A lo largo de esta semana se han publicado
algunos artículos interesantes sobre la cuestión catalana, en particular, uno
de Elisa de la Nuez y Javier Gomá (colaboradores habituales del excelente blog
“Hay Derecho”) en el diario El Mundo (aquí),
muy en la línea del que glosaba yo hace unos días, del propio Gomá en el citado
blog, por cierto, en interesante polémica con Luis Garicano (mi propio artículo
y el vínculo a los de Gomá y Garicano, aquí).
También otro, del que no dispongo de copia electrónica, de Borja de Riquer en
La Vanguardia del día 30 de octubre. Es este el que me interesa comentar hoy.
Riquer recupera una tesis que no es novedosa, pero está bien traída y que él
expone muy bien. En síntesis, y espero no traicionar al autor: el nacionalismo
español tiende a interpretar la crisis territorial como una crisis de estado, e
incluso está dispuesto a admitir, en ocasiones, que España es un estado
fracasado o, por lo menos, un estado no tan exitoso como sus modelos
–señaladamente, Francia, nuestro modelo por excelencia desde principios del
siglo XVIII-, pero soslaya que, en realidad, el fracaso de España lo es como
nación, cosa que no pugna sino más bien conlleva el fracaso del estado –al
menos cuando la construcción de este parte del presupuesto (erróneo, al
parecer) de que la nación existe- pero es algo distinto, probablemente más
profundo y tanto vale decir que más grave. Solo desde el reconocimiento de esta
realidad, quiero entender a Riquer, tendrá solución el problema territorial, si
es que alguna vez tiene alguna.
La tesis de Riquer, ya digo, no es nueva y es,
desde luego, intelectualmente atractiva. Vaya por delante que el concepto de
nación es suficientemente equívoco como para que resulte muy difícil operar
cabalmente con él –aquel que dijo que era un concepto “discutido y discutible”
tenía tanta razón como escaso sentido de la oportunidad y el contexto- o, dicho
de otro modo, permite sostener tesis aparentemente contradictorias, bastando a
ello definiciones distintas. Cuando Riquer dice que España ha fracasado como
nación, ¿a qué se refiere? Probablemente a que la idea de España no ha logrado
concitar en torno a sí apegos sentimentales del tipo de los que sí despiertan
las nociones de Francia, Alemania o, por lo visto –y de lo que se trata-
Cataluña, por poner solo unos cuantos ejemplos. No se trata, imagino, de que
una nación tenga que ser culturalmente homogénea. Suiza o la propia Alemania no
lo son –tampoco lo es Italia- y nadie discute –quizá sí en el caso de Italia-
que sus historias como naciones son historias de éxito.
España, según ciertas tesis, se asimilaría más
a Bélgica o Yugoslavia. Sería un mero agregado, un estado y nada más. No hay
españoles sino de pasaporte como nunca hubo casi ningún yugoslavo y es
cuestionable que siga habiendo belgas. No se contempla la posibilidad de que
los españoles sean como los suizos, en versión más pobre.
Hay que aceptar, por evidente, que, en efecto,
España no está tan perfectamente acabada, desde cierto punto de vista, como
puedan estarlo otras naciones de nuestro entorno. Pero no, esto no es
Yugoslavia, creo, e intentaré explicar por qué.
España no es una mera construcción artificial
porque, en su caso, el fracaso de la idea de nación ha sido parcial. Hay
multitud de españoles que no conocen más nación que España o que, sin perjuicio
de sus particularidades, viven su condición de españoles como no problemática
y, desde luego, entienden que esa es una condición nacional. Eso es así no solo
en la España puramente castellana o en la España central, sino también en
múltiples zonas y regiones ajenas al núcleo de la castellanidad, incluidas, por
supuesto, el País Vasco y Cataluña. En el caso particular de Cataluña hay, es
innegable, amplias capas de población que no reconocen más condición nacional
que la catalana, pero también sigue habiendo grupos muy numerosos de personas que,
o bien se reconocen puramente españoles, o bien viven su españolidad, de modo
no problemático, como corolario de su catalanidad (inciso: el problema del
nacionalismo para aceptar la propia complejidad interna de sus territorios es
también proverbial, pero esto es otro asunto). España es un país plural, sí,
pero no al modo de Suiza.
Por tanto, incluso admitiendo que la idea
nacional española ha sufrido avatares muy notables y padecimientos –especialmente
durante el siglo XX- con pocos paralelismos en otros lugares de Europa, afirmar
que España es una nación fracasada o que España no ha sido capaz de crear
españoles es ir, quizá, demasiado lejos. Sigue siendo más ajustado decir que
existen sectores de la población –que incluso
pueden ser mayoritarios en sus respectivas regiones, concentrados, de hecho, en
el País Vasco y en Cataluña- que, efectivamente, no reconocen en España más que
un estado. Dicho de otro modo, una cosa es reconocer que los nacionalismos
periféricos existen y ocupan un espacio político significativo –lo cual tendrá
las consecuencias que haya de tener y se puede, desde cierto punto de vista,
interpretar como un fracaso parcial del proceso de nacionalización- y otra bien
diferente decretar la inexistencia de España como nación y su pleno fracaso
histórico.
Mi segunda objeción a la tesis de Riquer tiene
que ver con su carácter antihistórico. Apoyándose en ilustres pensadores,
incluido Ortega –que hablaba mucho, ya se sabe- Riquer sostiene que no es que
España no sea una nación sino que no ha llegado a serlo, esto es, que no lo ha
sido nunca o que ha sido permanentemente una nación in fieri. Y esto es
muy cuestionable. Si lo que se quiere decir es que el problema catalán y vasco
existen desde hace mucho tiempo, parece necesario concordar, si bien tampoco es
del todo ajustado decir que han estado ahí “siempre” y siempre con la misma
virulencia. La tesis de Riquer, ahora, no solo no suena extraña, sino que no
será difícil, ya digo, que suscite simpatías –en Cataluña y fuera-; es probable
que haya muchos españoles que, enfrentados con la cuestión de si la suya es una
nación, alberguen dudas intelectuales honestas. La misma tesis, en 1980,
hubiera sido probablemente descartada de plano o, por lo menos, hubiera sido
tenida por exótica. Con los apellidos que se quiera, la idea de España como
nación no hubiera sido, en esa época, tenida por problemática en la medida que
lo es hoy.
Y es que, y he ahí base de mi segunda objeción a la tesis de Riquer, es posible que España adoleciera de un endeble proceso de construcción nacional, pero es incuestionable que, como pocos países Europeos, vive un proceso de patente des-nacionalización, al menos en algunas de sus regiones, e incluso puede decirse que en todas, por la vía de la absoluta pasividad. No me atrevo a afirmar que una nacionalidad deba construirse, lo que es cierto es que en España no se construye, al menos por lo que hace a la nación española, sí ciertamente en lo que toca a los nacionalismos periféricos. Por razones que tienen que ver con el proceso de descentralización, pero no solo con este –tienen tanto, o más, que ver con los traumas patrios y, muy especialmente, con el rol de la izquierda en la pedagogía política- España no se halla, en cuanto a su construcción nacional, en su estado más pleno, sino que ha desandado camino. Por la vía, ya digo, del ataque y la falta de defensa.
Es difícil hablar de fracaso en la consecución
de lo que no se busca. La ausencia de una realidad nacional española no es,
como Riquer parece querer sugerir, un hecho histórico patente, del que solo
cabe tomar razón, sino una tesis polémica, interesada y conscientemente
introducida en el debate por los nacionalismos periféricos que, como es obvio,
no se comportan respecto a ella como observadores neutrales. No, no estamos
ante un hecho incontrovertible y admitido por nuestras mejores cabezas, sino
ante una verdadera petición de principio.
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