lunes, 13 de febrero de 2012

Creencias intocables

Las declaraciones de ciertos políticos, algunos, al tiempo, eminentes juristas sobre la sentencia que condenaba al juez Garzón por el caso de las escuchas a abogados me han traído a la cabeza dos de las obras más afamadas de Jean-François Revel: El Conocimiento Inútil (1988, editado en España en 1992), y La Gran Mentira (2000). En esas obras, Revel reflexionaba sobre el totalitarismo comunista y sobre cómo su realidad jamás estuvo escondida, jamás fue inasequible o fue hurtada al común conocimiento. Existieron, desde época temprana, pruebas abundantes sobre lo criminógeno –lo esencial, que no accidentalmente criminógeno- del totalitarismo estalinista. Revel apuntaba cómo durante muchos, muchos años, incluso hoy, la acumulación de evidencias fue perfectamente inútil, puesto que en ningún caso se consiguió no ya la condena generalizada, sino ni tan siquiera el desprestigio que, en buena lógica, hubiera debido arrostrar una doctrina tan dañina para los seres humanos en tantos lados.

A menor escala, y en otro orden más doméstico, causa idéntico pasmo cómo el Partido Socialista en nuestro país puede seguir blasonando de defensor intachable e incansable de la democracia y los derechos ciudadanos, cuando su historia está trufada de episodios que hay que ser muy generoso para calificar solo de oscuros; episodios que no solo son evidentes sino que nadie se ha tomado jamás la molestia de negar. Es, supongo, innecesario. El sentido de superioridad moral de quienes profesan ciertas creencias es totalmente inmune a cualquier indicio de que semejante superioridad pueda no estar demasiado fundada.

Los mecanismos mentales –ciertamente prodigiosos- que se emplean para reducir cualquier evidencia fáctica a la más absoluta irrelevancia son diversos. El más común es, desde luego, hurtar la propia creencia a la misma noción de falsabilidad. Por apabullante sea el cúmulo de pruebas que evidencien que unas determinadas ideas nunca han funcionado, jamás, en ninguna parte, puede no ser bastante para falsar las ideas en cuanto tales. Se tratará de una cadena, casi infinita, eso sí, de simples errores de aplicación, incapaces por sí mismos de probar lo erróneo del principio teórico. La izquierda es buena y virtuosa, y gobierna en interés del ciudadano, especialmente del más desfavorecido (como la derecha es mala y corrupta, y defiende intereses bastardos y antidemocráticos). El hecho de que, recurrentemente, los gobiernos de izquierda hayan traído cifras estratosféricas de paro, fracaso escolar o hayan degradado los mecanismos de igualdad de oportunidades entre otras calamidades que se ceban muy en particular con los más débiles y de que, a su amparo, hayan prosperado como chinches toda suerte de arribistas, nuevos ricos y buenos para nada no prueba más, si acaso, que determinados gobiernos de izquierda aplicaron mal el ideario, en sí intachable.

Las creencias, como decía Ortega, no se tienen. En las creencias se está. Las creencias habitan en un supramundo ideal, al que no se remonta la razón.

“Diga lo que diga la sentencia, es inocente”. O, “no necesito leer la sentencia para estar en desacuerdo con ella”. Estas dos perlas, referidas a la mentada sentencia de Garzón, han sido vertidas por sendos dirigentes de la izquierda española, tenido por bastante berzas el uno, fino jurista el otro. Una sentencia es, por definición, la subsunción de unos hechos en un mandato imperativo. El tribunal ha de rellenar el primer vano de la expresión “si resulta que… entonces…” donde el segundo vano es una consecuencia jurídica. Una operación delicada, susceptible de error, desde luego, pero también, siquiera teóricamente, de acierto. ¿Cómo es posible, pues, afirmar, que “diga lo que diga” la sentencia un reo es inocente? Se podrá decir que es inocente a pesar de lo que diga la sentencia, es decir, se podrá afirmar que está errada. O bien, se está afirmando que el reo en cuestión goza de una presunción de inocencia indestructible, es decir, que su inocencia es una verdad infalsable por los ordinarios medios que aplican los tribunales humanos.

Lo que, creo, afirman tanto el berzas como el fino jurista –y otros como ellos- es, en efecto, que la conducta del reo en cuestión no debe, no puede ser juzgada –puesta en relación- con el ordenamiento jurídico tal cual, del que resulta la base del “si resulta que… entonces…” sino que su conducta está ideológicamente validada, es conforme a un determinado sistema de creencias que tiene la propiedad de hacer irrelevantes las pruebas. Es inútil el conocimiento como es inútil el propio juicio. La ideología anula no ya la jurisdicción del tribunal, sino la jurisdicción de la misma razón humana.

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