lunes, 20 de febrero de 2012

Francia

Como el dinosaurio de Monterroso, cuando despertamos –del sueño, de la borrachera de país rico- Francia aún seguía ahí. Y ahí sigue, como siempre, entre cerca y lejos. Poniendo de manifestó cómo de honda es esa sima que separa a los países con buen pasar, como España, de las naciones verdaderamente grandes. Quizá porque nuestros padres y abuelos hicieron tan rápido la hombrada de sacarnos del subdesarrollo en unas pocas décadas para transformarnos, con crisis y todo, en uno de los ¿quince, veinte?, qué más da, países más prósperos del mundo nos creímos que sería mucho más fácil colarse entre los ¿siete, diez? de cabeza. Entre los que cuentan de verdad, cuentan siempre. Y entonces nos faltaron las fuerzas. O empezamos a caer en que la distancia no era ya de larguras, sino de profundidades.

España ya tiene volumen. Lo que le falta, ahora, es densidad.

Y de todos esos sueños nos despierta Francia. Las burlas de los guiñoles, ¿duelen porque son sañudas o porque son francesas? Al fin y al cabo, no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, ¿cierto? La prensa anglosajona no nos llama dopados, es verdad, pero nos llama cosas peores, cada día, edición tras edición, los últimos cuatro o cinco años. Dejemos aparte que las reacciones sean menos furibundas porque no van contra nuestros iconos deportivos (van, por cierto, contra el país en su conjunto, imbuidas de prejuicios que casi cabría calificar de raciales, lo que tiene su miga). Nos molestan especialmente las críticas o las puñaladas que vienen de Francia. Igual habría que verlo con otro prisma. Uno no se burla de lo desconocido, porque no tiene gracia. Al menos, al otro lado de Pirineos, somos familiares.

Las razones para la envidia, sana, puñetera o ambas, cuando de Francia se trata, son múltiples, qué duda cabe. Empezando por el reparto de tierras. A ver, si no, quedando no cerca sino al lado, tan pegados que el viento lo tendría complicado para elegir, a ellos les tuvo que tocar diez veces más superficie cultivable, una tierra amena surcada de ríos caudalosos y navegables, y a nosotros un pedregal acastillado, con quinientos y pico metros de altitud media, donde llueve cuando Dios quiere y nunca a gusto de todos. Mala suerte.

Climas y suelos aparte, ellos supieron gobernar mejor su vida. En algún momento, hace algo más de doscientos años, dejamos de ir a la par, tomaron ventaja y hasta hoy, alcanzando verdadero virtuosismo en el arte de hacer de la necesidad y la propia debilidad virtudes. Seguro que habrá tesis sesudas sobre los porqués, y la historia de Francia y España –dicen algunos que, en suma, la misma historia, porque, se mire del lado que se mire, no se puede contar la una sin la otra- da para muchas especulaciones, pero tengo para mí que la diferencia estriba en la gran apuesta de unos y otros. Francia apostó por ser Francia y acertó. España apostó por una idea medieval y se perdió. No sé en qué momento los reyes de Francia concluyeron que el tiempo de la cristiandad había pasado y era la hora de las naciones. Quizá es, sencillamente, que la nation par excellence nació y vivió con tan perpetua sensación de amenaza que la urgencia de su salvación no daba para pensar en nada más. Al menos, eso es lo que me da siempre por pensar cuando evoco la figura del cardenal Richelieu, el muñidor de la Francia moderna, o de Francia a secas, capaz de tener a Europa en jaque, alianzas contra natura mediante si fuere necesario, espoleado por una perenne sensación de amenaza proveniente de todas partes. Hostil a todo y a todos a fuerza de sentir la hostilidad por los cuatro puntos cardinales.

A partir de ahí, Francia devino una idea necesaria para la civilización, un elemento axial del mainstream de la cultura europea, mientras España se ensimismaba y se regionalizaba. El vecino odioso, el rival a muerte, añadió a sus gracias la de invasor y, por tanto, catalizador de todas las iras patrias y, al tiempo, se tornó oscuro objeto de deseo. Ser profrancés o antifrancés, para nuestra desgracia, devino una especie de cesura básica, un eje fundamental de la política española durante siglo y medio. Y eso joroba.

De Francia han venido muchas cosas y la mayoría buenas. De Francia aún tenemos muchísimo que aprender. Y estoy convencido de que, en Francia, España interesa. A ratos, hasta gusta. Ya sabemos que gustar, admirar y respetar no son sinónimos. Francia no nos ve como un par. Lógico, porque no lo somos, y dejar de creérnoslo es el mejor acicate para llegar a serlo. Si queremos dejar, algún día, de ser esa “democracia joven”, ese país “de chispa”, ese país “simpático”, hagamos por serlo. Si queremos callar bocas de graciosos sin gracia, ya sabemos cuál es la receta: más tours, más mundiales, más torneos de tenis y todavía menos positivos, más severas leyes antidopaje.

París aún está lejos. Si creímos que estaba cerca, nos equivocamos. Hay que seguir caminando.

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