El escándalo de las tarjetas de Cajamadrid,
con todo lo que tiene de soez, de bajuno, de cutre, me ha llevado a pensar,
miren ustedes, en el Retrato de Dorian Gray. Ya se sabe, Dorian Gray, joven y
apuesto, se daba a la vida muelle, sin freno moral alguno, en la confianza de
que un retrato que tenía en un desván reflejaba los estragos que, en su
persona, debería haber causado tanta inmundicia. Cuando, al cabo de los años, descubre
el retrato, la visión solo puede inspirar asco. A la sociedad española puede haberle
ocurrido algo parecido. La exhibición de impudicia y la explosión de
incompetencia del desastre de las cajas de ahorros han sido algo así como abrir
el desván para destapar el retrato que reflejaba los vicios de una sociedad
que, anestesiada por el bienestar endeble, adicta a la droga de la deuda y la
inflación de activos se comportó como un Dorian Gray colectivo. El retrato
siempre estuvo ahí, pero no lo mirábamos. Viéndolo ahora, produce repugnancia.
Sí, esos directivos incompetentes, trincones,
horteras son nuestra imagen devuelta por un espejo de los del Callejón del
Gato. Son el producto de una sociedad carente de valores cívicos elementales,
que desdeña el mérito como fundamento del éxito, una sociedad de nuevos ricos
que, al cabo, mide ese éxito casi exclusivamente en dinero. Una sociedad que, a
fuerza de odiar el concepto de élite y pervertirlo, termina gobernada por sus
heces. Según dicen, había hasta ochenta y seis ejecutivos y altos cargos
agraciados con las dichosas tarjetitas, de diversos credos y obediencias
políticas y sindicales, de diversa formación y ocupación… y solo tres dejaron
de hacer uso de la prebenda, en la más que razonable convicción de que ahí
debía haber gato encerrado. ¿No es eso un maravilloso retrato de la sociedad
española? Tres, solo tres personas de más de ochenta se comportaron conforme
prescribe una ética de la responsabilidad. Y es probable que fueran tenidos por
los tontos del grupo. Curiosa unanimidad, ¿verdad? Ya digo, sin distinción de
ideologías.
Hagan la prueba: repartan tarjetas al azar por
la calle, entre sus amigos y conocidos. No se limiten a gente presumiblemente
ignorante, si quieren. Repártanlas entre quienes, a su juicio, tengan perfecto
entendimiento de qué es eso, de qué se trata y de qué impactos fiscales tiene o
debería tener –así se aproximarán, sobre poco más o menos, a la composición del
consejo de Cajamadrid que, además de varios economistas de relumbrón, albergaba
especialistas en fiscalidad, incluido algún secretario de Estado de Hacienda-.
Y díganles a los agraciados que, además de gratuita, la cosa es opaca, que
disfrutan de impunidad absoluta. Y, sobre todo, no lo olviden, por si alguno
les pone algún reparo moral –que hay gente rarita- subrayen que “todo el mundo
lo hace”, hagan que quien ande con remilgos, quien siga percibiendo que la ley
tiene un valor en sí, quien se quede incómodo porque, en el fondo, crea que
estas cosas son siempre pan para hoy y hambre para mañana se sienta un estulto
de marca mayor, profundamente gilipollas, el hazmerreír de sus amigos. ¿Cuánta
gente se resistiría? Si salen tres de cada ochenta, ya vamos bien.
Pensarán ustedes que es así aquí y en todas
partes. Que, al fin y al cabo, si se está en la confianza de que no habrá
castigo, acaban tirando de la tarjeta españoles y noruegos. No sé, igual sí.
Pero casualmente pasa aquí. Y es que, en efecto, parece Jauja. Somos incapaces
de pensar en los tremendos costes que este free lunch aparente lleva
consigo. Tendemos a pensar que un país es corrupto cuando mucha gente mete la
mano en la caja, tendemos a pensar en la corrupción en su dimensión,
llamémosle, criminal; pero la cara más preocupante de la corrupción es la
institucional. Un país es corrupto cuando en ese país las cosas no suceden
conforme a las reglas establecidas sino a otras diferentes, oficiosas, no
escritas pero igualmente conocidas de todos. Un país es corrupto cuando la
primera pregunta ante un empeño cualquiera es “aquí con quién hay que hablar”.
Es decir, cuando se parte de que las cosas no son como el manual dicen que son.
Un país es corrupto cuando proliferan los sobreentendidos, como, por ejemplo,
que la retribución de un consejero en un consejo mollar no se limita a las
dietas ni a otros conceptos que conoce el accionista. Un país es corrupto
cuando “listo” e “inteligente” no son sinónimos. Alguien –Norberto Bobbio,
quizá, me falla la memoria- dijo alguna vez que la democracia es el régimen
político en el que el ámbito de lo secreto se reduce al mínimo. También
podríamos definirlo como el régimen político en el que, en mayor medida, las
cosas ocurren de modo previsible conforme a pautas aprobadas públicamente. Es
otro modo de decir que la democracia es, más que otros regímenes, transparente.
Y cuanto más transparente es una democracia, más calidad tiene.
Resulta absurdo, para la mayoría, aceptar un
estado de corrupción solo por la expectativa de que algún día nos
beneficiaremos de una pequeña corruptela. El placer de sentirnos por un rato
más listos que los demás, de pertenecer por un momento al grupo de “los
enterados”, los que “saben”, los que entienden cómo hay que hacer las cosas “de
verdad” oculta la trágica verdad de que la mayor parte del tiempo la inmensa
mayoría estaremos siempre en el campo de los que pierden. El pequeño y malévolo
placer de aparcar en doble fila, de ser tú el que dice eso de “son cinco
minutos” oculta que, estadísticamente, tienes muchas más probabilidades de ser
el que se quede encerrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario