domingo, 11 de enero de 2015

MISMOS DERECHOS, MISMAS RESPONSABILIDADES

El salvaje atentado contra la redacción de Charlie Hebdo en París que, una vez más, no han perpetrado criminales venidos a propósito de países lejanos, sino por nacionales de un país europeo –franceses por más señas-, personas que, aunque profesen la religión musulmana, llevan muchos años viviendo entre nosotros, actualiza el que, sin duda, es el gran debate de nuestro tiempo, a poco que se tenga un mínimo de perspectiva: el de los límites de la tolerancia.

Europa, por sus limitaciones demográficas, vive un dilema, similar al que, a otra escala mucho más dramática, vive Israel: está condenada a abrirse al mundo, a recibir al otro y debe saber hacerlo preservando el que considera su patrimonio más valioso, que no es otro que eso que, por abreviar, llamamos “derechos humanos” y, más bien, es lo que en Occidente hemos acuñado como modelo de convivencia. ¿Es eso posible? ¿Qué grado de diversidad cultural podemos aceptar para que el problema tenga solución? ¿Es cabalmente posible soñar con una Europa étnicamente distinta de la que hoy conocemos pero culturalmente idéntica o, al menos, muy semejante a esta?

La cuestión no puede resolverse con unos cuantos giros retóricos ni manifestaciones de condena de una islamofobia absurda y reactiva –que no sobran, pero no dan respuesta-; tampoco cabe despachar el tema afirmando simplemente, como hacía unos días Fernando Vallespín en El País (supongo que por falta de espacio para desarrollar la tesis), que Huntington estaba errado. Al menos, a Huntington hay que concederle parte de razón en algo: la bondad del modelo Occidental dista de ser autoevidente. Hay otros autores muy cabales que dicen que, para empezar, habría que abstenerse de intentar exportarlo, por lo menos en su integridad. Todo lo más, se puede intentar exponerlo y que el intento de emulación, en todo caso, haga el resto. Una cosa sí resulta bastante clara: en el seno del modelo Occidental anida un sistema económico –fundamentado en última instancia en un progreso científico que es inescindible de un cierto clima intelectual- exitoso sin rival en cuanto a la provisión de bienestar material. Eso se acepta en otras latitudes y, en lo posible, se imita. De ahí a aceptar todo lo que, en rigor, el modelo lleva consigo –o eso queremos entender nosotros-, media un trecho y abundan los ejemplos.

La cuestión no es tanto de puertas hacia fuera como de puertas hacia dentro. Aceptar la diversidad de puntos de vista en el mundo puede ser algo sobre lo que no nos quede más remedio. La cuestión es cuál es el nivel de tolerancia que hemos de aplicar en nuestra propia casa o cómo de militantes hemos de ser en la defensa de nuestro propio sistema de valores. Resulta bastante patente que existe una diferencia sustancial entre que un terrorista venido de países en conflicto se desplace al corazón de Europa para cometer un atentado y que ese mismo atentado se cometa por una persona criada y, es un decir, educada en ese mismo corazón de Europa. En el segundo de los casos –precisamente, el supuesto del crimen de Charlie Hebdo- a la tragedia se suma la evidencia de un fracaso: el asesino mata en nombre de unas de terminadas creencias pero, en el segundo supuesto, dispara, además, contra conciudadanos y contra un sistema de valores que, desde luego, o jamás llegó a asumir como propio o, con anterioridad a ese acto, debió rechazar como absolutamente ajeno. Como se ha dicho estos días, frente a la idiocia de las Marine Le Pen de turno, se alza una incómoda verdad: Occidente exporta más terroristas de los que importa; “cerrar las fronteras”, como respuesta, se antoja una estupidez supina.

Resulta ingenuo pretender que nuestros sistemas no están ideológicamente cargados o que son “neutrales” desde el punto de vista de los valores. Dicho de otro modo, que son capaces de acoger sin tensiones cualquier sistema particular y privado de creencias. Sencillamente no es así. Pudimos llegar a creerlo cuando, en el seno de nuestras sociedades homogéneas, el sistema gozaba de tal consenso que pudo devenir neutral no porque lo fuera, sino porque estaba fuera de discusión. Eso, si alguna vez fue cierto, ya no lo es. Asumido que nuestro sistema es uno de los posibles se debe, en primer lugar, constatar que parece, a la mayoría, superior a los demás y digno, por tanto, de ser preservado. A fin de cuentas, como exponía brillantemente (aquí) hace unos días Ilya U. Topper –en una tesis no exenta de polémica-, si la situación pone de manifiesto un fracaso no es el del sistema de integración europeo en general, sino el de las aproximaciones denominadas multiculturalistas.

El “multiculturalismo”, el buenismo del “cada uno a su manera”, es una de las ideas más peligrosas salidas del inagotable almacén de imbecilidad del 68. Y, desde luego, si algo no es, es una ideología progresista e integradora. El multiculturalismo consiste, precisamente, en acoger sin integrar, en sumar sin mezclar, simplemente en adosar. Supone la renuncia, respecto al ciudadano de nuevo cuño, a aquello que pareció evidente para el ciudadano de primera hornada: la transacción por la cual el ciudadano, para devenir tal, aceptaba un mínimo de moral pública compartida y unos compromisos elementales. A cambio, por supuesto, devenía ciudadano con todas las consecuencias y disfrutaba en plenitud del haz de derechos asociado a esa condición. Este, en síntesis, es el pacto que dio lugar al melting pot americano, exitoso, de nuevo, hasta que todo el arsenal ideológico del 68 empezó a socavarlo. Resulta enormemente paradójico que sea Francia la nación que hoy ejemplifica el multiculturalismo y su fracaso; Francia, la república que se construyó haciendo tabla rasa de las diferencias, condenando –a veces exageradamente- al ámbito estricto de lo privado todo aquello que distinguía a unos ciudadanos de otros, de forma que en el espacio público solo hubiera una cosa: franceses. El multiculturalismo fracasa porque con él viaja el engaño. Se te propone ser francés a tu manera y lo que resulta es que no eres francés en absoluto. Esto lo comparte con otras éticas indoloras de los derechos. A fin de cuentas, el multiculturalismo no deja de ser una traslación a un ámbito particular del rechazo de la ética de las responsabilidades y es tramposo por las mismas razones.

Por seguir con las paradojas solo aparentes, hay muchos más musulmanes en las filas de la policía francesa que, desde luego, franceses apuntados a la yihad. Imagino que habrá quien les considere malos musulmanes. Habrá quien les diga que tienen que optar. Y optan. Optan por ser franceses, primero, y cualquier otra cosa después –exactamente igual que el resto de sus conciudadanos, profesen la religión que profesen-. La tensión, si es que existe, puede resolverse y de hecho se resuelve en las vidas diarias de millones de ciudadanos europeos –minoría, sí, pero minoría que se cuenta por millones-. No son distintos. No hay que tratarlos como distintos porque, además, no vinieron aquí para eso. Al tratarlos como distintos, probablemente, no solo no les estamos haciendo fácil la vida sino que les estamos decepcionando profundamente.

Si se trata de credos, igual cuando se apaguen los ecos del instintivo “je suis Charlie” sería hora de volver a recitar el credo básico: creemos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que la raza, la religión, la lengua, el sexo o la orientación sexual, quiénes fueran tus padres o dónde nacieran, dónde naciste tú y un largo etcétera de características son meros accidentes que ni quitan ni ponen nada a la condición ciudadana. Mismos derechos, mismas responsabilidades.

 

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