El fallecimiento y las honras fúnebres de Margaret Thatcher
–probablemente, uno de los políticos más grandes que a mi generación le ha
sido, hasta ahora, dado conocer- han reavivado la polémica sobre su figura y
herencia. Hoy mismo en Expansión la glosa sir Howard Davies. ¿Ocultaban sus
presuntos éxitos el germen de los males presentes? Lo cierto es que sigue
despertando adhesiones inquebrantables, fuera del Reino Unido, sobre todo
–siempre es más fácil elevar a la categoría de mito al gobernante que no se
padece y a aquel al que se puede contemplar desde lejos, fuera de las
mezquindades del día a día- y odios africanos, también en casa y fuera. No hay
desgracia británica contemporánea que no pueda, con mínimo esfuerzo,
atribuírsele.
Han pasado más de veinte años, así que el ejercicio de atribución
retrospectiva de responsabilidades puede hacerse un tanto a capricho. En fin,
personalmente me apunto a la legión de admiradores, pero lo que quiero es
subrayar otra cosa: el análisis de la figura nos permite incidir en algo tan
evidente como a menudo ignorado cual es la importancia de las ideologías. La
valoración del legado de Thatcher, como el de cualquier político no es otra
cosa que una opinión, una posición política.
Es recurrente la mención de que sus políticas crearon desigualdad.
Y, a menudo, eso se cita como malo en sí mismo. Se olvidan, sin embargo, dos
cosas: el primero que la desigualdad es un concepto relativo. No es lo mismo
ser pobre en Alemania que en Bolivia. Si un ciudadano dispone de mil unidades
de renta y otro de una y se doblan sus disponibilidades, será evidente que la
desigualdad –medida por diferencias- habrá crecido, toda vez que, si antes, el
más rico tenía 999 más que el más pobre, ahora tendrá 1.998 pero, ¿la situación
ha empeorado? Más allá, lo relevante, según posiciones, no es tanto si hay o no
desigualdad cuanto si ésta es justa o injusta. Bill Gates y Carlos Slim son
inmensamente más ricos no ya que cualquiera de sus conciudadanos, sino que
cualquiera de sus congéneres humanos. ¿Proceden sus riquezas de lo mismo? ¿Es
igual inventar el sistema operativo más corriente del planeta que ganar
concursos de telefonía pública de transparencia cuestionable? Todas estas cuestiones
no son irrelevantes y no tienen respuestas apriorísticas.
Más allá de cuestiones triviales –nadie sensato cuestiona, por
ejemplo, que es malo que haya gente que pase verdadera necesidad, es un mal
físico para quien la padece y un mal moral para quien la contempla- casi ningún
problema social complejo admite una solución “científica” satisfactoria, lo que
es tanto como decir que no admite “una” solución. Los problemas sociales solo
admiten soluciones, o tratamientos, políticos. Siguiendo con el ejemplo de la
desigualdad, el nivel de ésta que una sociedad estará dispuesta a tolerar es
altamente variable, dependiendo de múltiples factores, entre ellos, qué grado
de libertad personal está dispuesta a ceder la ciudadanía para lograr
aminorarla. Es probable que muchas de las características de la sociedad
norteamericana que los europeos percibimos como indeseables no sean tales para
los propios americanos y viceversa. Es sencillamente absurdo plantearse si los
americanos, o los europeos, están en lo cierto o errados. Sus diferentes
situaciones, probablemente, revelan distintos conjuntos de preferencias
colectivas, mayoritarias, inconmensurables.
Esto, que parece muy claro, a menudo no lo está. La economía y los
discursos económicos nos ofrecen a diario perspectivas de ello. Es frecuente
que los gobiernos, sean del signo que sean, nos planteen a menudo sus políticas
económicas no ya como las mejores sino como “las únicas posibles” o “las
correctas”. Sin embargo, de una política económica, o de cualquier otra, solo
puede predicarse que es “correcta” en cuanto conduce efectivamente a un fin,
mediato o inmediato, que en absoluto está predeterminado por la ciencia
económica sino que, por lo común, es dado a priori y es netamente político. Es
irrelevante que el fin sea ampliamente compartido o, incluso que, por ser tenido por evidente, su carácter
ideológico, cultural, no científico, quede oculto. Tómense, por ejemplo, las
ideas de “progreso” o “bienestar”. ¿Acaso tienen algo de obvias, de evidentes,
de invariantes culturales? Creo que la respuesta es no.
La circunstancia de que, a izquierda y derecha, los discursos se
hayan homogeneizado enormemente no es, quizá, tanto signo de la pérdida de
importancia de los planteamientos ideológicos como indicio de algo peor: que a
menudo nos instalamos en la peor de las confusiones porque creemos que, por
usar la misma palabra, hablamos de lo mismo. ¿Por qué asumimos que, cuando se
habla de “prosperar” todo el mundo habla de la misma cosa?
Todo el mundo desea una “sociedad justa” o, al menos, todo el mundo
proclama desearlo. Pero hay demasiadas evidencias de que no todo el mundo
entiende lo mismo por ello. ¿Es la sociedad británica post-thatcheriana más
injusta que otras sociedades europeas? Eso depende de lo que se tenga por
injusto, claro. A diferencia de otros políticos, eso sí, Thatcher jamás ocultó
qué entendía ella por “injusto”; nunca
pretendió que su política fuera “razonable” sino coherente, acorde con sus
principios. La mayor parte de los políticos, en especial los de derechas, “rebaja”
su perfil ideológico, presentando aquello que “quiere” hacer como “lo que hay
que” hacer. Thatcher, por el contrario, exponía ese perfil, de forma que el
ciudadano entendiera que otras políticas eran posibles, pero no iban a ser la
suya.
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