jueves, 12 de julio de 2012

Rumbos y programas

Esta semana he leído algunos interesantes comentarios sobre ciertas declaraciones del ex canciller alemán Gerhard Schröder. El antecesor de Merkel explicaba cómo consiguió enderezar el rumbo de una Alemania que no terminaba de digerir el tremendo esfuerzo de la reunificación. Schröder cuenta cómo se diseñó una agenda de reformas de amplio calado, que se combinaron con políticas coyunturales destinadas a que la economía cambiara de cara, sin ahogarse en el camino. El que se quedó en el camino fue el propio canciller, por cierto, que tuvo que dar paso a la actual mandataria –que, en su primera legislatura, recuérdese, estuvo al frente de una gran coalición-. Al caso, no me llamó tanto la atención el contenido de las medidas adoptadas por el gobierno alemán –que, supongo, serían las que se consideraron adecuadas al difícil momento que vivía la economía germana- como la aparente obviedad de que formaban un plan coherente.

Como regla general, toda actividad de gestión de recursos, si se pretende racional, requiere de un plan. Siquiera con la simple finalidad de saber para qué demonios se gestiona, con qué fin se administra. Los objetivos perseguidos con una actividad gerencial pueden ser múltiples, dependiendo de la materia de que se trate y el contexto. Y, desde luego, el criterio es extensible a la gestión política, no solo en un concepto estrecho, esto es gestión política entendida como gestión de la política económica o administración de la cosa pública, sino también en el más amplio de gestión política como “gobierno” lato sensu, es decir, llevanza de la dirección del Estado. En puridad, un programa electoral o un discurso programático de investidura, por ejemplo, revisten, o deberían revestir, ese carácter de planes directores de una actividad que se debería querer presentar como coherente, como racional, sin perjuicio de que esa coherencia deba apreciarse desde una perspectiva ideológica. Hay políticas de izquierda, políticas de derecha… y políticas simplemente sin sentido, deslavazadas o meramente reactivas.

Las respuestas españolas y aun europeas a la crisis pecan de eso, de falta de coherencia, de ausencia de objetivos. Son meramente reactivas y, por ello, no es que parezcan responder alocadamente a los acontecimientos, sino que responden a ellos sin más. O eso parece. En este sentido, nos encontramos en las antípodas del planteamiento al que me refería más arriba: no vamos sino adonde nos quieran llevar.

Con frecuencia, se acusa a los mercados de irracionales, cuando no directamente de estar manipulados por oscuros intereses conspirativos. La realidad es, me temo, más simple: los mercados se orientan en exclusiva en razón de expectativas que se actualizan de modo constante, buscando siempre los agentes maximizar su beneficio. Los mercados no paran mientes en juicios morales ni consideran otras variables. No tienen por qué, es bueno que así sea y, en todo caso, basta con entenderlo y asumirlo. A menudo, enfrentados a un antagonista de la naturaleza que sea, tendemos a olvidar que comprender sus motivaciones es extremadamente útil, y suele tener más sentido adaptar nuestro comportamiento a éstas que pretender cambiarlas.

No parece muy sensato pretender que los demás se paren a buscar una coherencia en nuestras decisiones que nosotros mismos no somos capaces de encontrar o que no somos capaces de transmitir. ¿Verdaderamente hay alguien capaz de entrever un eje director de las políticas españolas y europeas de respuesta a la crisis? ¿Se sabe, a ciencia cierta, cuál es el objetivo? Es difícil, porque este no parece ser otro que responder a las demandas ajenas. Y, lógicamente, si uno hace de la reacción ante las peticiones de terceros el norte de su propio actuar, no puede extrañarse de terminar al capricho de esos terceros.

España no ha propuesto a “los mercados” ni al mundo un discurso coherente. Porque no es un discurso coherente una sucesión de “paquetes” de medidas, a cual más pretendidamente contundente. Lo que convierte una sucesión en un discurso es un hilo conductor, y ese hilo conductor no existe. Todo lo más, se explicitan objetivos que, en el mejor de los casos, son intermedios. ¿Hemos perfilado, de alguna manera, cuál ha de ser nuestro punto de destino? ¿Existe un equivalente a la agenda Schröder? No afirmo ni que sí ni que no, lo que sí afirmo es que, de existir, ni este gobierno ni, desde luego, el que le precedió ha sido capaces de explicitarla nunca.

Si alguien, de veras, cree que una pura y simple colección, por extensa que sea, de medidas forma un programa, le costará distinguir el navegar a vela del ir a la deriva. La diferencia se contrae a una noción fundamental: la de rumbo.

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