domingo, 5 de junio de 2011

Lo que las palabras significan

Interesante la polémica desatada en torno al artículo de Luis Suárez sobre Franco para el Diccionario Biográfico que acaba de presentar la Academia de la Historia. No he leído el artículo, así que no puedo opinar pero, al parecer, la Academia, sensible a las críticas, va a enmendar las futuras ediciones. Según dicen, el Diccionario contiene más de 25.000 entradas, pero se me ocurren pocos personajes, de Indíbil y Mandonio a esta parte, que tuvieran más números para concitar atención, así que la docta institución hubiera debido prever que muchos ojos irían a posarse en el trabajo de Suárez –es posible que también en ciertos personajes adscritos a la izquierda, pero ahí nunca se errará por exceso en la loa, ya se sabe-. Hasta donde yo conozco, Luis Suárez es un historiador profesional y competente, respetuoso con las exigencias de la disciplina y, por tanto, no precisamente un propagandista. Dicho eso, no es menos cierto que, además de no ser, por mis datos, un especialista en historia contemporánea, es una persona notoriamente próxima a círculos e instituciones ligados al legado –llamémosle ideológico- del franquismo. Por tanto, quizá no era el candidato óptimo para tan delicada tarea. Si, además, según dicen, duda a la hora de calificar el régimen franquista de “dictadura”, me temo que será indiscutible que sus convicciones habrán interferido inaceptablemente en su labor profesional, en esta ocasión.

Dicho sea de paso, no estoy seguro de que sea fácil, en el panorama nacional, encontrar algún historiador que ofrezca unos perfiles suficientemente objetivos para semejante empeño. Quizá la mejor solución hubiera podido ser hacer el encargo a más de uno. Pero también imagino que mal se iba si, de entrada, había que conceder a Franco un tratamiento especial. Y es que importante ha sido, seguro, pero entender que haya podido serlo más que otros personajes de nuestra historia no deja de ser, pura y simplemente, una falta de perspectiva. Nuestro problema principal con Franco es que le hemos conocido, que tenemos de él experiencia directa, o casi. Y, como es lógico, tenemos a dar más peso a nuestra experiencia más próxima. La que constituye, en suma, nuestro aquí y nuestro ahora. Franco forma parte de eso, todavía, y Escipión Emiliano no, está claro.

En todo caso, lo que me interesa glosar no es tanto la polémica respecto al trabajo de Suárez –ya digo que me faltan datos- como el debate sobre el uso de las palabras y la utilización de un léxico que podríamos denominar “científico” o “técnico” para propósitos que nada tienen que ver con aquellos para los que los términos fueron acuñados. Esta misma semana, The Economist (aquí) nos ofrece una muy interestante reflexión sobre el abuso del vocablo “genocidio” (“the use and abuse of the g-word”). Un genocidio no es, o no es solo, una matanza masiva de seres humanos. En el genocidio concurren dos elementos esenciales, que lo hacen una forma especialmente odiosa de violencia criminal: el componente sistemático –el genocidio no es casual, no es improvisado- y el nexo común entre las víctimas (raza, religión, características personales…) El genocidio, por tanto, es una matanza planificada y dirigida, contra personas que comparten una serie de rasgos comunes, por lo común perfectamente accidentales y, desde luego, sin ningún componente de relación previa con su agresor. Existen, por tanto, crímenes odiosos, repugnantes y, además, perpetrados contra colectividades, incluso muy amplias. Pero no son genocidios.

Algo semejante ocurre con el término “totalitario”. “Totalitario” es un calificativo empleado en ciencia política en la taxonomía de los regímenes. No es un superlativo de nada. Los regímenes totalitarios son especialmente odiosos pero no hace falta que un régimen llegue a merecer tal calificativo para que resulte del todo indeseable. En una dictadura rasa pueden pasarle a uno cosas horribles. La Alemania nazi vivió bajo un régimen totalitario. La Italia fascista, no. Y eso no convierte a Benito Mussolini en ninguna clase de campeón de los derechos humanos.

Calificar de “totalitario” el régimen de Franco no parece muy atinado, al menos si nos referimos al período completo en que tal régimen se dio en España, esto es, desde una fecha variable entre 1936 y 1939 –según las diferentes áreas geográficas iban incorporándose a la “zona nacional”- hasta la desaparición física del sujeto. Definir el régimen de Franco con un calificativo único resulta una tarea compleja, salvo por sus denominadores comunes en todo momento: la propia persona de Franco y, desde luego, la falta de un régimen de libertades homologable al de las democracias occidentales. A partir de ahí, la descripción, si pretende ser científica, debería ser algo más matizada, sobre todo si incluye comparaciones con otros regímenes políticos. No todas las dictaduras son iguales entre sí, y eso no tiene por qué derivar en ninguna clase de juicio moral.

La cuestión es que, en buena medida, casi nada de lo que se dice o escribe en estos tiempos sobre el franquismo –o sobre el régimen que lo antecedió- tiene pretensión científica alguna. Antes al contrario, es perceptible un intento de establecer unas determinadas pautas lingüísticas para referirse a ese período, un utillaje terminológico para referirse a la historia de España, en suma, que es cualquier cosa menos neutral. Como si las cosas no fueran suficientemente malas descritas en términos menos exagerados. Ya sabemos que los calificativos casi nunca son neutrales, y en su manejo se hacen especialistas, precisamente, las dictaduras. Empezando por la franquista, claro está. Es evidente que “alzamiento” tiene connotaciones positivas y “sublevación militar” no –es más, es algo bastante bochornoso, tratándose de militares; pocos militares sublevados gustan de ser motejados así-. Pero “sublevación militar” es, probablemente, el término exacto. Una sublevación militar que dio lugar a una guerra civil, seguida, ya en tiempo de paz –o tras la victoria de un bando, si se prefiere- de una cruenta represión cuyo alcance está, en estos momentos, estableciéndose con certeza, pero de dimensiones muy importantes. A ello, siguió una larga etapa de gobierno dictatorial, con empleo de técnicas variadas para el mantenimiento de la estabilidad del propio régimen, incluyendo, por supuesto, la violencia en diferentes grados y ámbitos. Personalmente, no encuentro nada de agradable en el relato. Pero cualquiera que haya leído a Hanna Arendt –que nos explicó muy bien qué es el totalitarismo-, por ejemplo, encontrará difícil calificar ese régimen de “totalitario”. Entiendo perfectamente que quienes padecieron de modo particular la violencia del régimen lo motejen de tal, como forma de expresar su rechazo; entiendo menos que haya quien emplee esos calificativos con el solo fin de engrandecer la fiereza del moro muerto que alancea o, sencillamente, para elevar el nivel de su perfil de resistente.

Pero convengo con The Economist en que es bueno reservar un cierto uso recto de las palabras. En caso contrario, se pierde su significado y, por tanto, su utilidad.

Una de las peores plagas de nuestro tiempo, impuesta por la dictadura del lenguaje de cortos vuelos que emplean los políticos de todos los signos –especialmente los abogados de la corrección política- es el de la desaparición de los matices. El de las equivalencias presuntas. El de la identidad entre comprender, analizar o, simplemente, describir y justificar. Un ejemplo: si yo no acepto el calificativo “totalitario” aplicado al franquismo, es porque simpatizo con el franquismo. Si niego lo apropiado de la expresión “genocidio” para referirme, por ejemplo, a la violencia contra los palestinos, es porque respaldo dicha violencia perpetrada por los israelíes. En rigor, es, debería ser, imposible sacar tales conclusiones de esos enunciados. Pero, entonces, claro está, no viviríamos, como es el caso, en el mundo de Humpty Dumpty, en el que las palabras significan exactamente lo que alguno quiere que signifiquen.

En el mundo en el que no hay historia, sino memoria histórica.

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