Europa, por sus limitaciones demográficas,
vive un dilema, similar al que, a otra escala mucho más dramática, vive Israel:
está condenada a abrirse al mundo, a recibir al otro y debe saber hacerlo
preservando el que considera su patrimonio más valioso, que no es otro que eso
que, por abreviar, llamamos “derechos humanos” y, más bien, es lo que en
Occidente hemos acuñado como modelo de convivencia. ¿Es eso posible? ¿Qué grado
de diversidad cultural podemos aceptar para que el problema tenga solución? ¿Es
cabalmente posible soñar con una Europa étnicamente distinta de la que hoy
conocemos pero culturalmente idéntica o, al menos, muy semejante a esta?
La cuestión no puede resolverse con unos
cuantos giros retóricos ni manifestaciones de condena de una islamofobia
absurda y reactiva –que no sobran, pero no dan respuesta-; tampoco cabe
despachar el tema afirmando simplemente, como hacía unos días Fernando
Vallespín en El País (supongo que por falta de espacio para desarrollar la
tesis), que Huntington estaba errado. Al menos, a Huntington hay que concederle
parte de razón en algo: la bondad del modelo Occidental dista de ser
autoevidente. Hay otros autores muy cabales que dicen que, para empezar, habría
que abstenerse de intentar exportarlo, por lo menos en su integridad. Todo lo
más, se puede intentar exponerlo y que el intento de emulación, en todo caso,
haga el resto. Una cosa sí resulta bastante clara: en el seno del modelo
Occidental anida un sistema económico –fundamentado en última instancia en un
progreso científico que es inescindible de un cierto clima intelectual- exitoso
sin rival en cuanto a la provisión de bienestar material. Eso se acepta en
otras latitudes y, en lo posible, se imita. De ahí a aceptar todo lo que, en
rigor, el modelo lleva consigo –o eso queremos entender nosotros-, media un
trecho y abundan los ejemplos.
La cuestión no es tanto de puertas hacia fuera
como de puertas hacia dentro. Aceptar la diversidad de puntos de vista en el
mundo puede ser algo sobre lo que no nos quede más remedio. La cuestión es cuál
es el nivel de tolerancia que hemos de aplicar en nuestra propia casa o cómo de
militantes hemos de ser en la defensa de nuestro propio sistema de valores.
Resulta bastante patente que existe una diferencia sustancial entre que un
terrorista venido de países en conflicto se desplace al corazón de Europa para
cometer un atentado y que ese mismo atentado se cometa por una persona criada
y, es un decir, educada en ese mismo corazón de Europa. En el segundo de los
casos –precisamente, el supuesto del crimen de Charlie Hebdo- a la tragedia se
suma la evidencia de un fracaso: el asesino mata en nombre de unas de
terminadas creencias pero, en el segundo supuesto, dispara, además, contra
conciudadanos y contra un sistema de valores que, desde luego, o jamás llegó a
asumir como propio o, con anterioridad a ese acto, debió rechazar como
absolutamente ajeno. Como se ha dicho estos días, frente a la idiocia de las
Marine Le Pen de turno, se alza una incómoda verdad: Occidente exporta más terroristas
de los que importa; “cerrar las fronteras”, como respuesta, se antoja una
estupidez supina.
Resulta ingenuo pretender que nuestros
sistemas no están ideológicamente cargados o que son “neutrales” desde el punto
de vista de los valores. Dicho de otro modo, que son capaces de acoger sin
tensiones cualquier sistema particular y privado de creencias. Sencillamente no
es así. Pudimos llegar a creerlo cuando, en el seno de nuestras sociedades
homogéneas, el sistema gozaba de tal consenso que pudo devenir neutral no
porque lo fuera, sino porque estaba fuera de discusión. Eso, si alguna vez fue
cierto, ya no lo es. Asumido que nuestro sistema es uno de los posibles se
debe, en primer lugar, constatar que parece, a la mayoría, superior a los demás
y digno, por tanto, de ser preservado. A fin de cuentas, como exponía
brillantemente (aquí)
hace unos días Ilya U. Topper –en una tesis no exenta de polémica-, si la situación
pone de manifiesto un fracaso no es el del sistema de integración europeo en
general, sino el de las aproximaciones denominadas multiculturalistas.
El “multiculturalismo”, el buenismo del “cada
uno a su manera”, es una de las ideas más peligrosas salidas del inagotable almacén
de imbecilidad del 68. Y, desde luego, si algo no es, es una ideología
progresista e integradora. El multiculturalismo consiste, precisamente, en
acoger sin integrar, en sumar sin mezclar, simplemente en adosar. Supone la
renuncia, respecto al ciudadano de nuevo cuño, a aquello que pareció evidente
para el ciudadano de primera hornada: la transacción por la cual el ciudadano,
para devenir tal, aceptaba un mínimo de moral pública compartida y unos
compromisos elementales. A cambio, por supuesto, devenía ciudadano con todas
las consecuencias y disfrutaba en plenitud del haz de derechos asociado a esa
condición. Este, en síntesis, es el pacto que dio lugar al melting pot
americano, exitoso, de nuevo, hasta que todo el arsenal ideológico del 68
empezó a socavarlo. Resulta enormemente paradójico que sea Francia la nación
que hoy ejemplifica el multiculturalismo y su fracaso; Francia, la república
que se construyó haciendo tabla rasa de las diferencias, condenando –a veces
exageradamente- al ámbito estricto de lo privado todo aquello que distinguía a
unos ciudadanos de otros, de forma que en el espacio público solo hubiera una
cosa: franceses. El multiculturalismo fracasa porque con él
viaja el engaño. Se te propone ser francés a tu manera y lo que resulta es que
no eres francés en absoluto. Esto lo comparte con otras éticas indoloras de los
derechos. A fin de cuentas, el multiculturalismo no deja de ser una traslación
a un ámbito particular del rechazo de la ética de las responsabilidades y es
tramposo por las mismas razones.
Por seguir con las paradojas solo aparentes, hay
muchos más musulmanes en las filas de la policía francesa que, desde luego,
franceses apuntados a la yihad. Imagino que habrá quien les considere malos
musulmanes. Habrá quien les diga que tienen que optar. Y optan. Optan por ser
franceses, primero, y cualquier otra cosa después –exactamente igual que el
resto de sus conciudadanos, profesen la religión que profesen-. La tensión, si
es que existe, puede resolverse y de hecho se resuelve en las vidas diarias de
millones de ciudadanos europeos –minoría, sí, pero minoría que se cuenta por
millones-. No son distintos. No hay que tratarlos como distintos porque, además,
no vinieron aquí para eso. Al tratarlos como distintos, probablemente, no solo
no les estamos haciendo fácil la vida sino que les estamos decepcionando
profundamente.
Si se trata de credos, igual cuando se apaguen
los ecos del instintivo “je suis Charlie” sería hora de volver a recitar el
credo básico: creemos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que
la raza, la religión, la lengua, el sexo o la orientación sexual, quiénes
fueran tus padres o dónde nacieran, dónde naciste tú y un largo etcétera de
características son meros accidentes que ni quitan ni ponen nada a la condición
ciudadana. Mismos derechos, mismas responsabilidades.
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