lunes, 22 de abril de 2013

Aeropuertos y estaciones


Como usuario, el único inconveniente que soy capaz de encontrarle a esa maravilla de la técnica y monumento al despropósito financiero que es el AVE es que, en algunas cosas, se parece al avión. Y es que el encanto principal del tren reside sobre todo en no ser un avión. El viaje en avión –antaño un placer de la vida- ha devenido una de las peores sevicias; hay pocas experiencias más desagradables, sobre todo si el viaje es entre ciudades principales, que suelen disponer de aeropuertos grandes, alejados del centro y llenos de incontables molestias.


No quiero exagerar puesto que hasta que el viaje en tren de alta velocidad se convierta en algo tan espantoso queda tiempo, creo, si es que alguna vez llega a suceder, no lo quiera el Cielo. Pero la cosa apunta maneras, malas maneras. Hace ya tiempo que el servicio de comidas –supongo que por el acortamiento de los tiempos de viaje, que impiden una atención decente- adoptó “formato avión”, es decir, en bandejas individuales con contenido plastificado y recalentado. Y para acceder a los trenes hay que pasar controles de seguridad, infinitamente más livianos que los aeroportuarios, por supuesto, pero hay que pasarlos. Los solícitos empleados informan sobre las estaciones con parada en español y en un macarrónico inglés al que se añade, en los trayectos hacia o desde Barcelona o Valencia, un catalán –o valenciano, según toque y según gustos- espantoso, con lo que se consigue, entre otras cosas, que se tarde lo suyo en contar el cuento entero.

Pero donde más se nota este efecto de “avionización” es en la transformación de las estaciones. En la estación de Atocha, por ejemplo, existe una “terminal de llegadas” y una “terminal de salidas” y solo los viajeros pueden acceder a los andenes. Y los carteles están en inglés. Seguro que todo esto está bien (inciso: está muy bien, que al fin y al cabo un cartel es para orientarse), claro, pero ya no es lo mismo.

Una estación de ferrocarril y un aeropuerto no son lo mismo y no solo por lo evidente. Mientras que un aeropuerto –al menos un gran aeropuerto internacional- está, por definición, en ninguna parte, o en todas, que al caso es lo mismo, una estación ferroviaria es un edificio que existe, está integrado en un tejido urbano y opera a escala humana. De una estación de ferrocarril se entraba y se salía por el propio pie. Suelen dar a calles ordinarias, normales, no hay –no había, ya digo, hasta que el AVE a Cuenca empezó a dejarle a uno en cualquier sitio menos en Cuenca- solución de continuidad entre el viaje en tren y el resto de la vida.

La omnipresencia del inglés, que lo homogeneiza todo –y no desconozco, ya digo, la extrema utilidad de esto- lo dota de ajenidad también. La cartelería en la lingua franca extraña el espacio, lo sustrae del resto del entorno y lo aísla. Establece una cesura que antes no existía. Crea un mundo aséptico, extraño al entorno, donde se aplican otras reglas distintas. Un país de nunca jamás.

El avión, ya digo, lleva de ningún sitio a ningún sitio o, si se prefiere, del mismo sitio al mismo sitio. El avión conecta entre sí un montón de lugares –que forman la red básica de eso que se da en llamar “mundo globalizado”- parecidos. Llegar a un aeropuerto es no llegar a ninguna parte. El viaje en tren, sin embargo, nos sumergía en una realidad verdadera, no virtual. Al incorporarnos al sistema ferroviario, el viaje adquiría dimensión cultural. Ya no es todo homologable. En todas partes, los trenes circulan sobre raíles, pero lo hacen por distintos países en todos los sentidos, por una geografía de caminos continuos y no de puntos aislados por enormes vanos.

Al abandonar el mundo de mentira del aeropuerto, ese mundo de lengua única y de costumbres uniformes, para tomar el tren se accede a la verdadera dimensión de los seres humanos, a su gran riqueza. Nuestra vida se desarrolla a escalas pequeñas, con paradas en todas las estaciones, identificadas con carteles en mil lenguas de ortografías fascinantes. Las estaciones de ferrocarril tienen un poder evocador inmenso porque, precisamente porque el viajero –que llega o se va- y el que no viaja –quien despide o recibe- llegan a tocarse, incluso podían seguir haciéndolo mientras el tren cogía velocidad, son silos de emociones. Nada de eso es posible en el mundo de la alta velocidad. La despedida tiene que ser desde lejos, y la emoción del reencuentro ha de posponerse. La fascinación de la llegada a la ciudad inmensa y nueva no puede vivirse igual porque el viajero, antes, ha de salir de su cápsula.

No es bueno que los trenes devengan aviones. No es bonito que las estaciones terminen siendo aeropuertos terrestres. Las estaciones son, o eran, hermosas, los aeropuertos jamás lo pretendieron porque, por su dimensión, nadie puede pararse a contemplarlos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario