viernes, 23 de diciembre de 2011

El Gobierno como mensaje

El primer gobierno Rajoy, como conjunto, llama la atención por dos cosas: la edad promedio y la preparación, en líneas generales, de sus integrantes. El gabinete tiene, en media, algo más de cincuenta y cinco, y casi todos los ministros tienen, amén de formación técnica, cumplida experiencia política, incluso en ese mismo rol.

El contraste con los ejecutivos de Zapatero no puede ser más marcado, y creo que para bien. Es verdad que se puede pecar de injusticia al extender a todos los ministros de la última etapa socialista esa tacha de inanidad e incompetencia que parece haber sido marca de la casa. En los gobiernos de Zapatero hubo de todo, incluidos ministros muy experimentados y muy bien formados –cuestión distinta es que fueran exitosos en su desempeño-. Pero, al cabo, no cabe duda de que, vistos como colectivos, ni preparación ni experiencia sobresalían. Vistos retrospectivamente estos algo más de siete años, cuesta decir que, en sus decisiones, el anterior presidente se guiara fundamentalmente por criterios de competencia previsible del elegido. Mérito y capacidad cedían ante otras consideraciones. Si Zapatero fue un político gestual, un político poco amigo de los discursos estructurados y sí de los mensajes en imágenes, es indudable que sus nombramientos ministeriales resultaron ser momentos álgidos en esa forma de hacer política. La formación de gobiernos como herramienta ideológico-propagandística.

No es buena forma de abordar la cuestión, a mi juicio. Naturalmente que la elección de ministros –la decisión fundamental del presidente del Gobierno- es un acto político en el más amplio sentido de la palabra y, por tanto, al optar, el presidente expresa muchas cosas. Pero la sustancia no puede verse completamente preterida por la forma. Con independencia de las sutilezas y los mensajes que se desee transmitir al formar un ejecutivo, el primer deber que incumbe al presidente es el de formar un consejo de gente competente.

No está mal, de entrada, poner un cierto freno a la progresiva conversión del sistema en una paidocracia. Si los poco más de cincuenta y cinco años que, en media, tienen los nuevos ministros nos parecen muchos, es solo porque estamos mal acostumbrados. La reprochable tendencia al adanismo de Zapatero y de muchos de sus ministros tenía en buena parte que ver, a buen seguro, con su falta de experiencia lo que, a su vez, obedece a una pobre trayectoria personal. Ciertamente, esa pobre trayectoria no se debe solo, a su vez, al haber llegado a cargos muy importantes a edades demasiado tempranas, pero sí que se puede convenir en que acumular vivencias suele requerir tiempo. Se puede ser muy brillante, descollar desde muy joven y gozar de una innata sensatez y es posible, por tanto, que haya excelentes ministros que apenas hayan tenido tiempo para concluir su educación formal, pero incluso estos puede que mejoren con el tiempo.

La cuestión de la experiencia remite también a otra consideración: el malbaratamiento del papel de ministro que implica el otorgar esa condición a personas carentes de mérito relevante alguno o de cualquier especial preparación. Es posible que haya quien interprete que el que “cualquiera” pueda ser ministro debe ser tomado como un triunfo de nuestra democracia. Es verdad que se podrá estar de acuerdo o no en función del valor que le demos a ese “cualquiera” pero si “cualquiera” quiere decir “sin especiales condiciones” no solo no cabe alegrarse de ello, sino que es más bien una desgracia. Ser miembro del Gobierno de España es, o debe ser, un inmenso orgullo y, en el caso particular de los políticos profesionales, la culminación de un cursus honorem que, en buena lógica, debería comenzar en puestos de menor responsabilidad representativa y gerencial –el propio Mariano Rajoy, por cierto, es un buen ejemplo de ello-. La dignidad del ministro estriba, precisamente, en que los ciudadanos percibamos a las claras que no es algo que esté al alcance de cualquiera.

Siempre se ha dicho que sería deseable que, como sucede en otros países, personas relevantes en todos los órdenes, estuvieran disponibles cuando son llamados para desempeñar una labor pública. Es verdad que esos llamamientos no se producen, en buena medida, porque la clase política profesional tiene cohortes tan numerosas que copan los puestos sin necesidad de aportes del mundo real; y es verdad también que las retribuciones que puede pagar la Administración son escasas por contraste con las que ofrece el sector privado. Pero no es menos cierto que pocas personas que, en otras condiciones, podrían sentirse honradas por poder entrar en la nómina de ministros se sentirán mucho menos estimuladas si esa nómina está trufada de nombres irrelevantes, de personajes de opereta cuyo único mérito fue estar en el sitio adecuado a la hora adecuada para servir de guiño demagógico.

El desempeño dirá si Rajoy acertó en la elección. Al menos, sí parece haber intentado acertar en el mensaje.

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