lunes, 13 de octubre de 2014

MIENTRAS ESPERAMOS NUEVAS ÉLITES


Este fin de semana, en parte al socaire de la fiesta nacional, ha sido pródigo en reflexiones “en tono noventayochista o del catorce”. Reflexiones un punto desesperadas o, cuanto menos, un punto pesimistas acerca de este país y su destino inmediato. Y, ciertamente, el momento no invita al optimismo. Contra el panorama de fondo que forman la amenaza de recesión que viene de Europa y el sempiterno problema catalán se juntan la crisis del ébola –la propia desdicha de que el virus anide entre nosotros y, cómo no, la consabida exhibición de mal gusto de nuestra infame clase política- y la mierda que rebosa del pozo sin fondo de las cajas de ahorros. Hay autores que nos aperciben de que el pesimismo no es buena receta para nada y que caer en la desesperación no conduce a ningún sitio. Hay quien nos recuerda que este país puede ser como Dinamarca, si queremos. Es posible, pero hoy por hoy se aprecia una notoria carestía de daneses por estos andurriales. Y fabricar daneses lleva años. Todos estamos razonablemente de acuerdo en que el cambio que este país necesita solo puede operarse a través de una reforma profunda de la educación –la educación en sentido lato, no meramente la política escolar, que también- y un cambio de valores y prioridades. El problema es que a nadie se le oculta que esas cosas llevan años.

¿Cómo solucionar en un plazo relativamente corto nuestro problema más acuciante que es el de la falta de élites? La respuesta, claro, es de ninguna manera. Este país no puede generar de la noche a la mañana la aristocracia ciudadana y de mérito que le viene faltando desde que gobernaban los Austrias mayores. No podemos, de un día para otro, recuperar los años perdidos. Es probable que algo mejore con el cambio generacional –con el propio aire de novedad- pero tampoco es conveniente hacerse demasiadas ilusiones. Una cosa es que las nuevas generaciones estén técnicamente mejor preparadas para muchas cosas y otra bien diferente que hayan, que hayamos, asumido enteramente otros paradigmas.

Cabe, eso sí, algún paliativo. Algo se puede hacer para limitar el deterioro institucional, si se quiere. Ciertamente, las técnicas organizativas no pueden suplir enteramente las carencias de un sustrato de valores, como ha quedado bien acreditado en estos años en los que la importación de patrones foráneos, como la proliferación de administraciones presuntamente independientes, ha resultado inútil, pero algo pueden ayudar. El nudo gordiano de la crisis institucional española se encuentra en los partidos políticos y ello por dos motivos: porque su propia organización interna es defectuosa y porque ocupan mucho más espacio del que les corresponde. En ambos aspectos se puede progresar significativamente.

Las líneas que habría de seguir una reforma del sistema de partidos ya han sido expuestas reiteradamente. Es necesario democratizar su funcionamiento, por una parte y hacer transparente su financiación, por otra. “Democratizar” los partidos no equivale necesariamente a hacer obligatorias las elecciones primarias para proveer los principales cargos –tampoco aquí democracia equivale a votar, lisa y llanamente- sino a que, realmente, las estructuras sean permeables, hacia dentro y hacia fuera. Existan o no elecciones primarias, no parece razonable, por ejemplo, que se pueda imponer a la presentación de candidaturas a los cargos orgánicos el requisito de obtener un número de avales o apoyos previos inasequible a quien no controla los propios recursos organizativos. Entre el asamblearismo y la organización cerrada al más puro estilo del partido comunista soviético existe una amplia gama de grises. En la cuestión financiera tampoco hay demasiado lugar a equívocos: admisibilidad de distintas fuentes –con predominio de las privadas en detrimento progresivo de las públicas, que solo deberían cubrir mínimos-, riguroso control –probablemente a cargo de un órgano distinto del inútil Tribunal de Cuentas actual, quizá incardinado en el poder judicial- y, por supuesto, severísimas sanciones a la transgresión.

Más importante, empero, es lo segundo: toda vez que es un poco infantil esperar milagros de unas organizaciones que, como todas, tienden a expandirse y perpetuarse, lo inteligente es disminuir el volumen de influencia de los partidos en la vida española. Por una serie de razones, en parte imputables a ellos mismos y en parte imputables a la bisoñez de una sociedad poco hecha a la vida en democracia, los partidos políticos en España han pasado con mucho la frontera en su función de mediadores entre sociedad y estado para devenir estado tout court. El estado es, hoy, un estado de partidos, una suerte de estado corporativo. No hay tal íter estado-partidos-sociedad, puesto que los dos primeros términos son, de hecho, uno. Y esto, incluso en el seno de una sociedad que propende poco al asociacionismo y, en general, carece de un sistema sólido de generación de élites como la española es mejorable.

En primera instancia, por supuesto, mediante la reforma del sistema electoral. Por supuesto que no cabe esperar, tampoco, milagros de esto. Con toda probabilidad, los mismos partidos que hoy señorean el sistema de listas cerradas y bloqueadas por provincias dominarían ampliamente cualquier otro, sencillamente por la falta de alternativas. Pero un sistema de distritos uninominales –por tanto, mayoritario por naturaleza- cabalmente definido ofrece un hueco para los “errores”, para que se cuelen propuestas alternativas y, sobre todo, para romper el mandato imperativo: el diputado deberá siempre responder ante sus electores, que no serán muchos. Una campaña ceñida a un pequeño distrito –a un conjunto de pueblos en una provincia rural o incluso a  menos que un barrio en Madrid o Barcelona- ofrece cierta igualdad de armas. Por supuesto que, fuera del control de los partidos políticos tradicionales, anidan también el populismo y la irracionalidad –que no son desconocidos dentro de estos- pero merece la pena correr el riesgo. ¿Cuántos ciudadanos respetables y con ganas de trabajar por el común presentarían sus candidaturas a través de un sistema que no exigiera pasar por las horcas caudinas del sistema de partidos? No sé, quizá no muchos, pero se podría ver.

En segundo lugar, es preciso reforzar la división de poderes en sentido amplio. El actual Consejo General del Poder Judicial debería ser eliminado de la faz de la tierra por irreformable y sustituido por un órgano con capacidades limitadas: los jueces no deben ser gobernados sino administrados. Los órganos directivos de las administraciones independientes de cariz técnico, suponiendo que deban existir y ser algo más que simples departamentos desconcentrados –algo no probado en la mayoría de los casos, dado que no proveen, la mayoría de las veces, ninguna ventaja apreciable respecto a estructuras más tradicionales- deben proveerse a través de sistemas de filtrado de candidatos,  de modo que la elección de los órganos políticos se limite a lo ya aceptable. Eso incluye, por supuesto, a los tribunales Constitucional y de Cuentas.

Y, en fin, es necesario, sencillamente, reducir el ámbito de lo político entendido como sinónimo de lo “público”. El sector público debe reducir sustancialmente su tamaño y debe devolverse, por tanto, a la sociedad y al mercado la capacidad de decisión sobre un gran número de materias hoy intervenidas. No podemos, quizá, asegurar el buen funcionamiento de partidos y administraciones, pero sí podemos disminuir el ámbito de lo que se somete a su control.

La pregunta vuelve a ser, claro, quién le pone el cascabel al gato. Perdida la ocasión de la gran crisis –las crisis son también oportunidades- va a ser muy difícil que la iniciativa surja del propio Leviatán. Pero no nos engañemos, esto sí podría hacerse y hacerse rápido… mientras esperamos el advenimiento de esas élites sanamente patriotas, cultas y formadas, dispuestas a cambiar este país de una vez y para siempre.

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