y soberana y porque creemos en la libertad, la igualdad y la justicia (para nosotros y para todos los demás pueblos del mundo) hemos creado un Estado que debe imperativamente garantizar (es para) a los españoles y a los extranjeros sus derechos su dignidad, su libertad, la igualdad y sus derechos a la vida, a la libertad de conciencia y de expresión, a la intimidad personal y familiar, a reunirse, asociarse, participar en los procesos políticos, formar familias, etc. y todo ello conforme a un orden social justo.
El Estado y sus poderes son para los ciudadanos, y no al revés. Allí donde es al contrario, el estado existe, pero la constitución no. Ese estado será ilegítimo.
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