domingo, 5 de febrero de 2012

Apertura abierta

En el ajedrez, la secuencia de primeros lances del juego –los primeros movimientos- recibe el nombre de “apertura”. Según tengo entendido, los estudiosos clasifican las aperturas en “abiertas”, “semiabiertas” y “cerradas”. Se denominan “abiertas” aquellas en las que el jugador que lleva la iniciativa, el que juega con blancas, comienza moviendo su peón de rey a la casilla cuatro de rey. A ello suele seguir un despliegue agresivo de sus piezas, presionando fuertemente sobre el centro del tablero. En otras palabras, en la apertura “abierta”, el blanco, haciendo valer su iniciativa, deja claras desde el principio sus intenciones, sin lugar a la timidez o a las posturas precautorias.

En símil ajedrecístico, podemos calificar también de “abierta” la apertura de legislatura que nos ha dispensado Rajoy. A la chita callando, y aunque la omnipresencia en el debate público de la cuestión económica haya podido hacer que la cuestión pase a un segundo plano, el gallego y su partido han lanzado un fortísimo envite ideológico en materias tales como educación, justicia o política exterior. Materias algunas sobre las que, junto con la política cultural, la izquierda ha venido cimentando su poderío, su preeminencia en el terreno de las ideas.

La progresiva asimilación de las políticas económicas del centro-derecha y del centro-izquierda, sintetizada en la suerte de pacto por el que el estado de bienestar –bandera de la socialdemocracia- queda constitucionalizado, se vuelve intocable de hecho (hasta ahora, claro) y, a cambio, la izquierda renuncia a sus programas máximos aceptando el marco de la economía de mercado ha llevado a mucha gente a pensar que las ideologías son cosa del pasado, que da igual, en suma, que gobiernen unos u otros puesto que, al fin y al cabo, las diferencias son de matiz. Ciertamente, cuan relevante es una diferencia o cómo de estrechos son los matices es cosa opinable, pero yo discrepo de semejante punto de vista. Las ideologías importan, y mucho. Es más, creo que es un enorme triunfo de la izquierda, precisamente, el que no nos demos cuenta.

La trinchera ideológica no ha desaparecido, sino que se ha desplazado, precisamente hacia esas cuestiones en las que, a primera vista, no se ventilan dineros. Por cierto que no es casualidad que la izquierda haya terminado replegada, en lo que a sus posiciones fuertemente ideológicas se refiere, en aquellas cuestiones a las que es más difícil encontrarles un hilo de conexión con el bienestar material de los ciudadanos.

Decía, en fin, que es en cuestiones tales como la educación, las políticas culturales o, incluso, la política exterior, donde la izquierda se ha acantonado y ha venido ejerciendo un dominio muy evidente, incluso en aquellos pocos años en los que no ha ostentado el gobierno. A través de su señorío sobre la educación, las industrias culturales o los valores que inspiran las políticas sociales, la izquierda –la izquierda socialista, se entiende, como única izquierda realmente existente- ha podido jugar a esa referencia siniestra de la “mayoría social”, arrogarse la representación natural de una sociedad modelada a su imagen y semejanza que, en buena lógica, debe expresarse a través de una mayoría parlamentaria acorde, salvo situaciones meramente patológicas, condenadas a lo episódico. La “mayoría social” es, por supuesto, transversal, abarca todos los aspectos de la vida colectiva y no para mientes ante divisiones artificiosas como las que sustentan los estados de derecho: deben plegarse a ella todos los poderes del Estado. Cuando Alfonso Guerra declaró muerto a Montesquieu no hacía ninguna figura retórica sino una declaración de intenciones. Ninguno de los contrapoderes que pueden equilibrar el cuadro quedó libre de embates y si, mal que bien, alguno resistió –como el poder judicial- no sin daños, otros rindieron plaza, de una vez y para siempre, como los cuerpos de la Administración pública.

Por múltiples motivos, la derecha nunca ha logrado equilibrar la balanza. En parte por sus propios complejos y porque, naturalmente, ha sido la primera promotora de esa idea del “ocaso de las ideologías” que excusaba muy convenientemente de explicitar la propia, y en parte porque no ha dispuesto del tiempo preciso. El aznarismo también quiso ser una cierta revolución, pero terminó abruptamente, y a Zapatero –él también inclinado a las aperturas abiertas, creo- le faltaron horas para resguardar en sagrado lo mejor del acervo, en especial, esas leyes educativas que aseguran que nunca, bajo ningún concepto, la noción de “mérito” pueda comenzar a roer el hermoso edificio del igualitarismo.

Rajoy se lanza, parece, a tumba abierta hacia la confrontación. Y hace bien. Le va mucho en ello. Es cierto que, ahora mismo, el Partido Popular disfruta de un poder al que no se le pone el sol, sin precedentes para la derecha española. Y es también cierto que el grado de postración por el que pasa el Partido Socialista tampoco tiene igual en la historia reciente. Pero, precisamente por ello, precisamente porque solo sobre los pilares ideológicos de las “materias indoloras” puede el socialismo aspirar a cimentar un futuro renacer, Rajoy debe pugnar por reequilibrar la historia.

Es dudoso que esa “mayoría social” que autorizaría moralmente a la izquierda para modelar a su gusto elementos esenciales de nuestro marco de convivencia exista. Es dudoso que haya existido alguna vez, por lo menos hasta el punto de reducir a la irrelevancia cualquier otra visión de la vida. La sociedad española es compleja y acoge múltiples puntos de vista legítimos que, al menos, no deberían encontrarse con el monolito de una cultura “correcta” que excluye por sistema a buena parte de ellos. Socialistas y nacionalistas –en sus propios ámbitos- se han acostumbrado a reducir todas las demás perspectivas a meramente toleradas. Y eso es una disfunción que debe corregirse.

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