Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde son
dos economistas españoles, profesores en el extranjero, en la London School of
Economics el uno y en la Universidad de Pennsylvania el otro. El domingo, en el
suplemento salmón de El País, publicaron un interesantísimo artículo sobre la
educación –creo que, en rigor, se referían más bien a la educación universitaria, aunque sus
argumentos son extensivos a otras etapas- en España (véase aquí).
Aparte de criticar, con pleno fundamento, el toma y daca que, respecto a la
educación, se traen los partidos mayoritarios y las sucesivas reformas, los
autores se centran, con mérito, en el fondo: clase de religión aparte, aquí
poco se debate sobre qué y cómo se enseña.
Garicano y Fernández-Villaverde se
desenvuelven profesionalmente en un entorno universitario anglosajón, muy
distinto al español y en el que, ciertamente, se valoran habilidades que en el
estudiante español no solo no se potencian, sino que son preteridas, si no
ignoradas. Mientras que un estudiante inglés o americano jamás podrá
licenciarse sin haber escrito páginas y páginas de documentos propios a partir
de investigaciones bibliográficas, es perfectamente posible que su homólogo en
una facultad española haga toda la carrera sin abrir un solo libro, viviendo de
los dichosos apuntes. Es difícil no dar la razón a los dos economistas: el
sistema educativo español sirve para cualquier cosa excepto para formar
espíritus críticos. Se continúa primando el estudio memorístico –caricaturizado
en las “listas de ríos”- y, por tanto, el desarrollo de conocimientos sobre el
de habilidades intelectuales, empezando por la más elemental de todas, que es
un correcto dominio del idioma (y un idioma se domina cuando se habla, lee y
escribe con solvencia, claro). Y eso, por supuesto, no es el mejor caldo de
cultivo para el desarrollo científico del país o para su desarrollo, a secas.
Convengo con Garicano y Fernández-Villaverde
en casi todo. Empero, creo que caben
algunos matices.
El primero es que una cosa es
que la memoria no deba, quizá, ser el eje de la enseñanza y otra, bien
diferente, que pueda ser simplemente dejada de lado como una potencia menor.
Guste o no, es palmario que se sabe lo que se recuerda y lo que no, no. Qué hay
que saber es lo discutible, por supuesto, pero también parece patente que hace
falta un armazón mínimo mental en el que colgar todos los desarrollos que
habrán de venir después. Las “listas de ríos”, como se suele decir con
menosprecio –aparte un ejercicio, en sí, tan bueno o tan malo como cualquier
otro a la hora de ejercitar algo que es ejercitable- resultan imprescindibles
para muchas cosas. Y, lamentablemente, cuando se está en disposición de
entender cuáles son esas cosas es ya tarde para aprender las listas. De mis
tiempos de bachiller –a caballo entre la escolástica nacionalcatólica que se
iba y la modernidad pedagógico socialista que no terminaba de llegar- recuerdo
unos libros curiosos cuyos capítulos llevaban títulos tan rabiosamente modernos
como “aspectos sociales del siglo XVIII”… cuando los destinatarios de la cosa
no tenían, normalmente, mucha idea de qué pasaba en el mundo en el siglo XVIII
ni eran capaces de imaginárselo porque les faltaba la más elemental secuencia
de eventos cronológicos que es el marco de cualquier estudio histórico. Sin
duda, es mucho más meritorio leer y entender con aprovechamiento la Crítica de
la Razón Pura y la República que pretender aprenderse de memoria sus
respectivos resúmenes, pero ayuda mucho, muchísimo, saber que Kant y Platón no
fueron contemporáneos, por ejemplo.
Garicano y Fernández-Villaverde podrían muy
válidamente objetar, no obstante –porque supongo que no negarán que es función
del sistema educativo proveer esos mínimos- que estas cuestiones no obstan a su
argumento principal y deben estar resueltas al acabar la secundaria.
La segunda de las cuestiones que cabe matizar
es el diferente panorama que, al menos a primera vista, viven en España las
distintas ciencias. Los autores que comentamos son economistas y, por tanto,
científicos sociales, área en la que, me temo, nuestras universidades no
descuellan. ¿Es el panorama igual en las ciencias experimentales, en el
derecho, en las humanidades…? Da la sensación de que la respuesta es no. Los
científicos españoles no parecen adolecer en absoluto de taras en su formación.
Padecen, eso sí, los rigores presupuestarios. No investigan porque no pueden.
Luego nuestra universidad sí es, aquí, capaz de formar científicos excelentes.
Según tengo entendido, los españoles más citados por sus homólogos –el índice
de presencia en citas es una buena medida del desarrollo científico- son los
matemáticos. La formación de los ingenieros españoles es famosa por lo terrible
y, ciertamente, es posible que haya mucho de sinsentido –o de corporativismo
tácito- en ese tour de force que son los primeros cursos de nuestras
escuelas, cuya función, se puede sospechar, no es tanto formar ingenieros como
seleccionarlos. Ahora bien, al más puro estilo de las escuelas francesas de las
que derivan, el método podrá tenerse por poco eficiente, pero no puede tildarse
de poco eficaz: España produce ingenieros excelentes, cuya competencia está
acreditada en multitud de proyectos en el extranjero. Otro buen ejemplo son
nuestros profesionales sanitarios: ellos son la espina dorsal de nuestro
excelente sistema de salud. Es difícil
cuestionar la formación médica, entiendo, en el país que lidera la
clasificación mundial de transplantes y se realizan las intervenciones quirúrgicas
más audaces.
Pero hay más, sin duda. Como carreras “con
salidas”, escasamente vocacionales, estas disciplinas se han convertido en un
verdadero repositorio de estudiantes que solo quieren un título, poco importa
cuál. Son, además, carreras baratas desde el punto de vista de los medios, que
pueden ofrecerse en múltiples campus a la vez y, por tanto, marcos naturales
para esa industria del enseñar y ser enseñado, o hacer como qué, en que ha
devenido nuestra universidad. Son, además, por supuesto, ciencias del hombre y,
como tales, campo abonado para las ideologías y, por extensión, para los
partidismos.
Las facultades de ciencias del hombre se
convierten con extrema facilidad en reflejos de las sociedades en las que abren
sus puertas. Una sociedad que, como la española, glorifica la mediocridad,
recela del espíritu crítico y premia las adhesiones ciegas difícilmente puede
acoger centros que cumplan la función básica de estimular un debate fecundo y
una conciencia activa en torno a los problemas que más preocupan a la gente:
los que les atañen como seres humanos. Nuestras ciencias humanas, además,
acumulan retraso. Es posible, bajo una dictadura, practicar con aprovechamiento
la medicina o la ingeniería –también el derecho, algún derecho- pero no es
posible hacer buena historia, una ciencia política digna de tal nombre o
practicar disciplinas filosóficas. Antes o después, el espíritu crítico –que
siempre hay algo- topa con barreras. Antaño no podíamos, ahora no queremos.
Tenemos, en suma, el sistema educativo que
queremos tener. Cuando unos hablan de “modernizar” se refieren a que haya
ordenadores en las aulas y cuando otros hablan de “excelencia” quieren decir
que la religión sea evaluable. Pero nadie quiere un sistema moderno ni
excelente. En este terreno, como en tantos otros, la
revolución ciudadana, la llegada de la modernidad verdadera –esa que jamás nos
llegó del todo- sigue pendiente. Entre tanto, quizá no esté mal saberse los
ríos. Al menos, por saber algo de algo.
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