lunes, 28 de octubre de 2013

Rigoberto o el escapismo


En "El Héroe Discreto", la última novela de Vargas Llosa aparece toda una serie de viejos conocidos del universo vargallosiano: el sargento Lituma y los Inconquistables y, sobre todo, don Rigoberto -el de los Cuadernos- y su muy literaria familia, compuesta por su segunda esposa, Lucrecia, y el inquietante Fonchito, el niño que se obsesionaba con su madrastra y los dibujos de Egon Schiele y reaparece hecho ya un mocito, pero igual de peculiar.

En este libro, Vargas nos presenta muy a las claras a Rigoberto como el esteta escapista que es. Busca su sustento como abogado bien posicionado de una importante empresa de seguros pero, en cuanto puede, huye a refugiarse en un mundo de belleza en forma de libros, música culta y grabados (eróticos, por más señas). El estudio de Rigoberto en su ático limeño se nos aparece como una especie de atalaya, una suerte de torre de marfil donde rigen otras reglas, donde nada rompe la paz y el goce estético. A refugio de la grosería, la ordinariez y el mal gusto que, próspero o miserable, no importa la época, parecen siempre campar por sus respetos en el Perú (o España, tanto da). En su ático, Rigoberto anhela volver a una Europa que, desde Lima, parece antojársele una arcadia; la Europa, claro está, de sus ciudades literarias y de los museos donde cuelgan los cuadros de esos pintores que le fascinan.

Esa "huida hacia la belleza" es una cierta constante en la obra de Vargas. Me viene a la cabeza, ahora mismo, el protagonista de "Travesuras de la Niña Mala", cuyo solo afán era vivir en París. Vivir viendo París. Qué hacer para lograrlo es secundario, posiblemente algo convencional – en la novela, ser traductor para la UNESCO.

Estos personajes vargallosianos son algo así como exiliados interiores. Ajenos a un mundo que desprecian o que, en el mejor de los casos, les es indiferente, donde, todo lo más, buscan el imprescindible sobrevivir. No es, necesariamente, que no se desenvuelvan con soltura en el mundo exterior -Rigoberto, sin ir más lejos, es buen abogado, probo y alto funcionario, de plena confianza, en la aseguradora que le mantiene y a la que ofrece su máxima lealtad profesional- pero ahí no pasan de cumplidores; su querencia está en otro lugar. La alta cultura, la cultura con mayúscula ofrece un universo paralelo al que se huye, al que se escapa en cuanto se puede.

Rigoberto y compañía no son, desde luego, revolucionarios de ninguna clase. Les asquea, sí, el mundo –llamémosle real- en el que viven, pero no muestran interés alguno en cambiarlo. Lo dejan por imposible. No buscan, en su viaje estético, inspiración para acción de clase alguna fuera del mundo virtual, no tienen interés en desarrollar una actividad intelectual o en difundir ningún mensaje. Son estetas puros. La belleza y el solaz que proporciona se erigen en fines en sí mismos. ¿A quién le interesa este mundo feo cuando se puede gozar de uno mucho más hermoso sin más que asomarse, pongamos por caso, a los cuadros de Schiele? El alegato de que el mundo de los cuadros no existe es, por supuesto, mucho más que discutible. ¿O acaso no obtiene Rigoberto placeres sin cuento de la contemplación de sus grabados eróticos? Si se quiere decir, por ejemplo, que las mujeres que contempla y con las que fantasea carecen de encarnadura, se podrá estar de acuerdo, de ahí a afirmar que “no existen” media un trecho. De ciertos personajes literarios –por seguir con los ejemplos- se pueden predicar casi todas las virtudes de las compañías supuestamente reales y casi ninguno de sus defectos, lo que, no se negará, es una enorme ventaja.

El rigobertismo –seguro que la actitud de don Rigoberto conoce precedentes y cuenta con denominaciones más precisas, pero así nos entendemos- es muy tentador. Que este  mundo, llámese “real” conforme a las convenciones, no es buen lugar para espíritus sensibles es cosa que merece poco comentario. No es tanto que el mundo sea un lugar malo. Es, sobre todo, que es un sitio feo. La vida, ya se sabe, es dura. Pero no es esto lo peor, lo peor es que, buena parte del tiempo, es desagradable. Estéticamente desagradable, quiero decir. Cualquiera que se asome, día a día, a los periódicos españoles, pongamos por caso, aparte de un lenguaje muchas veces basto y feo en sí mismo, se topará con un espectáculo muy ordinario, de mal gusto. Nuestra vida pública es así, grosera, bajuna, poco agradable. Y lo es a casi todos los niveles, para qué engañarnos.

Uno se pregunta si, más que buscar lo que difícilmente se va a encontrar y, sobre todo, más que cambiar lo que difícilmente tiene arreglo, no será mejor aplicarse a buscar un refugio rigobertiano. Construirse un pequeño espacio para poblarlo de cosas de verdad bellas y volver a él cada vez que no se pueda más, o cada vez que se pueda, simplemente. Igual esto es escapismo. Hedonismo, si se quiere. Pero no se me negará que es tentador, sí.

 

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