viernes, 6 de septiembre de 2013

No estamos mejor que hace un año


Hace un año, justo después de la diada, escribía esto. Hay que reconocer que Artur Mas me hizo caso en una cosa: dio la puntilla a una legislatura que, apenas nacida, quedó moribunda por alteración sustancial de sus ejes programáticos. A buen seguro, el presidente no buscaba ni cumplir conmigo, ni con otra gente que le pedía elecciones ni con su conciencia; buscaba otras cosas, una mayoría aplastante, y de todos es conocido que marró el tiro por bastante.  

La dinámica que se generó tras esas elecciones, tan debidas desde la perspectiva de los principios como inoportunas desde una perspectiva táctica ha agravado las cosas, si por “agravar”  entendemos profundizar en el desasosegante y muy oneroso curso de conflicto con el Estado. Velis nolis, sea porque esas son sus convicciones, sea porque así se lo exige su continuidad, la agenda de Mas y su gobierno ha estado completamente marcada por un despliegue efectista, una sucesión de gestos en pos de una fecha mítica, 2014 que, desde ayer, parece que ha dejado de serlo tanto. 

Sí parece que se están dispensando los eufemismos –lo cual aporta claridad, limita el espacio para las posturas ambiguas y, por eso mismo, crea tensiones en el catalanismo, que es de todo menos homogéneo (signo de salud)- y el evanescente “derecho a decidir” muta poco a poco en “independencia”. Esto, en sí, malo no es. A partir de aquí, tenemos aficionados a los fatalismos que ven la independencia de Cataluña inevitable por una cuestión generacional –cuyo efecto no debe ser despreciable, pero quizá tampoco sobrevalorada- y quienes, por el contrario, la ven imposible, quimérica, por falta de impulso colectivo real.

Esta misma mañana el diario El País, con buen criterio, decía que entre la situación presente y la independencia aún cabe una gama de grises. Cierto. Pero la duda real sigue estando donde estaba: ¿desea, realmente, Cataluña situarse en alguno de esos grises? La apelación a la independencia sugiere, desde luego, que la respuesta es no y, entonces, no habrá más solución que el conflicto: que Cataluña desee ser independiente no obliga a los demás a hacer nada por facilitarlo. El criticado inmovilismo de Rajoy estaría plenamente justificado. Si todo proyecto político realmente existente pasa por la secesión, ni tiene sentido la consulta –puesto que ya se está actuando como si hubiera sido emitida la respuesta- ni tiene sentido, desde luego, dar paso alguno para solucionar el rompecabezas. 

Vuelvo a lo que argüía hace un año. Una cosa es no desear la independencia de Cataluña –o, en general, no desear la incomodidad de Cataluña con su marco político- y otra bien distinta que se esté dispuesto a hacer lo que sea para evitarla. Para el acomodo de Cataluña en el marco estatal caben múltiples soluciones, pero hay que encontrar una que satisfaga a Cataluña y satisfaga también al resto de los españoles. Que no inviabilice el estado, para empezar.  

Los constitucionalistas “progresistas” suelen razonar como si los marcos políticos y jurídicos fueran infinitamente adaptables, siempre maleables. No creo que afirmar que eso no es cierto lo convierta a uno en un conservador retrógrado. Existen límites a lo que el resto de España puede hacer. Eso sí, si existen también límites a lo que Cataluña pueda aceptar, entonces sí que explorarlos es imperativo. 

En Barcelona no tenemos un discurso que parezca reconocer la noción de límite ni que, en general, permita entender nada más que el que se da la discusión por zanjada y en Madrid tenemos el no-discurso, la no-política, la no-reacción. Puede, claro, que ambas posturas estén impostadas. Puede, simplemente, que esta cuestión se esté tratando a la española, es decir, por cauces ajenos a la transparencia y a lo que sería propio en una democracia deliberativa madura.

Pero no, no parece que estemos mejor que hace un año.

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