lunes, 15 de agosto de 2011

Eurobonos

Según han puesto ya de manifiesto distintos comentaristas, la de los “eurobonos” es una de las tres vías posibles de salida (digámoslo así) a la crisis de la deuda europea. Las otras dos son lo que parece ser el fin del mundo –la, presumiblemente, cataclísmica ruptura del euro- y la que quizá resulte más probable, que no es otra cosa que ir tirando, haciendo lo que en cada momento resulte imprescindible, con poca o nula perspectiva general sobre el proceso y, por tanto, sin parar mientes en si lo necesario para salir del paso hoy puede resultar contraproducente mañana.

Amén de que esa solución de ir improvisando es la que más se acomoda al nivel general de la dirigencia europea, más bien escaso, es también lo que cabe esperar por razones que podemos llamar estructurales, me temo. Puede ser más cómodo achacar los problemas a la supuesta maldad o simplemente a la cortedad de miras de la señora Merkel, pero lo cierto es que es un tanto infantil quejarse de que la Unión sea lo que es y, quizá, lo que, en realidad, sus ciudadanos desean que sea: una genuina entidad supranacional para las cuestiones domésticas y una organización intergubernamental para las relevantes. Algo todavía a medio camino, a medio hacer.

La cuestión de los eurobonos, como bien ha señalado Alemania, no se entiende sino como una puesta en común de las políticas fiscales. Y eso, me temo, no se limita a aceptar ciertas directrices en cuanto a cosas –de por sí no irrelevantes- como armonización de figuras y tipos de tributación, sino que significa armonizar tanto gastos como ingresos públicos. Significa suplementar la moneda común, ya existente, y coja en su diseño, con el tesoro común que, según los observadores avezados, le faltaba y le sigue faltando.

Puede que la cuestión se enmascare en tecnicismos más o menos complejos a los que, por cierto, en Bruselas son muy aficionados y sí, sin duda el tema reviste cierta complejidad. Pero la conclusión alemana no es difícil de alcanzar en un par de pasos. Si un ente diseñado ad hoc por la Unión Europea o la propia Unión van a emitir bonos respaldados por el conjunto de los Estados Miembros –o, cuando menos, por aquellos que comparten divisa- en la expectativa de que esos bonos vayan a colocarse a tasas de interés más razonables que las que se requiere a los países débiles, es porque los países fuertes ponen su solvencia detrás. Y la solvencia de los tesoros públicos sale de la administración de sus presupuestos respectivos. Las deudas son sostenibles cuando las respaldan perspectivas de ingresos futuros. Pues bien, parece claro que no resulta concebible pretender disfrutar del aval de un socio más fuerte sin algún tipo de contraprestación, sea en forma de pago directo, sea aceptando alguna clase de control, que es lo que toda la vida se le ha exigido al deudor rescatado o apoyado.

A buen seguro, la cosa no será tan grosera como que unos países vayan a ser fiscalizados por otros. No. Con toda probabilidad, la función fiscalizadora correspondería a un órgano comunitario… bien entendido que ese órgano no podrá sino tener en consideración los puntos de vista de los paganos de la fiesta. A poco que se piense, esto no es ya muy distinto –dosis de indisciplina incluidas, por cierto- de lo que sucede, o debería suceder, hoy mismo en países descentralizados como España o la propia Alemania (en rigor, parece que en Alemania ya sucede que los gobiernos regionales se avienen a aceptar las directrices fiscales de la Federación, mientras que aquí está por ver si eso es un desiderátum).

La creación de los eurobonos, así concebidos, aun nacidos de la coyuntura, sería un cambio colosal en las relaciones financieras entre unas naciones que, a fecha de hoy, se han limitado a un intercambio de apertura de mercados por ayudas al desarrollo. Y esto, me temo, no pertenece, o no pertenece en exclusiva al mundo de las cuestiones económicas. Se trata de una cuestión eminente y primordialmente política. El grado de sofisticación alcanzadoa por las materias económicas y su tecnificación hacen olvidar, con cierta frecuencia, algo que debería ser patente: la economía no es en absoluto ajena a las demás dimensiones de lo humano –en sí, la ciencia económica no es sino una ciencia del comportamiento humano, individual y colectivo- y la política económica es, ante todo, política. Es posible que los relativamente amplios consensos en cuanto a cómo deben hacerse las cosas –por ejemplo, en torno a la bondad de la integración europea, como proceso- hagan perder de vista la importancia de las decisiones de base: en primera instancia, es necesario que los pueblos europeos quieran integrarse y deseen hacerlo hasta el punto que los opinadores informados puedan entender, incluso mayoritariamente, como deseable. Opinadores que, por cierto, cada vez emplean menos esfuerzos en justificar la bondad de sus opiniones, recurriendo a menudo a presentar como verdaderas peticiones de principio lo que, se supone, hay que justificar. Tengo para mí que una de las razones que pueden terminar por hacer verdaderamente odioso el proceso de integración europea es, en particular, esa insistencia en colocar a los críticos fuera del mundo de lo razonable y, por tanto, en colocar la cuestión casi fuera del ámbito de lo debatible.

La cuestión de la “solidaridad” –palabra importante cuando se habla de fiscalidad- provee una importante piedra de toque al respecto. Sin duda, la solidaridad puede teorizarse y explicarse en términos exclusivamente económicos. Y puede demostrarse que la pretendida “solidaridad” entre personas y territorios es el resultado de un cálculo perfectamente racional en el que el altruismo desempeña un papel más bien marginal. Esto es así, especialmente, en el ámbito comunitario, en el que las afinidades nacionales no revisten, a primera vista, excesiva importancia –confío en que todavía pueda encontrarse algún catalán al que el “esfuerzo fiscal” todavía le parezca sostenible en razón de que es con sus connacionales de resto de España, pero dudo que haya algún alemán que pueda razonar de igual modo respecto a los griegos-. Podría, pues, justificarse de algún modo que, de la misma manera que a Alemania le convino renunciar a marco (¿precio de la reunificación?) podría también convenirle integrar su política fiscal -de modo permanente, quiero decir, no como mecanismo temporal destinado a evitar el mayor de los males posibles- con la de sus socios comunitarios, incluidos aquellos que representan sus antípodas financieros. Pero esa justificación, si existe, debe ser suficientemente sólida como para compensar el que los alemanes, o la mayoría de ellos, puedan no querer dar semejante paso, por una multiplicidad de razones, sensatas o no tan sensatas.

Renan dijo de las naciones que eran un “plebiscito cotidiano” es decir, una voluntad perennemente renovada de vida en común. No sé si semejante descripción le cuadra a esta supernación in fieri que es, que quiere ser, la Unión Europea. Lo que sí creo es que la cuestión de qué es de verdad la Unión no es una pregunta retórica, sino un debate con fuertes implicaciones prácticas. Guste o no guste.

No hay comentarios:

Publicar un comentario