Dos de nuestras mejores cabezas actualizan un
viejo debate. Al modo de Ortega y Azaña –decidan ustedes cuál es cuál- Luis
Garicano (aquí) y
Javier Gomá (aquí)
debaten sobre el sempiterno tema de Cataluña. Nadie discute que la respuesta de
Rajoy al desafío de Mas y compañía ha sido la única posible. El presidente
tenía poca elección, porque las leyes, en tanto no sean cambiadas, han de ser
cumplidas. Pero hay un día después y ese día, como el dinosaurio de Monterroso,
como siempre, Cataluña sigue ahí. Donde siempre estuvo, claro.
A partir de aquí es donde Garicano y Gomá
comienzan a discrepar. El primero está por intentar buscar el famoso “encaje”,
por dar los pasos que hagan a Cataluña y a los catalanes más cómoda la vida en
España. Algo que pasa, supongo y si entiendo bien al profesor de la LSE, por
profundizar en el autogobierno y, en buena medida, por una profundización en el
reconocimiento simbólico, por modificar el estatus de Cataluña, su cultura, su
lengua y sus instituciones. En fin, lean a Garicano que siempre merece la pena
y el resumen no le hará justicia. Gomá disiente. No porque mantenga posturas
esencialistas o porque crea que las propuestas de Garicano sean indeseables en
sí –leamos también a Gomá, por supuesto- sino porque se barrunta que lo que, en
suma, sería una profundización en la descentralización del estado, ya hasta
extremos que amenazan su integridad y su utilidad, una vez más, no resolvería
el problema sino que, simplemente, nos abocaría a un episodio más de un proceso
que venimos viviendo desde la Transición. Cataluña no alcanzaría su
independencia de derecho –dependiendo del carácter más o menos confederal del
estado que diseñáramos, incluso podría alcanzarla de hecho o casi, al modo del
País Vasco- en este envite pero sí en el siguiente. Gomá se plantea, con buen
criterio que si Cataluña ha de ser independiente, igual es mejor que zanjemos
el debate ahora.
Creo que convengo con Gomá y, muy modestamente,
creo que así lo expuse (aquí)
hace ya más de un año. Por supuesto que no me apetece nada ver roto este país
ni creo que, al menos a corto plazo, esa ruptura sea un buen negocio para
nadie. La independencia de Cataluña, de ser, será un trauma descomunal. Pero no
es el peor de los escenarios posibles, al menos para quienes no mantenemos una
concepción esencialista de la unidad de España como estado. Dos palabras de
explicación: creo firmemente que España es una nación y creo que eso no
contradice que, en su seno, puedan existir grupos humanos que se conciban a sí
mismos también como naciones –yo mismo tampoco tendría problema en admitir, más
bien todo lo contrario, que Cataluña cuenta con atributos de nación y en
absoluto me parece polémico concederle ese calificativo-; no lo contradice, y
tampoco descubro nada, porque en términos políticos y culturales el concepto “nación”
carece de la univocidad que tiene en el campo del Derecho (constitucionalmente
no hay más nación que el constituyente, la nación es sinónimo del pueblo
soberano). Pero no creo, como hacen los nacionalistas, en la relación de
necesidad que liga nación a estado. Por tanto, estoy perfectamente dispuesto a
admitir que la nación española podrá dotarse en cada momento de distintos
instrumentos jurídico-políticos para organizarse. “España” deberá ser, en cada
momento, la estructura que mejor sirva a los españoles porque no tiene otra
razón de ser.
Durante los últimos quinientos años, los
españoles –a ratos, los ibéricos- hemos contado con una estructura unitaria. Y,
con sus luces y sus sombras, esa estructura jamás ha funcionado tan bien, en
términos absolutos en comparación histórica, como lo hace ahora. Ello no es
incompatible con que el estado español necesite una profunda reforma, algo que es
indudable, y esa reforma, con toda probabilidad, no pasa por una mayor
descentralización o, al menos, no de una descentralización como se ha venido
practicando aquí durante treinta años. Es verdad que recentralizar y
racionalizar no son sinónimos. Hay estados descentralizados eficientes y hay
estados unitarios mastodónticos e ineficaces. Al menos, deberíamos poder
debatirlo. Y la cuestión catalana condiciona fuertemente ese debate, impele una
necesidad que prejuzga la solución: solo hay una salida, que es, parece hacia
un mayor relajamiento de los vínculos. La solución catalana puede no ser
solución para los demás. Y entonces es posible que la mejor solución sea
ninguna solución, sino cambiar definitivamente el esquema. Si Cataluña y el
resto de España discrepan radicalmente en cuanto a cómo organizar el estado
común, sí, puede que lo mejor sea que no exista ese estado común. Al día
siguiente, no hay cuidado, tan españoles seguiremos siendo unos como otros
(habrá quien quiera ver en esto un estigma, dejémoslo en aviso a navegantes).
Dejando de lado el escenario quizá más
probable, que es la inacción o el dejar que las cosas sigan su curso a golpe de
encuesta y recurso, como es propio de este gobierno de contables y abogados
(del Estado, por más seña), si Rajoy ofrece algo el día después –que es hoy- ese
algo, de forma más o menos rácana, seguirá, probablemente, la vía de Garicano:
una profundización en el autogobierno de Cataluña sin nada a cambio excepto,
claro, el aparcamiento, que veremos si es posible, no de la reivindicación,
sino de su ostentación permanente. Está por ver si con pasos en el orden
simbólico o no. Lo más probable, pues, es que vivamos una reedición del esquema
de transacción tantas veces vivido. Los esencialistas deberían mirar estas
cosas con preocupación porque la independencia de Cataluña, tan temida, no se
evita, solo se aplaza.
La única transacción posible es aquella que
pueda parar el proceso de erosión continua de los vínculos entre los catalanes
y el resto de los españoles –como caso más grave de la erosión de los vínculos
de los españoles entre sí, en general-. Lo único que asegurará la permanencia
de Cataluña en España es que se detenga el proceso de belgización de nuestro
país, que se detenga el proceso de reducción del carácter nacional español a un
elemento superfluo. Entiéndaseme bien, no estoy abogando por vueltas a épocas pretéritas
ni por la formación de ninguna clase de espíritu nacional –y cuando digo
ninguno es ninguno-, sino porque la españolidad de los catalanes mantenga un
mínimo carácter sustantivo que está perdiendo a marchas forzadas. “Españolidad”
no es, o no debe ser, sinónimo de castellanidad, por supuesto. A menudo los
catalanes dicen que nada tienen ni contra España ni contra los españoles, y es
cierto, por supuesto, al menos en la mayor parte de los casos. Y que viven su
condición de españoles con normalidad. Esto es menos cierto, probablemente,
porque esa condición se está reduciendo a la irrelevancia. El plano simbólico
se erige en esencial.
Una reforma constitucional –el único proceso
que puede dar traducción jurídica a lo que venimos comentando en el plano
político- es volver a barajar. Si hemos de reformar la constitución, será
porque el consenso que sustentaba el viejo texto ha variado. ¿Hemos de abordar
la cuestión de cómo encaja Cataluña en España para los próximos años o, más en
general, podemos abordar la cuestión de la España que queremos todos? ¿Desde
qué parámetros se ha de abordar esa reforma? Más concretamente, ¿qué
concesiones está dispuesta a hacer Cataluña? Si la respuesta es ninguna o solo,
precisamente, aceptar la existencia de España, es mejor que pasemos
directamente a otra cosa, porque eso empieza a parecerse maliciosamente a
aquellos planes árabes de paz que, a cambio de concesiones por parte israelí,
ofrecían el reconocimiento del estado de Israel –es decir, como colofón de la
negociación se ofrecía, nada más y nada menos, reconocer que la otra parte
existía-. Aparte de un límite necesario –que el estado resultante sea viable y
financiable- existe un límite simbólico: el estado no puede, no debe reducirse
a la irrelevancia. ¿Está Cataluña dispuesta a ello? La belgización no es una
solución, sino una ficción de solución. Bélgica existe porque existe Bruselas,
pero no hay aquí ninguna Bruselas que justifique un absurdo semejante.
El coste de la permanencia de Cataluña en España no puede ser ni la inviabilización de España como estado ni si desaparición fáctica o su reducción a un trampantojo, que elegantemente podemos llamar confederal. Simplemente, porque es absurdo. Y si Cataluña ha de ser independiente, que lo sea. Y si ha de haber una commonwealth ibérica ya lo hablaremos luego.
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