lunes, 6 de octubre de 2014

CAJAMADRID Y EL CALLEJÓN DEL GATO


El escándalo de las tarjetas de Cajamadrid, con todo lo que tiene de soez, de bajuno, de cutre, me ha llevado a pensar, miren ustedes, en el Retrato de Dorian Gray. Ya se sabe, Dorian Gray, joven y apuesto, se daba a la vida muelle, sin freno moral alguno, en la confianza de que un retrato que tenía en un desván reflejaba los estragos que, en su persona, debería haber causado tanta inmundicia. Cuando, al cabo de los años, descubre el retrato, la visión solo puede inspirar asco. A la sociedad española puede haberle ocurrido algo parecido. La exhibición de impudicia y la explosión de incompetencia del desastre de las cajas de ahorros han sido algo así como abrir el desván para destapar el retrato que reflejaba los vicios de una sociedad que, anestesiada por el bienestar endeble, adicta a la droga de la deuda y la inflación de activos se comportó como un Dorian Gray colectivo. El retrato siempre estuvo ahí, pero no lo mirábamos. Viéndolo ahora, produce repugnancia.

Sí, esos directivos incompetentes, trincones, horteras son nuestra imagen devuelta por un espejo de los del Callejón del Gato. Son el producto de una sociedad carente de valores cívicos elementales, que desdeña el mérito como fundamento del éxito, una sociedad de nuevos ricos que, al cabo, mide ese éxito casi exclusivamente en dinero. Una sociedad que, a fuerza de odiar el concepto de élite y pervertirlo, termina gobernada por sus heces. Según dicen, había hasta ochenta y seis ejecutivos y altos cargos agraciados con las dichosas tarjetitas, de diversos credos y obediencias políticas y sindicales, de diversa formación y ocupación… y solo tres dejaron de hacer uso de la prebenda, en la más que razonable convicción de que ahí debía haber gato encerrado. ¿No es eso un maravilloso retrato de la sociedad española? Tres, solo tres personas de más de ochenta se comportaron conforme prescribe una ética de la responsabilidad. Y es probable que fueran tenidos por los tontos del grupo. Curiosa unanimidad, ¿verdad? Ya digo, sin distinción de ideologías.

Hagan la prueba: repartan tarjetas al azar por la calle, entre sus amigos y conocidos. No se limiten a gente presumiblemente ignorante, si quieren. Repártanlas entre quienes, a su juicio, tengan perfecto entendimiento de qué es eso, de qué se trata y de qué impactos fiscales tiene o debería tener –así se aproximarán, sobre poco más o menos, a la composición del consejo de Cajamadrid que, además de varios economistas de relumbrón, albergaba especialistas en fiscalidad, incluido algún secretario de Estado de Hacienda-. Y díganles a los agraciados que, además de gratuita, la cosa es opaca, que disfrutan de impunidad absoluta. Y, sobre todo, no lo olviden, por si alguno les pone algún reparo moral –que hay gente rarita- subrayen que “todo el mundo lo hace”, hagan que quien ande con remilgos, quien siga percibiendo que la ley tiene un valor en sí, quien se quede incómodo porque, en el fondo, crea que estas cosas son siempre pan para hoy y hambre para mañana se sienta un estulto de marca mayor, profundamente gilipollas, el hazmerreír de sus amigos. ¿Cuánta gente se resistiría? Si salen tres de cada ochenta, ya vamos bien. 

Pensarán ustedes que es así aquí y en todas partes. Que, al fin y al cabo, si se está en la confianza de que no habrá castigo, acaban tirando de la tarjeta españoles y noruegos. No sé, igual sí. Pero casualmente pasa aquí. Y es que, en efecto, parece Jauja. Somos incapaces de pensar en los tremendos costes que este free lunch aparente lleva consigo. Tendemos a pensar que un país es corrupto cuando mucha gente mete la mano en la caja, tendemos a pensar en la corrupción en su dimensión, llamémosle, criminal; pero la cara más preocupante de la corrupción es la institucional. Un país es corrupto cuando en ese país las cosas no suceden conforme a las reglas establecidas sino a otras diferentes, oficiosas, no escritas pero igualmente conocidas de todos. Un país es corrupto cuando la primera pregunta ante un empeño cualquiera es “aquí con quién hay que hablar”. Es decir, cuando se parte de que las cosas no son como el manual dicen que son. Un país es corrupto cuando proliferan los sobreentendidos, como, por ejemplo, que la retribución de un consejero en un consejo mollar no se limita a las dietas ni a otros conceptos que conoce el accionista. Un país es corrupto cuando “listo” e “inteligente” no son sinónimos. Alguien –Norberto Bobbio, quizá, me falla la memoria- dijo alguna vez que la democracia es el régimen político en el que el ámbito de lo secreto se reduce al mínimo. También podríamos definirlo como el régimen político en el que, en mayor medida, las cosas ocurren de modo previsible conforme a pautas aprobadas públicamente. Es otro modo de decir que la democracia es, más que otros regímenes, transparente. Y cuanto más transparente es una democracia, más calidad tiene.

Resulta absurdo, para la mayoría, aceptar un estado de corrupción solo por la expectativa de que algún día nos beneficiaremos de una pequeña corruptela. El placer de sentirnos por un rato más listos que los demás, de pertenecer por un momento al grupo de “los enterados”, los que “saben”, los que entienden cómo hay que hacer las cosas “de verdad” oculta la trágica verdad de que la mayor parte del tiempo la inmensa mayoría estaremos siempre en el campo de los que pierden. El pequeño y malévolo placer de aparcar en doble fila, de ser tú el que dice eso de “son cinco minutos” oculta que, estadísticamente, tienes muchas más probabilidades de ser el que se quede encerrado.

 La impúdica exhibición que vivimos estos días debería poner de manifiesto que no, que no hemos sido “listos”. Antes al contrario, somos un pueblo muy estúpido. Un pueblo tan estúpido que acepta el deterioro profundo de sus instituciones, una realidad cierta, a cambio de ¿qué? ¿De colarnos algún día en una fila?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario