Curioso panorama el de Italia. Como no hay un
claro vencedor, el resultado puede ser la ingobernabilidad, o bien lo que
parece ser el peor de los mundos, vaya usted a saber por qué: nuevas
elecciones. Digo curioso porque en la II República parece ser la mayor de las
desgracias lo que en la I era el pan nuestro de cada día. Entre 1946 y primeros
de los noventa, Italia nunca conoció algo parecido a lo que en el resto del
mundo se entendía por mayoría, había elecciones cada poco y no eran infrecuentes
coaliciones pluripartitas de cuatro, cinco o más partidos. Los teóricos
acuñaron para Italia el término “democracia consociativa”, por oposición a “democracia
de alternancia”, que era la democracia a secas en el resto del mundo. El
vocablo venía a significar que en Italia gobernaban todos con todos o, dicho de
otro modo, que siempre gobernaban los mismos.
Ya digo que no se percibía como una tragedia.
Era algo característico de Italia, tan particular como el menguadísimo valor de
su moneda. Se pagaban veinticinco o treinta mil liras por una cerveza y
Andreotti era siempre primer ministro o ministro de otra cosa. Y así andaba il
belpaese, con sus problemas eternamente irresueltos, en una inestable estabilidad
que la prosperidad reducía a enfermedad crónica.
Un buen día, ya se sabe, todo aquello se fue
al garete. El tinglado multipartidista, que no el impulso lampedusiano. Porque
mayorías hubo, pero eso nos significó que Italia se hubiera vuelto una
democracia como las otras. Parece que la diferencia que media entre aquel
particular estado de cosas, aquella democracia consociativa, de la I República
y el estado terminal de la II es la que va de un orden viciado a ningún orden
en absoluto. Existía, sí, un cierto orden en aquel aparente desbarajuste de la
segunda mitad del siglo XX. El sistema, viciado, ya digo, se nucleaba en torno
a la Democracia Cristiana y, en menor medida, al Partido Socialista. Los
extremos quedaban fuera. Era el resultado natural en un mecanismo que se
construyó específicamente para neutralizar al único Partido Comunista de
Occidente con opciones reales de gobierno.
La situación presente es muy distinta. De las
minorías significativas, solo una, la izquierda de Bersani, es funcional. El
resto parece antipolítica o política a la griega: Berlusconi o Grillo.
Esa es, hoy por hoy, todavía, la gran diferencia
entre España y otras democracias del sur: el sistema, denostado, detestado,
odiado –a tenor de las encuestas- sigue en manos de los grandes partidos, que
aún tienen capacidad para operarlo. Este fin de semana he leído al director de una
conocida empresa de estudios demoscópicos elogiar el buen sentido de los
españoles, evidenciado, se conoce, por su poca querencia a opciones exóticas,
extremas o simplemente novedosas. Este mismo profesional notaba cómo el famoso
movimiento del “15 M” no fue en absoluto
antisistema, sino prorreforma del sistema. Con mejores o peores argumentos, con
más o menos fundamento, se procuraba una depuración del sistema, no una
enmienda a la totalidad.
Que el pueblo español tiene poco de
revolucionario no es novedad. Y podría, desde luego, confiarse en que nuestros políticos,
de querer, hallarían buena acogida para cualquier impulso reformista o como
mínimo la paciencia con que se están topando recortes y torpezas. Los partidos
políticos españoles no han agotado su caudal de confianza, están seriamente
dañados, pero no desahuciados.
A priori, por tanto, cabría pensar que resulta
más fácil que España supere su crisis política que Italia la suya. Pero nada
garantiza que ocurra así. Los partidos políticos españoles han dado sobradas
muestras de su capacidad para perder oportunidades e Italia ha probado, a su
vez, reiteradas veces, que puede in extremis, salir de los trances o hacer como
que sale, que no siempre es fácil allí distinguir lo que es de lo que parece. Quizá
lo más probable es que uno y otro país continúen ofreciendo al mundo nuevas
versiones de sí mismos. No querer, no poder, da un poco lo mismo.
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