domingo, 4 de marzo de 2012

El plante de Rajoy

La declaración del otro día de Rajoy, fijando el objetivo de déficit público para este año en una cifra que ya se hace suficientemente cuesta arriba, pero superior en todo caso a la comprometida por el Gobierno anterior da pie a varias reflexiones.

La primera, la inmediata, es sobre el gesto en sí considerado. Si duda, es arriesgado. Ya sabemos que disentir en público del diktat de los eurócratas conlleva múltiples amenazas, entre ellas las penas del purgatorio de unos “mercados” que pueden irritarse y, de un zarpazo, hundir los Pirineos, dejando la península Ibérica a la deriva. Ya he comentado alguna otra vez lo chocante que me resulta esta consideración de los “mercados”, a veces como omniscientes, a veces como ciegos. ¿Acaso los mercados pueden valorar mal el reconocimiento explícito de que España no puede hacer precisamente lo que, según todos los comentaristas, ya se sabe que no puede hacer? Entre el antes y el después de la declaración de Rajoy no media más que la aceptación por este de una realidad que, por lo visto, estaba ante los ojos de todo el mundo. La duda es, más bien, si ese cinco y mucho por ciento es creíble, porque el esfuerzo que se requiere para alcanzarlo partiendo de los terroríficos números del año pasado es titánico. Ésa debe ser, supongo, la duda que corroa a los mercados. Sobre la posibilidad de alcanzar el cuatro con cuatro creo que no albergaban casi ninguna.

Porque lo que Rajoy no ha impugnado, en absoluto, es el principio de que el déficit debe ir reduciéndose y tampoco, que yo sepa, la cifra mágica del tres por ciento como meta para el final del 2013. En suma, su discrepancia está estrictamente circunscrita a la meta volante. No sé si los socialistas querrán ver en esto alguna similitud con las propuestas de campaña de Pérez Rubalcaba y, por ende, una rectificación del PP –que se oponía tajantemente a solicitar la renegociación de los objetivos de déficit o, al menos, a proclamar intenciones al respecto-. Similitudes las hay, claro, pero también diferencias, y muy importantes. La primera y principal, desde luego, es la ausencia de cuestionamiento alguno del compromiso de reducir el déficit al número convenido en el plazo convenido. Como digo, al menos por ahora, el gobierno Rajoy solo modifica un objetivo intermedio. La segunda, asimismo muy relevante es que Rajoy no comparece como puro y simple incumplidor, sino, al menos, con cierta tarea hecha. Pide –en rigor, se toma- árnica presupuestaria tras acometer una subida de impuestos, una reforma financiera (o un nuevo capítulo de esta) y la mayor reforma laboral de la historia reciente. Todo ello hace pensar que el compromiso gubernamental es creíble y que, por tanto, sí es posible que Rajoy, cuando dice cinco coma ocho, esté diciendo eso, y no algo a medio camino entre el cuatro y el nueve. Y, finalmente, claro, está el cómo: un golpe de autoridad que pocos esperarían de esta nación postrada y humillada, un gesto que cabe calificar como de soberanía mínima pero al que estamos muy desacostumbrados.

Y este último elemento me permite ligar con la segunda parte del análisis. Algunos analistas han apuntado estos días como España cursa especialmente mal en esta crisis no ya por sus fundamentos económicos, sino por su muy escaso peso político. Se comenta, en concreto, como Italia, con reformas de menor calado, consigue mejores efectos –medidos por descensos más notables de su prima de riesgo- y, se dice (ayer mismo, creo John Müller en El Mundo), ello obedece a una abundancia y buen uso de capital político, es decir, a que se dispone de líderes cualificados y muy reconocidos en la Unión Europea, señaladamente, los dos Marios, Monti –actual primer ministro y ex comisario europeo- y Draghi –presidente del BCE-; algo de lo que España carece (inciso: sin negar la plausibilidad del argumento, tengo para mí que las reflexiones ignoran, o dejan de lado, cosas algo que me parecen elementales como que, por más que haya devenido en hábito lo de faltar al respeto a Italia, todavía es una potencia industrial con un tejido empresarial que para nosotros lo quisiéramos en nuestros páramos).

Es innegable que nuestro país adolece de graves carencias en sus procesos de selección de elites políticas. Es especialmente cierto, además, que por las razones que fuere esas carencias se hacen más patentes allí donde son más dañinas, que es en el ámbito comunitario, allí donde se toman las decisiones no estrictamente doméstica que más nos afectan en el día a día. Pero no es solo que, para nuestra desdicha, no tengamos otra cosa que ofrecer que una colección de pesos ligeros cortos de idiomas. Hay un problema de planteamiento, de actitud o de diseño de la política europea y exterior que es lo que hace, precisamente, que gestos como el de Rajoy el otro día resulten un punto chocantes, por inhabituales.

Vaya usted a saber por qué, España ha aceptado mansamente unas limitaciones en su actuar que no le corresponden por peso económico, demográfico, cultural y, en fin, por peso político en sentido amplio. La diplomacia socialista acuñó y aceptó, supongo que en parte desde el complejo y en parte desde la propia problematicidad con que afronta la noción misma de “España” la izquierda española, la tesis de la “potencia media”. Esa tesis se traduce, a efectos prácticos, en que España puede ser un actor relevante en un ámbito doméstico-regional, pero nunca en un ámbito global. Nuestro destino, por tanto, era intentar encajarnos de algún modo en una política exterior comunitaria in fieri en la que terminarían disolviéndose las diplomacias de países como el nuestro. En otras palabras, el servicio exterior español –y con él toda la administración y el partido socialista, al menos- asumieron que las decisiones relevantes se toman en Bruselas. La breve etapa Aznar pudo suponer un viraje, pero creo que el retorno de los socialistas al poder reforzó la doctrina hasta niveles insospechados (véanse, si no, giros en política sobre Gibraltar o en política cubana).

A mi juicio, el planteamiento es completamente erróneo –y comparto plenamente, en este sentido, las tesis de Emilio Lamo de Espinosa de las que se hace eco hoy mismo José Antonio Zarzalejos (véase)-. Está claro que para saber si España es o no una “potencia media” habrá que tener claro qué es eso. Y está claro también que España no es Estados Unidos, ni Rusia, ni China, ni Francia, ni el Reino Unido… Pero tampoco es un país que tenga que resignarse a salir de paseo con carabina. España es uno de los países, atendidos todos los factores, más relevantes del mundo. Insisto, “atendidos todos los factores”, es decir, la combinación de muchos elementos –peso económico, presencia exterior, historia, posición geográfica, población, potencial militar, entre otros, descollando, claro, la lengua-. Suficientemente relevante como para tener una red de intereses propios, diferenciables de los europeos en conjunto, por más que, seguro, serán muy a menudo compatibles.

Pero es que incluso en el supuesto de que no se comparta esta impresión sobre lo erróneo del planteamiento, no hay más remedio que admitir que a la tesis de la “potencia media” le está fallando la premisa mayor, que es la existencia de una política genuinamente europea en la que subsumirse. Será todo lo lamentable que se quiera, pero no puede decirse que el espectáculo de la gestión de la crisis económica, por no hablar de los papelones en las sucesivas crisis internacionales den cuenta sino de un conjunto de intereses nacionales, a veces enfrentados, impuestos conforme a las reglas tradicionales de un rancio intergubernamentalismo, apenas disimuladas. La tesis de la “potencia media” nos arriesga en este marco, me temo, a la pura y simple subordinación.

No creo que afirmar que España se gobierna desde Madrid implique necesariamente una traición a la acusada vocación europeísta de nuestro país. No se trata, como bien se apunta en el artículo de Zarzalejos enlazado de resucitar un “que inventen ellos”. Se trata, tan solo, de jugar al mismo juego que los demás con las mismas cartas. Es más, quizá lo mejor que podemos hacer por el proyecto europeo es abandonar de una vez por todas este europeísmo naïf, acrítico e incondicional. Durante demasiados años, no ha habido mejor argumento para obtener en España una patente de corso que afirmar que determinada cuestión venía de Bruselas, y ya ni siquiera nos preocupamos en examinar si, de veras, viene de allí o la capital comunitaria es, más bien, un centro de reexpedición de paquetería procedente de Berlín.

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