viernes, 28 de diciembre de 2012

Filosofía (mínima) de las convenciones contables

Es una reflexión banal, desde luego, pero nunca deja de sorprenderme el aire de barrera real, casi física, que reviste un cierre de año. Al fin y al cabo, algo meramente convencional. A esa convención que es el calendario –el año astronómico tiene, sí, algo más de 365 días, pero no deja de ser un acuerdo eso de designar un “primero” y un “último”- se superpone esa otra convención potentísima que son las reglas de la contabilidad.

Se dice que la contabilidad refleja la realidad económica. Año a año, conforme a las reglas contables, se miden el patrimonio, los resultados y las demás magnitudes financieras. Es más, las normas jurídicas que disciplina la contabilidad dicen algo así como que ésta deberá arrojar la “imagen fiel” de todas esas cosas. Pero lo cierto es que los instrumentos contables no miden la realidad sino que la crean. En efecto, ¿dónde reside, si no, esa realidad mensurable ajena a las propias cuentas? ¿Hay, de veras, otro beneficio distinto del que se desprende de los libros? Cuando se discute sobre cuentas, se discute sobre si las convenciones contables han sido bien o mal aplicadas, no sobre si se ha acertado, o no, al mensurar realidades. Las más de las veces, cuando decimos que una determinada magnitud está “mal” contabilizada, la comparamos… con otra magnitud “bien” contabilizada.

Es verdad que existe una realidad física, extracontable, la realidad del inventario. Pero esa realidad es, como tal, inaprehensible. Ha de ser tamizada por las convenciones para devenir, si se me permite, realidad “real”, realidad contable. Unas cajas en un almacén son eso, unas cajas en un almacén. Solo una vez mensuradas, desmaterializadas y pasadas por las convenciones devienen “existencias”, una magnitud contable con carta de naturaleza. Antes, solo son realidad bruta, precontable, inexistente.

Nuestra vida es un continuo que la contabilidad parcela en ciclos, que nos terminan pareciendo tan naturales como las estaciones. Los ejercicios. El ejercicio contable y las operaciones que han de hacerse a su inicio y a su fin –las que, en suma, terminarán componiendo el resultado del año- son la máxima expresión de la convención. La actividad empresarial, por lo común, se desarrolla de modo indefinido en el tiempo. Su resultado solo sería mensurable, en principio, por diferencia entre lo que se puso y lo que se obtenga. Pero las necesidades humanas y las mentalidades no se avienen fácilmente con semejante estado de cosas. Hemos de adaptar las empresas sin límite temporal a nuestra propia finitud. Por eso, año a año se hace una especie de fin del mundo a cuenta.
Pero la potencia de la convención es tal que es como si el mundo acabara de veras, como si entre el 31 de diciembre y el 1 de enero no mediara esa nada que media –no media nada, no hay cesura- sino una barrera invisible. El 1 de enero no está en otro año; está, desde este lado, en otra dimensión, la ultratumba de lo no contabilizado, de los objetivos que aún no han empezado a aplicarse, de los presupuestos aún posibles.

El año que viene es irreal porque aún no tiene diario. Es ya año. Pero aún no es ejercicio. También el tiempo ha de ser tamizado por las convenciones contables. No sabemos pensar de otro modo, creo.

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