viernes, 13 de julio de 2012

Defensa apasionada del Derecho administrativo

Una de las tendencias más persistentes en el sector público en los últimos treinta y tantos años ha sido lo que se ha dado en llamar la “huida del Derecho administrativo”. Desde el punto de vista organizativo, ello se ha traducido en la cada vez más frecuente atribución de funciones públicas, incluso de potestades de imperio, a entes progresivamente más alejados de las estructuras administrativas tradicionales, con capacidad de operar en Derecho privado y, con frecuencia, atendidos por personal no estatutario, sino laboral, no siempre seleccionado de conformidad con las técnicas tradicionales. En última instancia, especialmente en lo tocante a la intervención del Estado (en sentido amplio, es decir, comprendiendo las tres, cuatro o cinco administraciones que pueden llegar a concurrir en un territorio –si no les salen las cuentas, piensen cuántas administraciones gravitan sobre un ciudadano de un municipio cualquiera de la isla de la Palma, por ejemplo-) en la economía, se recurre directamente a ropajes mercantiles, mediante las múltiples sociedades públicas o semipúblicas que operan en nuestro país. Desde el punto de vista procedimental, por supuesto, se produce una progresiva relajación de los rigores propios del procedimiento administrativo que, en los casos extremos, está ausente: la administración, por tanto, se hace presente entre nosotros sin sujeción a ninguna de las cautelas que, cuando actúa sin disfraces, la embridan. El perro va suelto, sin bozal.

Este proceso ha venido, claro está, avalado por la palabra mágica: “modernidad”. La administración napoleónica tradicional –ésa que operaba desde rígidos departamentos ministeriales, estructurados como regimientos militares y servida por cuerpos de funcionarios reclutados a través de procesos competitivos de rigor, en ocasiones, mítico; esa que para gastar un duro tenía que pasar por engorrosos trámites y vistobuenos de otros cuerpos de funcionarios- era delenda por ineficaz, por caduca, por tradicional. Lo que requería un país moderno era una administración ágil, a imagen y semejanza de la existente en otros países que poco, o nada, tenían que ver con nuestro sistema jurídico y nuestras venerables tradiciones (inciso: quizá poca gente sepa que nuestro actual Consejo de Estado, por ejemplo –el principal órgano consultivo de la nación- es heredero directo del Consejo de Castilla, y lleva funcionando la friolera de quinientos y pico años, o que el Banco de España es solo cuatro años más joven que los Estados Unidos). Es más, incluso los organismos internacionales (siempre tan confiables, ellos, tan poblados de viejas glorias y de empleados de lujo siempre conexos con la realidad) solían recomendarnos, si no la desadministrativización, sí una pretendida despolitización de ciertas funciones, mediante su atribución a entes “autónomos” o “independientes”. Como si depender, en última instancia, de un gobierno que, a su vez, responde ante el parlamento, fuera un estigma.

Fuera de España se puede aprender muchas cosas, y las organizaciones internacionales hacen muchas recomendaciones dignas de atención. Pero, mira tú por dónde, éstas se han seguido con especial fruición. ¿No resulta sospechoso que los políticos sean tan entusiastas de este tipo de tendencias? ¿Que tengan un gusto tan marcado por estructuras “eficientes” y totalmente ajenas a los mecanismos tradicionales de control?

La realidad es que las premisas de partida son falsas. Una función administrativa no se ve más o menos perjudicada por su adscripción a un determinado órgano de la administración o a un ente semiautónomo. Hay abundantes experiencias de injerencia política indebida en instituciones teóricamente “independientes”, como las hay de funcionamiento escrupulosamente conforme a Derecho en departamentos de corte puramente clásico (¿Ejemplos? Muchos. La Dirección General de Seguros -un departamento ministerial- ha sido un supervisor tan bueno o mejor que la CNMV, que es un organismo autónomo. Y hay muchos más ejemplos). Y tampoco es cierto que el procedimiento administrativo, incluso aplicado con rigor, tenga por qué suponer ninguna clase de freno a la eficiencia. Es, ciertamente, un freno a la eficiencia y un derroche la intervención de la administración, bajo cualquier ropaje, en asuntos que no la competen, y la omnipresencia de la acción pública.

Creo que este debate no tiene nada de bizantino. La progresiva desadministrativización de la actividad pública ha traído consigo resultados nefastos. El primero, por supuesto, que sea prácticamente imposible, hoy, conocer la dimensión real del sector público y, por extensión, el tamaño real de su deuda. La proliferación de pesebres para colocar personajes que no podrían encontrar nunca empleos de igual remuneración en el sector puramente privado –pero tampoco hacer frente a un proceso selectivo para funcionarios- se vería mucho más dificultada si todos, o casi todos, los procedimientos administrativos y las estructuras orgánicas estuvieran sometidos al régimen jurídico que les es propio.

Resulta un tanto paradójico que, ahora que llegan los debates sobre los recortes presupuestarios, se centren sobre las funciones y órganos propiamente administrativos que son, por lo común, los más útiles, aquellos que prestan servicios o desempeñan tareas necesarias, incluso esenciales o, como mínimo, conocidas. Poca noticia llega sobre qué se tiene previsto hacer con toda esa paradministración que opera como la verdadera agencia de colocación de los partidos políticos –al fin y al cabo, la capacidad de absorción de cargos de la administración tradicional está razonablemente tasada-, si es que se tiene previsto hacer algo.

En este capítulo es, creo, recomendable un back to basics. Un volver a las esencias que no tiene por qué suponer la reaparición de viejos defectos. El “vuelva usted mañana” no es la administración, sino su caricatura. Ninguno de los vicios históricamente atribuidos a la administración napoleónica son consustanciales a la misma. Si los funcionarios son perezosos, negligentes o atienden con desdén, existen los procedimientos disciplinarios; no está escrito en ningún sitio que quien no desempeña función de imperio alguna haya de disfrutar de un puesto inamovible; como no está escrito que un procedimiento para adquirir una remesa de papel haya de ser igual de riguroso que la licitación para la construcción de un puente. La administración, en su configuración tradicional no tiene por qué ser lenta, ineficaz o una pesada carga.

Y, desde luego, lo que no tiene que ser la administración es una herramienta al servicio de ningún partido ni persona. Ha de ser, desde luego, dirigida por cargos electos, responsables ante el parlamento en última instancia, pero debe servir con objetividad a los intereses generales. Esto no es un mero desiderátum sino que me atrevo a afirmar que ocurre la mayor parte de las veces, y ocurre más en la administración tradicional que en el nuevo mundo paradministrativo. Pero es que, además, si algo enseña la experiencia, es que la técnica jurídica o la ciencia de la organización administrativa siempre son insuficientes allí donde falta el sustrato ético mínimo. El político irrespetuoso con la autonomía administrativa no se detendrá nunca ante obstáculos tan lábiles como las normas de organización. Qué más les dará a algunos que la ley proclame solemnemente que el Banco de España, por ejemplo, o la Comisión Nacional de la Energía han de ser “independientes” o “autónomos”. Siempre habrá vías de presión. Esos comportamientos han de ser frenados desde otra esfera: la judicial que, esta sí, disfruta –pese a los denodados intentos de cierto partido por evitarlo- de una independencia de otra naturaleza.

Creo que nuestro viejo –y, para algunos, querido- Derecho administrativo aún puede darnos algunas buenas respuestas. Se inventó para tratar con la bestia, no lo olvidemos.

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