Está claro que, con Gibraltar, el principio de
la geografía puede con el de la historia. Por algún motivo –por varios, en
realidad- los españoles (y hay que empezar por admitir aquí una generalización:
por más que el “contencioso” venga siendo una constante en nuestra política
exterior, es dudoso que esté realmente entre las preocupaciones de los
españoles en general) no vemos fácil aquietarnos ante esta incompletitud de
“nuestra” península, no más llamativa que otras y, desde luego, por idénticas
causas: los vaivenes de esa historia que, visiblemente, ha ido alejando las
fronteras europeas de cualquier concepto de naturaleza. Es más, la historia
europea reciente ha mostrado reiteradas veces que conformarse con sus dictados
es un rasgo de sensatez. Los esencialismos en materia de fronteras no llevan,
por lo común, a nada bueno.
Es posible, no obstante, que, mirada de cerca,
la cuestión sí tenga algunos perfiles propios.
En primera instancia, claro, está la singularidad
misma del caso. Europa es rica en rarezas y microestados, la mayoría enclavados
en territorios de otros –es decir, rodeados por ellos- pero Gibraltar es el
único caso de realidad pseudocolonial –es verdad que, técnicamente, no es una
colonia, sino una dependencia de ultramar del Reino Unido- que queda en Europa.
Ese carácter capitidisminuido, no soberano, dependiente de una metrópoli, es
buena parte de su anomalía. Gibraltar mediante, parece, el Reino Unido dispone
de una frontera no natural con España. Lo cierto es que, de nuevo,
técnicamente, es inicierto que España y el Reino Unido compartan frontera
porque, por ese estatus de dependencia de ultramar, Gibraltar no es el Reino
Unido. Pero tampoco es una Andorra, pequeña pero soberana. Es más que una
colonia, pero menos que un país. No es una realidad consolidada.
Estamos, pues, ante una rareza jurídica a la
que, desde luego, es posible aproximarse con mentalidad exegética, partiendo
del Tratado de Utrecht, viendo en qué se cumple y en qué no, y por quién. Pacta
sunt servanda, desde luego, y el Tratado se mantiene –firme como una roca, nunca mejor dicho- en vigor entre los estados
signatarios o sus sucesores, como mandan los cánones. Sí, pero es que hablamos
de un tratado de 1713. Ya sabemos que hay quien guarda todavía agravios de la
guerra de sucesión española –en casa, sin ir más lejos- y que la letra sigue
siendo la letra. Pero no sé yo si tiene excesivo sentido el pretender atenerse
a la letra de un tratado en el que, para empezar, un rey dispone de un trozo de
su reino como si fuera una finca, en tanto que señor de vidas y haciendas, y se
lo cede a perpetuidad a otro rey. Un lenguaje anacrónico, como mínimo. Hay
quien destaca que lo que se cedió no es tanto la soberanía sobre el peñón como
la propiedad del mismo. El enfoque patrimonialista de la relación rey-reino
entonces vigente tampoco necesitaba de otros formalismos.
Más sentido tiene, ciertamente, enfocar la
cuestión desde una perspectiva política. ¿Y, pues, qué quiere España en
relación con Gibraltar? ¿La soberanía? Gráficamente, ¿que vuelva a ondear la
bandera en lo alto del peñón? ¿O más bien unas relaciones aceptables? ¿No es
quizá lo segundo el camino más corto –o más seguro- hacia lo primero? ¿Son
posibles, en primera instancia, esas buenas relaciones?
Lo que, en estos tiempos, justifica la
posición española no son tanto –que también, sí- los títulos de derecho
internacional, sino la posible respuesta a una pregunta ¿es Gibraltar una
realidad simbiótica y más bien parasitaria? Si nos atenemos al discurso oficial
de los políticos de la Roca, se trata de lo primero: Gibraltar es un próspero
enclave que exporta prosperidad a su deprimida comarca limítrofe. Habría
simbiosis, por tanto, España proveería a Gibraltar de cuanto necesita desde una
perspectiva material y Gibraltar contribuye a paliar las escandalosas cifras de
paro del Campo que lleva su nombre. La realidad que describe la Guardia Civil
es bien otra, sin embargo, y apunta más bien a un parasitismo palmario: la
próspera economía del Peñón no sería tal sin un abuso continuo de las leyes
españolas, sin el contrabando, sin negocios oscuros y sin dar acogida y puerto
seguro a entes de dudosa reputación.
Por tanto, el problema no es de legitimidad de
origen (tratado) sino de legitimidad de ejercicio (realidad parasitaria).
Hay, no obstante, una dimensión adicional de
la cuestión que no es posible dejar de recordar: la psicológica. La continua
disputa entre españoles y británicos fue un clásico de la Edad Moderna. Y
Gibraltar es el recuerdo permanente de que ganaron ellos. No tanto por sus
méritos como por nuestros defectos. Aún hoy, probablemente, lo que más nos
irrita de ese empecinamiento que muestran en defender lo que consideran suyo –por
el más inapelable de los derechos, que es el de conquista, en el fondo- es
nuestra incapacidad para hacer lo propio. En nuestro fuero interno, cuando nos
llegamos, en el colmo del absurdo, a plantear la posibilidad de un conflicto,
sabemos que ellos lo aceptarían y nosotros, probablemente, no. Con toda la
ventaja de nuestro lado, por la cercanía, porque son nuestras aguas, o eso decimos,
llegado el caso, su armada se haría a la mar –una vez más- para defender su
derecho o lo que ellos consideran tal. Con las de perder o con las de ganar,
eso es lo mismo. La lectura atenta de la historia enseña que nuestros marinos
nunca fueron menos pero, ¿qué decir de la decisión de quienes los mandan?
Gibraltar activa nuestros complejos, por desgracia. Más que ninguna otra
realidad.
Es un legado más de la historia, sí, pero un
legado muy molesto.
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