miércoles, 4 de julio de 2012

Traducciones técnicas

Manuel Conthe, a propósito de una obra de Krugman, se refiere aquí a uno de mis temas favoritos: la cuestión de la traducción. Contra lo que pudiera pensarse, siendo a priori menos compleja que la traducción estrictamente literaria, la calidad de las traducciones de los libros de corte científico o ensayístico –me refiero al ensayo técnico- suele ser pésima, al menos en los campos sobre los que yo leo con más frecuencia, que son los relativos a las ciencias sociales. Me imagino que se debe, claro, a que no es fácil hallar traductores doble o triplemente competentes –en la materia en cuestión, en la lengua de origen y en la lengua a la que vierten-. No, al menos, a los costes que pueden sufragar las magras tiradas de este tipo de obras en España. En muchos casos, la mala calidad de la traducción es tan evidente que no es necesario acudir al original para caer en ello.

Sobre la traducción, sus condiciones y su misma posibilidad, han corrido ríos de tinta. Ha habido grandes traductores que son también excelentes traductólogos. Es un empeño muy complejo, sin duda. A veces, puede que un imposible. Una traducción es siempre aproximada. El objetivo razonable para la traducción es obtener un texto interculturalmente equivalente, o lo más equivalente posible. Al menos en teoría, esa equivalencia debería ser más fácil de alcanzar en textos, como es el caso del ensayo, de género didáctico, en los que, en principio, predomina el lenguaje en su función referencial. O, dicho de otro modo, sí debería ser esperable de un traductor de ensayo que logre verter a la lengua de destino el mismo contenido informativo del original.  A partir de ahí, claro, queda hacerlo con un texto que, en lo posible, atienda también a las demás funciones del lenguaje, nunca ausentes, haga justicia a la calidad del autor y resulte decente en la lengua final.

La evidencia, ya digo, es que es frecuente que ni siquiera se alcancen esos mínimos y que uno se tope con frases y giros que no es ya que estén en español incorrecto, sino que provocan una absoluta perplejidad. Y no siempre es fácil intuir, mediante un proceso mental de traducción inversa a partir de una hipótesis sobre el error probable, qué pudo haber querido decir el autor. Eso exige, claro, disponer siquiera de intuiciones sobre la lengua de partida, lo que no siempre es posible. Y es que hay que partir, por supuesto, de la recomendación de Eco allí donde podamos: a poco que lo que vayamos a leer tenga una mínima trascendencia para nosotros, si nos es posible leer al autor en su lengua original, hagámoslo. La traducción, por perfecta que sea y por admirable que pueda resultar, ha de tenerse siempre por un mal necesario.

Muy a menudo, cuando se trata de ciencias humanas –cuando se trata de saberes, en general- la lengua de partida es la lengua inglesa. Ocurre incluso cuando el autor no tiene esa lengua como lengua materna. Y el inglés, ya se sabe, lleva mala vida.

Puede parecer paradójico, pero parece evidente que, a medida que el inglés avanza como lingua franca, como nuevo latín, va deviniendo una suerte de objeto inerte. Una lengua que mucha gente chapurrea, otros muchos hablan con corrección gramatical pero casi nadie la cultiva o se aproxima a ella como, antaño, solía acometerse el estudio de las lenguas extranjeras. Los estudiantes de inglés suelen tener –y tampoco es que esto sea irrazonable- interés en adquirir un vehículo de comunicación, no tanto una lengua en sentido propio, con todas sus implicaciones, con todo lo que conlleva. Conocer en profundidad una lengua supone dominar varios de sus registros y, necesariamente, algún grado de familiaridad con la cultura a la que sirve de soporte lo que, en el caso del inglés, supone un empeño notable, a poco que se considere la cantidad de países –y muy diversos, por cierto- en los que el inglés es lengua materna, o lengua básica de cultura, de capas muy amplias de la población, si no de todas.

La cuestión, en fin, es que los angloparlantes existen. Y ellos hablan una lengua real, tan viva y tan compleja como pueda serlo cualquier otra, no una especie de código estereotipado con vocabulario reducido. Todo esto puede ser irrelevante para el común de los mortales pero no, ciertamente, para un traductor. La circunstancia de que el inglés sea una lengua mucho más conocida que otras –por poco inglés que se sepa en España o en otros países con poblaciones tenidas por incompetentes para los idiomas, es mucho más que francés, que alemán o que swahili- ello no convierte su traducción en un ejercicio menor o al alcance de cualquiera.

Por consiguiente, quien pretenda verter un texto en inglés sobre economía, digamos al español, debería disponer de una serie de talentos. El primero de ellos es saber español. Algo que no debería darse por hecho por la mera circunstancia de que el candidato a traductor lo tenga como lengua materna. Eso, normalmente, solo quiere decir que se conoce el español mejor que cualquier otra lengua, pero cuando uno quiere dedicarse a trabajar con el idioma, los términos relativos deben ser sustituidos por algo más absoluto. Todos tenemos experiencias suficientes para acreditar que la competencia lingüística no debe darse nunca por supuesta. Traducir a un autor competente en su lengua siendo incompetentes en la nuestra es una tarea imposible. El segundo de los talentos es saber inglés. Saber inglés de verdad. Parece, de nuevo, de Perogrullo, pero no lo es. El traductor de inglés ha de conocer la lengua inglesa –y sus variedades- mejor no ya que un lector medio, sino mejor, por supuesto, que un lector avisado y dominador del idioma. Finalmente, es recomendable saber algo de economía. Digo “recomendable” porque, a diferencia de los talentos lingüísticos, los talentos técnicos pueden suplirse mediante el recurso a asesores expertos –lo que, antaño, se llamaban “revisiones”, vamos-.

Podríamos resumir diciendo que, así como el fin de la traducción es producir un texto culturalmente equivalente, el traductor debería ser, él mismo, un equivalente del autor, con la importante diferencia de que no se requiere la misma competencia para escribir una obra que para reescribirla. Aunque, a veces, según la obra y según el autor, no se anda demasiado lejos.

1 comentario: