Hace un año, justo después de la diada,
escribía esto.
Hay que reconocer que Artur Mas me hizo caso en una cosa: dio la puntilla a una
legislatura que, apenas nacida, quedó moribunda por alteración sustancial de
sus ejes programáticos. A buen seguro, el presidente no buscaba ni cumplir
conmigo, ni con otra gente que le pedía elecciones ni con su conciencia;
buscaba otras cosas, una mayoría aplastante, y de todos es conocido que marró
el tiro por bastante.
La dinámica que se generó tras esas
elecciones, tan debidas desde la perspectiva de los principios como inoportunas
desde una perspectiva táctica ha agravado las cosas, si por “agravar” entendemos profundizar en el desasosegante y
muy oneroso curso de conflicto con el Estado. Velis nolis, sea porque
esas son sus convicciones, sea porque así se lo exige su continuidad, la agenda
de Mas y su gobierno ha estado completamente marcada por un despliegue efectista,
una sucesión de gestos en pos de una fecha mítica, 2014 que, desde ayer, parece
que ha dejado de serlo tanto.
Sí parece que se están dispensando los
eufemismos –lo cual aporta claridad, limita el espacio para las posturas
ambiguas y, por eso mismo, crea tensiones en el catalanismo, que es de todo
menos homogéneo (signo de salud)- y el evanescente “derecho a decidir” muta
poco a poco en “independencia”. Esto, en sí, malo no es. A partir de aquí,
tenemos aficionados a los fatalismos que ven la independencia de Cataluña
inevitable por una cuestión generacional –cuyo efecto no debe ser despreciable,
pero quizá tampoco sobrevalorada- y quienes, por el contrario, la ven
imposible, quimérica, por falta de impulso colectivo real.
Esta misma mañana el diario El País, con buen
criterio, decía que entre la situación presente y la independencia aún cabe una
gama de grises. Cierto. Pero la duda real sigue estando donde estaba: ¿desea,
realmente, Cataluña situarse en alguno de esos grises? La apelación a la
independencia sugiere, desde luego, que la respuesta es no y, entonces, no
habrá más solución que el conflicto: que Cataluña desee ser independiente no
obliga a los demás a hacer nada por facilitarlo. El criticado inmovilismo de
Rajoy estaría plenamente justificado. Si todo proyecto político realmente
existente pasa por la secesión, ni tiene sentido la consulta –puesto que ya se
está actuando como si hubiera sido emitida la respuesta- ni tiene sentido,
desde luego, dar paso alguno para solucionar el rompecabezas.
Vuelvo a lo que argüía hace un año. Una cosa
es no desear la independencia de Cataluña –o, en general, no desear la incomodidad
de Cataluña con su marco político- y otra bien distinta que se esté dispuesto a
hacer lo que sea para evitarla. Para el acomodo de Cataluña en el marco estatal
caben múltiples soluciones, pero hay que encontrar una que satisfaga a Cataluña
y satisfaga también al resto de los españoles. Que no inviabilice el estado,
para empezar.
Los constitucionalistas “progresistas” suelen
razonar como si los marcos políticos y jurídicos fueran infinitamente
adaptables, siempre maleables. No creo que afirmar que eso no es cierto lo convierta
a uno en un conservador retrógrado. Existen límites a lo que el resto de España
puede hacer. Eso sí, si existen también límites a lo que Cataluña pueda
aceptar, entonces sí que explorarlos es imperativo.
En Barcelona no tenemos un discurso que
parezca reconocer la noción de límite ni que, en general, permita entender nada
más que el que se da la discusión por zanjada y en Madrid tenemos el
no-discurso, la no-política, la no-reacción. Puede, claro, que ambas posturas
estén impostadas. Puede, simplemente, que esta cuestión se esté tratando a la
española, es decir, por cauces ajenos a la transparencia y a lo que sería
propio en una democracia deliberativa madura.
Pero no, no parece que estemos mejor que hace
un año.
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