domingo, 26 de junio de 2011

LECTURAS DE CORPUS: BÉLGICA Y CATALUÑA

Este fin de semana largo del Corpus me ha dado para un par de lecturas interesantes. La primera de ellas, titulada “Belgistán” se debe a Jacobo de Regoyos, corresponsal de Onda Cero en Bélgica. Se trata de un retrato muy ilustrativo para saber qué está pasando en ese paisito tan curioso que hace de puente, o de tapón, según se mire, entre la Europa latina y la germánica. Y lo que está pasando pone los pelos de punta, porque el “paisito curioso” es un estado fundador de la Unión Europea, sede de sus principales instituciones y su implosión puede tener unas consecuencias nefastas para el conjunto. Personalmente al menos, no conozco precedentes para lo que Regoyos describe con mucho acierto. Hay precedentes de estados fracturados por procesos secesionistas violentos y de divorcios de terciopelo. También los hay de voladuras organizadas de estados. Pero lo que hasta ahora no se había ensayado es la disolución (en el más puro reflejo del proceso químico) de un estado. Su reducción a la más absoluta irrelevancia. Esa es, parece, la táctica de los inteligentes líderes del nacionalismo flamenco: no tienen interés en declararse independientes de Bélgica, simplemente, quieren que el término “Bélgica” termine por no significar nada, o casi nada.

El ojo extranjero rara vez se posa en el laberinto belga, y la verdad es que, del delirante proceso que se vive en aquel país solo suelen trascender los aspectos más extravagantes. Es de agradecer, por tanto, el trabajo que Regoyos se toma en explicar un poco más aquello. Porque las cosas que suceden, a ratos, son muy extravagantes, sí, pero tienen poco de cómicas, especialmente cuando se pone en evidencia cómo el nacionalismo, incluso el no violento, parece tener una tendencia patológica a entrar en conflicto con los más elementales derechos, siempre que esos derechos sean de “los otros”. Muy interesante, especialmente, la observación del corresponsal sobre otro endemismo belga llamativo: el grupo que muestra más interés en acabar con el estado –o en transformarlo en el trasunto de aquel increíble hombre menguante– es, cosa rara, el grupo que controla ese mismo estado. Los flamencos no solo son el 60 % de la población de Bélgica, sino que controlan efectivamente la gran mayoría de los resortes de poder en ese país. A título de ejemplo, hasta que los belgas decidieron, parece, que tener un primer ministro era un lujo inútil, todos los primeros ministros desde principios de los setenta habían sido… flamencos, naturalmente. Es verdad que los flamencos fueron, en su día, la nacionalidad preterida, los perdedores y los abusados, y sobre esa herida se construyó la épica del nacionalismo contemporáneo en Flandes. Regoyos subraya cómo parece no importar si la herida está, o no, restañada. Es indeleble. La mentalidad del agravio permanente no permite otra cosa. Es, añado yo, lo normal por habitual. No sé si hacen falta más pruebas de que el nacionalismo, como ideología, a veces parece habitar en regiones del alma solo ocasionalmente visitadas por la razón.

Y, ya que de nacionalismo íbamos, la segunda lectura resulta más cercana (aviso que Regoyos ve muy distintos el caso belga y el español, o el caso belga y casi cualquier otro). “¿Aún podemos entendernos?” es el título de un libro que recoge conversaciones entre Felipe González y Miquel Roca, auxiliados en la tarea por Lluís Bassets. Ni los contertulios ni el facilitador necesitan mucha presentación, desde luego. El libro lleva el sugerente subtítulo de “conversaciones sobre el encaje de Cataluña en España”. Y es que, aunque González y Roca terminan hablando de muchas cosas, la “cuestión catalana” es el leit motiv del diálogo y su tema central.

Ninguno de los dos personajes puede ya sorprender a casi nadie –Bassets tampoco, creo- y muchas de las cosas que dicen uno y otro revelan mucha sensatez, experiencia y buen sentido. A veces, hasta autocrítica, sobre todo por parte de un González ya sublimado en su nuevo rol de “hombre sabio” a escala europea y consultor en los más variados temas, esto a escala mundial. Pero he de reconocer que, en su forma de afrontar la cuestión central, Cataluña y su encaje en España (recurrente, cómo no, el recurso a la muletilla “Cataluña y España” que, en sí, ya es toda una petición de principio) resultan decepcionantes por previsibles, por políticamente correctos.

Constatada la realidad de la desafección mutua, probablemente innegable por cualquiera con un mínimo de honestidad intelectual, la conclusión parece obvia: todo es atribuible, cómo no, a ese epítome del mal absoluto que es, que fue, el aznarismo, a ese PP torticero y manipulador y, más aún, a esa caverna mediática que genera una opinión publicada permanentemente hostil. Nada han hecho mal, por supuesto, el socialismo gobernante en España durante veintitantos de los menos de cuarenta años de democracia y los treinta y pocos de constitucionalismo del 78. Menos aún el catalanismo político, inherentemente virtuoso. Todo el daño a los consensos viene siempre de una parte, que se empeña contumazmente en desconocer la realidad plural de nuestro país y, por extensión, los derechos, hay que entender que preconstitucionales –prepolíticos, diría yo- de las nacionalidades que lo integran.

No parece haber mucho lugar al diálogo cuando se niega, por sistema y ab initio, cualquier legitimidad al discrepante. Tan es así que llega a sorprender que pueda hablarse de “cuestión catalana” en absoluto. Si cualquier disenso sobre la materia expulsa a quien lo expone a las cavernas mesetarias –donde habita el fantasma de esa España oscura de la que jamás formaron parte los elementos virtuosos de la nación- o, peor aún, lo degrada a nivel de tertuliano de TDT, ¿dónde está el debate? Habrá que entender que Bassets propuso a sus autores un libro para constatar lo mal que va todo, pero no sé a qué el título de “¿Aún podemos entendernos?”, puesto que no parece haber nadie con quien entenderse: el mundo se reduce a los que se entienden a las mil maravillas y aquellos con los que no será posible entenderse nunca.

Personalmente, diré que sí creo que hay “cuestión catalana” o, si se prefiere, dándole la vuelta, sí creo que hay “cuestión nacional” –porque el pluralismo, señores míos, es un hecho, la cuestión es qué cauce político se le da-, lo que implica que pueden existir puntos de vista diversos; sí creo que “aún podemos entendernos” y, me temo, lamentablemente, que cada vez veo más difícil que lleguemos a hacerlo. Desarrollaré brevemente los tres puntos.

El primero es una obviedad. España es una nación plural. En realidad, como todas o casi todas, pero en esta la pluralidad tiene un valor político y en otras no. Esto es una realidad tan tangible como aquello que nos enseñaban en el colegio, cuando en los colegios enseñaban algo, de que los ríos aquí no son navegables, salvo el Guadalquivir hasta Sevilla, y en otros sitios sí. Mala suerte (lo de los ríos, digo). Claro que hay, por tanto, “cuestión nacional” y, más específicamente “cuestión catalana”. Es más, si no me equivoco, esta y no otra será la gran cuestión sobre la que girará la política española de los próximos años. También es cierto que existen, o existían, unas bases mínimas consensuadas para la gestión del tema, a través del estado de las autonomías. Cosa que ni estaba en el testamento de adán ni convierte en excentricidades o demencias las posibles alternativas. Simplemente, esta base tenía la enorme virtud de ser generalmente aceptada, al menos hasta que alguien decidió hacerla explotar.

“¿Aún podemos entendernos?” Lo primero que habría que preguntarse es qué queremos decir con eso. La pregunta tiene sentido, claro está, si se parte de que la base consensuada ha dejado de serlo, en todo o en parte. Si hemos de volver a entendernos es porque hemos dejado de hacerlo. Y en esto parece haber, también, cierto acuerdo. Habría que saber por qué, pero esto forma parte del tercer punto (perdón por el salto). Podremos, o podríamos entendernos, si fuéramos capaces de encontrar una fórmula para dar cauce a las legítimas aspiraciones de autogobierno de Cataluña, o de otras zonas del país, manteniendo, al tiempo, un estado viable. Por “estado viable” hay que entender dos cosas, a mi juicio: un estado financieramente viable, es decir, con capacidad para seguir operando como tal y con competencias que justifiquen su existencia -incluyendo, por supuesto, la garantía de los mismos derechos a todos los ciudadanos, es decir, un mínimo de solidaridad intersubjetiva, que no necesaria o predominantemente interterritorial- (no una confederación a la belga) y un estado aceptado, entendiendo por tal que genere un cierto sentimiento de pertenencia en todos sus habitantes; y no me refiero a “sentimiento nacional”, que esto es cosa de cada cual, personal, intransferible e independiente de declaraciones jurídicas –habrá quienes reconozcan a ese estado, además, como su única patria, otros que tendrán sentimientos divididos y, en fin, quienes solo vean en ese estado una organización jurídico-política sin elementos afectivos- sino a una adhesión racional que se traduzca en una lealtad personal e institucional, es decir, un estado percibido como valioso, por útil, por todos los que estén sujetos a su soberanía y, por tanto, que merezca ser mantenido.

Pues bien, no parece haber razón alguna por la que esto sea imposible. Aunque solo sea por el inmenso patrimonio histórico y sociológico compartido entre los catalanes y el resto de los españoles. Claro que “podemos entendernos”. Es más, sería muy conveniente que lo hiciéramos.

Y llegamos al final. Convengamos en que es posible. ¿Es probable? Cada vez menos. Y no, creo, por los puros intereses electorales del Partido Popular ni porque la derecha retrógrada y castellanocéntrica esté rearmándose, como parecen sugerir González y Roca (espoleados por Bassets). No, o no solo. Si hemos llegado a un nivel de desafección importante es porque tanto los dos partidos nacionales como el catalanismo político han usado a Cataluña como un arma arrojadiza, con daños no solo para la propia Cataluña, sino sobre todo para la estabilidad del conjunto del estado y, muy en particular, para algunas de sus instituciones (y, añado yo, con grave daño para España como proyecto nacional). Pero no es esto lo más grave. Lo peor, y en esto he de convenir con González y Roca, es que ambas opiniones públicas –permítaseme hablar de “catalana” y “no catalana”, en lugar de “catalana” y “española”- están de espaldas y afectadas por un enorme cansancio, no exento de desconfianza. Y esto es resultado, seguro, de manejos políticos conyunturales o de corto vuelo. Pero también la irresponsabilidad que ha supuesto agigantar, como planteamiento estructural, unas diferencias que son nimias puestas en contexto, la insuficiencia de un diálogo fluido Madrid-Barcelona, la falta de una historia consensuada y compartida, española y europea y la estanqueidad de esferas culturales. Y en esto, me temo que, teniendo los partidos nacionales, especialmente el PSOE, una grave responsabilidad, la palma se la llevan los sucesivos gobiernos catalanes y su labor de construcción nacional.

Roca y González dialogan, y lo hacen desde una experiencia compartida como dos importantísimos políticos españoles. Miquel Roca, en particular, representa a las mil maravillas el paradigma de la "doble identidad". Pero parece no darse cuenta de que esa doble identidad, merced, entre otras cosas, a las políticas educativas, está desapareciendo. En los territorios de la Corona de Aragón medieval todos sabían que un castellano era un no nacional, pero tampoco era un extranjero, y lo mismo sucedía al contrario. Gracias al discurso del “Cataluña y España”, la sutil (¿sutil?) diferencia se va borrando. Los catalanes se quejan, con razón, de que el mundo castellano es insensible a la diferencia, es decir que es, a su vez, incapaz de trazar esa línea sutil y, por tanto, de reconocer ese espacio cultural intermedio entre la no nacionalidad y la extranjería. Pero el exacerbo de la diferencia no solo no ayuda sino que, al contrario, resulta en la más grosera de las simplificaciones.

González y Roca deberían entender que este no es su tiempo. Es el tiempo de Zapatero y el tiempo de los ecos de la Logse. Y ellos tienen alguna responsabilidad en esto. Por eso soy pesimista.

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