domingo, 12 de junio de 2011

Socialistas somos todos

No sé si será cierto y, en todo caso, si non é vero, é ben trovatto, pero cuentan que un buen día Mussolini visitaba una fábrica. Acompañado del director, iban encontrando a su paso distintos grupos de obreros. “Y esos de allí, ¿qué son?”, preguntó el Duce. “Son cristianos, Excelencia”. “¿Y esos?” “Son socialistas, Excelencia”. “¿Y aquellos?”, preguntó Mussolini a la vista del tercer grupo. “Son comunistas”, respondió el director. “Pero, cómo, ¿es que no hay fascistas?” Dijo el Duce, manifiestamente contrariado. El director lo miró con cara de incredulidad, y contestó, como quien subraya la más evidente de las obviedades que “fascisti siamo tutti, Eccelenza

La anécdota viene a cuento porque, esta semana, tras las elecciones portuguesas que han desalojado del poder a los socialistas, varios diarios se han referido a la “marea imparable” que ha terminado por privar del poder a los socialdemócratas. De entre los países de cierto tamaño, parece que solo en España gozamos ya de un gobierno progresista, y más que nada porque no es fácil quitárnoslo de encima. En fin, que tenemos gobiernos de todos los colores, del centro derecha tibio a la derecha extrema pero, ¿hemos dejado de ser socialdemócratas? Parafraseando a nuestro director de la fábrica, me atrevería a decir que “socialdemócratas somos todos”, al menos en Europa y, desde luego, en España. Y lo seguiremos siendo cuando gane la derecha, si es que gana.

Ya me he referido a ello anteriormente y sigo convencido de ello: la ideología socialdemócrata está, en Europa y especialmente en España, constitucionalizada. Queda fuera del ámbito de lo debatible. Cuando, además, como ocurre en nuestro país, la imposición de determinados patrones ideológicos reviste formas muy diversas, a veces sutiles y a veces menos, pero en todo caso muy eficaces, las alternativas dejan de estar incluso dentro de lo legítimamente pensable.

Es verdad que media un cierto trecho entre lo que podríamos denominar el “paradigma socialdemócrata” europeo y su versión local, el “paradigma socialista” español. Pero creo que la gran reforma pendiente consiste, precisamente, en superar esa constitucionalización a la que me he referido. En otros lugares, la cuestión se contrae a un cuestionamiento del modelo económico, es decir, el famoso “modelo europeo” que habrá que ver si los gobiernos de derecha tienen redaños e ideas para cuestionar, en el supuesto, claro está, de que abriguen la más mínima intención, cosa que hay motivos para poner en duda. Pero en esta España de nuestros pecados, la cosa va, creo, mucho más allá.

Se ha dicho, creo que con acierto, que la crisis que padece nuestro país es económica en sus manifestaciones, pero política y social en sus raíces. Intentaré explicarme, porque puede que la cosa no sea tan dramática como parece, o a lo mejor sí, no sé. No están los tiempos para el optimismo y, por tanto, soy consciente de que lo que afirmo puede sonar extraño, pero creo que la historia española reciente es una historia de éxito. Por supuesto, no está escrito que no podamos ir hacia atrás como los cangrejos, porque no está escrito que las prosperidades sean perennes ni que las sociedades no puedan despeñarse, casi siempre por elección de un modelo político equivocado, y ahí está la Argentina para acreditarlo. Pero lo cierto es que España ha tenido éxito en su apuesta de salir del mundo subdesarrollado para integrarse en el reducido elenco de países que están en condiciones de ofrecer a su población una existencia digna. Y por ello deberíamos rendir tributo a las generaciones que nos precedieron.

Pero el reto de mi propia generación, y quizá de la anterior, es decir de quienes recibimos ya un país en condiciones de aspirar a algo era y es llevarlo a un núcleo aún más reducido de naciones que parecen al abrigo de casi toda tormenta, política o económica, aunque solo sea porque son aquellas en las que los demás confían. Y ese reto se esta revelando muy duro. Son esas puertas las que se nos han cerrado, cuando creíamos que estábamos a punto de franquearlas.

Mi tesis es que no daremos jamás ese paso mientas sigamos instalados en el “paradigma socialista” que es tanto como decir el paradigma de la mediocridad. España no podrá salir del estancamiento en el que se encuentra mientras no sea capaz de recuperar una valoración sensata de la legitimidad de la diferencia. Esto es, por supuesto, crítico en el ámbito educativo, en el que el igualitarismo como bandera resulta sencillamente devastador, pero es también importante en todos los demás órdenes. Una sociedad no es “decente” –traigo a colación un término que una vez oí emplear a Zapatero, y me gustó- por haber abolido todo aprecio por resultados distintos para casos distintos, sino que es “decente” cuando logra que las diferencias no obedezcan única o principalmente a privilegios.

Soy perfectamente consciente de que una de las razones por las que se ha impuesto en nuestro país, y especialmente en algunas de sus regiones, con tanta fuerza, esta affectio mediocritatis tan notoria y tan castrante es, sin duda, la fundada sospecha de que diferencia y privilegio van de la mano. Durante siglos, España ha tenido que ver cómo sus supuestas elites eran intelectualmente indigentes, moralmente abyectas o ambas cosas, y luego, en tiempos más recientes, cómo ningún mérito parece limpio, ninguna ganancia obtenida en buena lid. Pero la solución no es, parece claro, abandonar todo concepto de elite y toda noción de mérito. O, peor aún, la perversión de ambos conceptos, para conceder relevancia a lo más irrelevante posible, quizá para abundar el la idea de que todo mérito es accidental, casual y, por tanto, ilegítimo.

Este cambio es mucho más profundo que una mera alternancia gubernamental, porque hablamos de un problema genuinamente “transversal” como se dice ahora. Otros países comparten el “paradigma socialdemócrata”, pero pocos tienen igualmente arraigado un “paradigma socialista” que viene a ser no sé si una caricatura o una deformación. El caso es que, aquí, socialistas somos todos. Ese es, de largo, nuestro principal problema.

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