sábado, 6 de agosto de 2011

Banalizar lo importante, solemnizar lo obvio

La sensación de vértigo que producen los acontecimientos, y este miedo a instalarnos del todo en la tranquilidad vacacional por si, a la vuelta, nos espera un cataclismo ha impedido, creo, que se hagan reflexiones con un mínimo de perspectiva sobre el final de una pequeña era que se produjo el día en que el presidente del Gobierno, al modo sui géneris propio de la casa, con cuatro meses de por medio, anunció el fin de la legislatura, que para él es algo más.

De Zapatero ya solo se habla para subrayar su insignificancia, motejándolo con frecuencia de “cadáver político” y otras lindezas por el estilo. Y lo cierto es que, en parte por las cosas que pasan, pero también por sus propios méritos, ha conseguido convertir la coda de su mandato en un estrambote. Como si, más que pasar a la historia, quisiera irse por su sumidero. Hoy dice algún comentarista que sus últimos días en la Moncloa carecen de toda épica. Y es cierto.

Imagino que habrá tiempo para retrospectivas si, como por lo visto dijo ayer el propio Rubalcaba, siempre que llueve, escampa y vienen, por tanto, días más tranquilos en los que poder reflexionar sobre el pasado reciente sin andar urgidos por un presente que no deja vivir y, sobre todo, en la confianza de un futuro que ya solo pueda ser mejor.

Tengo claro mi veredicto, y no es positivo. No niego, por supuesto, que haya podido haber algunas cosas de mérito en estos siete años y pico, pero el conjunto es, me temo, una época que deberá ser superada. Y temo que algunos de los yerros vayan a ser muy, muy difíciles de enmendar, si es que tienen enmienda posible.

El fracaso como gestor de la crisis económica y sus evidentes carencias como gobernante en tiempos difíciles, su falta casi total de las virtudes del hombre de estado “clásico” es, para algunos, la clave del desengaño. Por así decir, el muchacho iba bien hasta que llegó el verdadero examen. A mi juicio, esa es una comprensión errónea del personaje. Me atrevería a decir que la crisis económica, si algo es, es un fracaso “técnico”; es el fracaso del Zapatero gestor, si es que alguna vez lo fue. Sin ánimo de frivolizar, me atrevo a calificar eso de pecado venial. Es probable que pocos, muy pocos políticos hubieran superado con mediano éxito semejante prueba. No creo, desde luego, que ni él ni su gobierno sean inocentes pero, ya ven, sí pienso que, en lo que a economía toca, valen mejor las coartadas que les asisten.

Peor, mucho peor, me parece el Zapatero genuinamente político. El Zapatero que ha actuado desde el primer día y casi siempre igual. Podría extenderme mucho en explicar este juicio, pero creo que mi opinión puede condensarse en dos ideas: su falta de prudencia y su propia concepción del quehacer político.

En cuanto a lo primero, el reproche más grave que cabe hacerle al ya casi expresidente es su terrible falta de respeto a los consensos básicos que forman la urdimbre en la que se asienta el modelo político español. Nuestro sistema, como todos, venía asentándose en unos acuerdos fundamentales que él se empeñó, desde el primer día, en ignorar –imagino que sus partidarios dirían en “superar”-, tanto en el orden territorial como en el social. Quizá ambas cosas pueden resumirse, en el fondo, en una: la falta de aceptación de la legitimidad del otro –es decir, de la derecha- como actor tan relevante como uno mismo.

Es posible que todo sea reducible a una táctica. Zapatero no quería, en el fondo, cambiar las cosas en profundidad, sino sentar las bases de un modelo que garantizara, de una vez y para siempre, una hegemonía inatacable del PSOE –asentada en su capacidad de pacto con fuerzas nacionalistas-. Reconozco que no tengo más elementos para despejar la duda que la intuición. Y no, no creo que sea así, es decir, no creo que Zapatero haya puesto toda su concepción de España al servicio de un fin tan poco altruista. Creo, simplemente, que piensa como parece que piensa.

Entiéndaseme bien. No creo que ninguna clase de consenso sea sagrado ni permanente y, por tanto, no veo ilegítima la revisión de ninguna clase de clave. Y eso incluye las mismísimas vigas maestras de nuestro edificio constitucional. Pero sí creo que semejante paso ha de fundarse en una demanda nítidamente expresada por una mayoría suficiente. Es un proceso que debe producirse de abajo hacia arriba, nunca de arriba hacia abajo. Zapatero jamás gozó de mayorías suficientes, ni siquiera puramente parlamentarias, para abrir algunos de los debates que abrió. Antes al contrario, las especialísimas circunstancias de su llegada al poder hubieran debido ser interpretadas como una invitación a la prudencia.

Si las claves de fondo de su política son, a mi juicio, dignas de reproche, su forma de hacerla es, sencillamente, irritante. Es posible, es probable, que Zapatero no sea sino el epítome de una izquierda que ha perdido densidad en su discurso político hasta un punto tal que, deslavazado, carente de toda coherencia, tal discurso ya malamente puede llamarse tal, sino que es, más bien, un collage de ¿ideas? ¿Imágenes? O puede que estemos, simplemente, ante el resultado de la propia levedad intelectual del personaje. El caso es que, a fuerza de banalizar lo importante y de solemnizar lo obvio ha conseguido convertir su manera de hablar de política en algo poco menos que insultante.

No negaré que, en el proceso de degradación del discurso político en España, el presidente y sus adláteres han contado con amplia colaboración de propios y extraños. Pero él, por decisión propia, ha llegado a convertirse en el más claro ejemplo de cómo se puede querer construir discursos con renuncia total a cualquier clase de idea. Los politólogos por encargo y demás cobistas llaman a esto, también “superación” y hablan de la democracia con toda clase de apellidos. Supongo que el único que no cabe es “racional”.

No, no creo que le quepa un gran lugar ni en la historia de España ni en la historia de la izquierda española. Y no será, ya digo, por la prima de riesgo.

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