lunes, 4 de marzo de 2013

Italia - España


Curioso panorama el de Italia. Como no hay un claro vencedor, el resultado puede ser la ingobernabilidad, o bien lo que parece ser el peor de los mundos, vaya usted a saber por qué: nuevas elecciones. Digo curioso porque en la II República parece ser la mayor de las desgracias lo que en la I era el pan nuestro de cada día. Entre 1946 y primeros de los noventa, Italia nunca conoció algo parecido a lo que en el resto del mundo se entendía por mayoría, había elecciones cada poco y no eran infrecuentes coaliciones pluripartitas de cuatro, cinco o más partidos. Los teóricos acuñaron para Italia el término “democracia consociativa”, por oposición a “democracia de alternancia”, que era la democracia a secas en el resto del mundo. El vocablo venía a significar que en Italia gobernaban todos con todos o, dicho de otro modo, que siempre gobernaban los mismos.

Ya digo que no se percibía como una tragedia. Era algo característico de Italia, tan particular como el menguadísimo valor de su moneda. Se pagaban veinticinco o treinta mil liras por una cerveza y Andreotti era siempre primer ministro o ministro de otra cosa. Y así andaba il belpaese, con sus problemas eternamente irresueltos, en una inestable estabilidad que la prosperidad reducía a enfermedad crónica.

Un buen día, ya se sabe, todo aquello se fue al garete. El tinglado multipartidista, que no el impulso lampedusiano. Porque mayorías hubo, pero eso nos significó que Italia se hubiera vuelto una democracia como las otras. Parece que la diferencia que media entre aquel particular estado de cosas, aquella democracia consociativa, de la I República y el estado terminal de la II es la que va de un orden viciado a ningún orden en absoluto. Existía, sí, un cierto orden en aquel aparente desbarajuste de la segunda mitad del siglo XX. El sistema, viciado, ya digo, se nucleaba en torno a la Democracia Cristiana y, en menor medida, al Partido Socialista. Los extremos quedaban fuera. Era el resultado natural en un mecanismo que se construyó específicamente para neutralizar al único Partido Comunista de Occidente con opciones reales de gobierno.

La situación presente es muy distinta. De las minorías significativas, solo una, la izquierda de Bersani, es funcional. El resto parece antipolítica o política a la griega: Berlusconi o Grillo.
 

Esa es, hoy por hoy, todavía, la gran diferencia entre España y otras democracias del sur: el sistema, denostado, detestado, odiado –a tenor de las encuestas- sigue en manos de los grandes partidos, que aún tienen capacidad para operarlo. Este fin de semana he leído al director de una conocida empresa de estudios demoscópicos elogiar el buen sentido de los españoles, evidenciado, se conoce, por su poca querencia a opciones exóticas, extremas o simplemente novedosas. Este mismo profesional notaba cómo el famoso movimiento del “15 M”  no fue en absoluto antisistema, sino prorreforma del sistema. Con mejores o peores argumentos, con más o menos fundamento, se procuraba una depuración del sistema, no una enmienda a la totalidad.

Que el pueblo español tiene poco de revolucionario no es novedad. Y podría, desde luego, confiarse en que nuestros políticos, de querer, hallarían buena acogida para cualquier impulso reformista o como mínimo la paciencia con que se están topando recortes y torpezas. Los partidos políticos españoles no han agotado su caudal de confianza, están seriamente dañados, pero no desahuciados.

A priori, por tanto, cabría pensar que resulta más fácil que España supere su crisis política que Italia la suya. Pero nada garantiza que ocurra así. Los partidos políticos españoles han dado sobradas muestras de su capacidad para perder oportunidades e Italia ha probado, a su vez, reiteradas veces, que puede in extremis, salir de los trances o hacer como que sale, que no siempre es fácil allí distinguir lo que es de lo que parece. Quizá lo más probable es que uno y otro país continúen ofreciendo al mundo nuevas versiones de sí mismos. No querer, no poder, da un poco lo mismo.

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