domingo, 19 de junio de 2011

Y más sobre los indignados

El presidente del Gobierno dice no estar preocupado por la deriva que han tomado las secuelas del ya famoso movimiento del “15M”. Ya sabemos, en fin, que el presidente del Gobierno y su sentido de la realidad son, por utilizar un término suave, particulares. En el resto del mundo, el que sí está preocupado, porque es, objetivamente, muy preocupante que en una democracia avanzada se vivan episodios como los que hemos atravesado, parece dividirse entre los que condenan sin paliativos al movimiento –no sin algún “ya lo decía yo” muy oportuno- y los que, mediando la oportuna crítica de la violencia, achacada a una minoría, siguen mostrando cierta simpatía.

La violencia en cualquiera de sus formas, incluida la intimidación, debería estar fuera del ámbito de lo tolerable en un sistema como el nuestro –y sí, esa regla debería ser de aplicación también en el País Vasco, que aún sigue, siquiera nominalmente, bajo la jurisdicción española-. Fuera de lo tolerable en todo caso, pero muy especialmente cuando se ejerce sobre las instituciones democráticas. El mantenimiento del orden público y, por tanto, la garantía de que nadie será indebidamente molestado –y eso incluye, también, al alcalde de Madrid cuando pasea a su perro- o turbado en el ejercicio de sus derechos más básicos es el mínimo absoluto que permite a un estado de Derecho reconocerse como tal. El presidente del Gobierno, por tanto, debería sentirse muy afectado por lo que toca a las más elementales de sus responsabilidades, si es que aún tiene en alguna estima la autoridad que ostenta.

Poco que añadir, por tanto, a este respecto.

En cuanto al fondo de la cuestión, las dudas que expresaba hace unas semanas se van despejando. Tengo la sensación de que estos movimientos que no se sabía muy bien adónde iban no van, en realidad, a ninguna parte. Protestar puede ser muy sano y libera tensiones, pero de poco vale como herramienta de progreso si no se puede generar un discurso constructivo. Hay quien se malicia que, si el gobierno fuera de otro signo ideológico, esta protesta “contra el sistema” se despojaría de ropajes pseudoideológicos y del tono “otro mundo es posible” para transformarse en pura y simple protesta antigubernamental. Si eso es así, y alguna pinta tiene de serlo, se pueden augurar tiempos duros para un futuro gobierno del PP, si es que tal gobierno llega a formarse.

Quizá la cuestión es esa. Si los “indignados” estuvieran pidiendo la dimisión de un gobierno que consideran incompetente, se les entendería mucho mejor. Suena rara esa imputación genérica a un “sistema” sin cara ni ojos y, sobre todo, trae consigo desafíos conceptuales más complejos. En realidad, que la situación española no esté provocando mayores expresiones de malestar es en sí, muy sorprendente –de hecho, esa relativa calma siempre ha sido cínicamente aducida como prueba de que las cosas “no irán tan mal” como parecen decir las (aterradoras) estadísticas-. En Grecia, en Irlanda, en Islandia ha habido protestas, desde luego. Pero siempre contra el gobierno, no contra el “sistema”. ¿Por qué aquí no?

En no recuerdo qué programa de televisión, no hace mucho, Nicolás Redondo Terreros prevenía sobre la tentación de extender a “crisis de Estado” (crisis institucional, crisis de sistema) lo que es una crisis muy grave de partes de dicho sistema. Padecemos una crisis política y una crisis económica muy graves, sin duda pero, ¿una crisis “de sistema”? ¿De verdad está tan dañada nuestra arquitectura institucional? Ciertamente, no está intacta, y requiere de retoques importantes, pero no de una enmienda a la totalidad.

Me temo que nuestros indignados dirigen sus invectivas contra todo y contra todos porque no quieren dirigirlas en exclusiva contra el epicentro del problema: un gobierno políticamente agotado y un partido que lo sostiene afanado de modo casi exclusivo en su agenda electoral. The king can do no wrong, se decía en el medioevo inglés –el rey no puede errar- y, parece que lo mismo le ocurre a la izquierda, al menos a la española. Sus fases crepusculares son, necesariamente, enfermedades del cuerpo político en su conjunto.

Pero el rey yerra, y yerra muy gravemente. Exijámosle, como primera medida, sus responsabilidades al rey. Entonces, y solo entonces, veremos si tampoco hallamos solución en otros lados.

Ignoro si se dan cuenta y, sobre todo, si es algo intencionado, pero, al generalizar su protesta contra todo y contra todos, nuestros indignados hacen un favor infinito a aquellos políticos que más gravemente han faltado a sus deberes. Porque permiten una plena despersonalización del problema. El “todos son iguales”, paradójicamente, conduce a la más perfecta de las impunidades. Hay que decirlo una y mil veces: no todos los políticos son iguales, porque no todos atesoran el mismo poder y, por supuesto, no todos asumen las mismas responsabilidades. El rasero único que imponen los supuestos indignados ofrece una perfecta vía de escape para algunos, que siempre pueden acogerse al sagrado del descrédito colectivo. Pidamos una “regeneración”, en abstracto, y con toda probabilidad nos la ofrecerán aquellos que han hecho lo posible por degradar nuestra vida colectiva a niveles insospechados.

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