Curioso, por las páginas físicas y digitales
corren ahora ríos de sensatez. Leyendo a opinadores y expertos, casi se diría
que era evidente que no podía ser, que de ningún modo Madrid podía aspirar a
organizar los Juegos de 2020. Explicaciones parecidas hubo, siempre ex post,
tras los fracasos de las candidaturas para 2012 y 2016. Así las cosas, uno se
pregunta por qué demonios es tan difícil ver antes lo que se ve tan claro a
toro pasado y por qué casi nadie, salvados cuatro locos –entre los que me
cuento- la mayoría en foros informales, en Twitter sobre todo, dijo esta boca
es mía. Por qué esa aterradora unanimidad, esa ausencia total de discrepancia.
De hecho, uno de los avales que presentaba la candidatura de Madrid, como
siempre, es el consenso búlgaro, la existencia, todo lo más, de disidencias
menores, casi se diría que puestas adrede para dar a la encuesta un cierto halo
de credibilidad. Cuando de una fiesta, sea del tipo que sea, se trata, en
España las discrepancias están por debajo de los márgenes de error técnico de
las encuestas. Siempre.
No tengo ni idea de por qué se gana y por qué
se pierde en las asambleas esas del COI. Como tampoco sé por qué oscuros
motivos asignan la UEFA, la FIFA y demás superestructuras deportivas sus
eventos de trascendencia mundial. Me barrunto que se trata de organizar
fantásticos negocios explotando vanidades. Todos los países quieren organizar
juegos, especialmente aquellos cuyos políticos están en apuros. Algo hemos mejorado: antaño,
cuando las cosas iban mal en Bordulia, los dirigentes bordulios solían dirigir
expediciones contra Sildavia, o erigían fastuosos monumentos funerarios que
quitaran el hipo a los locales y a los vecinos, previa esclavización de la
población propia y ajena. Ahora, el político lanza la candidatura –siempre respaldado
por el entusiasmo de su pueblo, al que estas cosas halagan- de su país o su
ciudad a algún fasto; se hacen unos números incomprobables a veinte años vista,
se hacen unas sumas y unas restas de agregados estadísticos y se acallan las
conciencias de los pepitos grillos de turno, en el fondo también ellos atraídos
por el tam-tam, por la gana de demostrar que “somos los mejores” y el ansia de
tener “la atención del mundo” durante quince días.
Desde luego, uno no puede sino compadecerse
ante la desilusión de tantos conciudadanos, con razón o errados, habían puesto
en esta cuestión ciertas esperanzas deportivas, económicas o, más en general,
vitales. Cabe preguntarse también qué será de los deportes minoritarios, esos
que para vivir necesitan unos patrocinios que, por lo visto, el mismo deporte
no justifica en sí, que solo se obtienen en el marco de “operaciones de estado”
encaminadas a la obtención de un número mínimo de medallas que den cuenta del “extraordinario
nivel”. Pero, por lo demás, yo no lo lamento.
En primer lugar, porque no creo que el
espectáculo de grosería infinita, la continua ofensa a la inteligencia de
nuestros dirigentes, de nuestras lamentables elites políticas, empresariales y
deportivas merezca éxitos que puedan usufructuar. Se dice, por ejemplo, que es
patético cómo habla inglés la alcaldesa de Madrid. Eso se hubiera solucionado
recurriendo al español –salvo a Rajoy, supongo que por imposibilidad
manifiesta, a nadie se le ocurrió que igual no estaba tan mal emplear la lengua
de 400 millones de personas y medio COI antes de hacer el ridículo expresándose
en otra como un niño de primaria-; no, lo patético fue el propio discurso, lo
que dijo, no solo cómo lo dijo. No puede merecer recompensa la insistencia en
tópicos gastados, en una imagen del país que es preciso esforzarse en superar.
No lo lamento porque me resulta indeseable esta
importancia concedida al deporte. Como si ese descollar en lo banal pudiera
compensar carencias graves en otros campos. Como si fuera igual acumular medallas
olímpicas y nobeles de física. El deporte como cimiento de la identidad
nacional, como único campo en el que es posible exhibir orgullo patrio. Nos
tienen que conceder los juegos “porque somos una potencia deportiva”.
No lo lamento porque no creo que merezca
premio la exhibición de provincianismo y acriticidad en torno a esta cuestión.
Lo dicho, ni una palabra de los discrepantes, pero tampoco una reflexión acerca
de qué piensan de verdad por ahí fuera. El triunfo de Tokio no ha extrañado en
ningún sitio, salvo aquí, porque solo aquí llegamos a creernos que Madrid fuera
la favorita. Y solo había que leer algún medio de fuera. Curioso, hacen falta cosas así para descubrir que, todavía, este
sigue siendo un país ensimismado, preso de clichés de de otro tiempo. Entre los
telediarios de estos días y los viejos NO-DO median solo los colores. Y, pues,
¿qué han de ver los demás sino el “país simpático” que nos empeñamos en ser?
¿En qué nos hemos concentrado todos estos años sino en ser el “país de la
fiesta”? Pues eso somos, el país de la fiesta. No otra cosa. El eterno
aspirante a la modernidad. El país del que, cuarenta años después –cuarenta años,
se dice pronto- se sigue hablando como una “nueva democracia”, de un país “muy
cambiado”. Y no es que nos tengan manía, ni mucho menos –hace tiempo que
dejamos de tener entidad suficiente para eso, salvo en algún lugar del mundo
con problemas parejos a los nuestros los odios son privilegios reservados a las
grandes potencias-; simplemente, recogemos lo que sembramos.
Y, precisamente –y vamos a la última y más
importante razón-, nada ayuda a la percepción de España como país sólido el
fundar el crecimiento en continuas alharacas. En el “modelo Barcelona”. La
ciudad que, para seguir en el mapa, parece necesitar cada día un festival. La
alusión a los Juegos como “motor de crecimiento” apunta, una vez más, a los
pilares del modelo de siempre, el modelo de la inversión pública, la
infraestructura, la construcción y el trabajo precario. El que genera rápidos y
volátiles ingresos fiscales y permite mantener las elefantiásicas estructuras
administrativas que son marca de la casa. El modelo del trabajo sordo, el paso
a paso, la contención del gasto, la iniciativa privada innovadora no parece
atractivo. ¿No hay paciencia suficiente? ¿No se adapta a los valores patrios?
No, sencillamente no da réditos a la velocidad que se precisa. El ritmo al que
se construye un país robusto de verdad –el mejor país del mundo para vivir, que
España podría serlo, por qué no- un país denso no es el del comisionista, el
del buscador de rentas o el del político de corto vuelo.
Un país que distinga cultura de espectáculo,
que apueste de veras por la educación, por la creatividad empresarial, por
instituciones sólidas y respetadas, por la sociedad civil, por el camino largo,
el mérito y la excelencia es un país mucho más aburrido y, sobre todo, que se
mueve más despacio, pero con una dirección marcada. No nos han dado los juegos
y yo me alegro. Hora era de que nos quedáramos a solas con nosotros mismos,
para afrontar nuestros problemas sin muletas. Y a los que los quieren a toda
costa, por la razón que sea: vendrán cuando otras cuestiones estén resueltas,
no al contrario.
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