domingo, 4 de marzo de 2012

Guías de lenguaje no sexista

Iba a darme más que por satisfecho por hoy y casi por toda la semana con el artículo que antecede a este cuando me topo con una gran noticia difundida en los telediarios, en prensa –y por Arturo Pérez-Reverte a través de su cuenta de Twitter-. El pasado jueves, el pleno de la RAE suscribió un artículo de D. Ignacio Bosque (enlazado aquí) en el que el citado académico ofrece un análisis sobre nueve guías, de otras tantas instituciones –incluidas, por cierto, universidades públicas- sobre el “lenguaje no sexista”. En apenas dieciocho páginas, el texto despacha con mesura y elegancia ese monumento a la idiotez que vienen siendo las recomendaciones que se ofrecen en los foros más insospechados para evitar la discriminación de la mujer (rectius, para impedir que se vea mermada su “visibilidad”).

No comentaré el artículo en detalle porque lo procedente es leerlo y poco podría añadir a lo que dice de modo muy certero el propio Bosque. Supongo que tampoco hace falta apuntar que está muy bien escrito. Insisto también en que es moderado en su crítica, puesto que cuando se es demoledor en el fondo no hay por qué castigar con la forma. Además, parece que esto de la guía de recomendación se ha erigido en todo un estilo literario, porque aparte de que la muestra seleccionada por Bosque contiene casi media docena de panfletos, no todos son exactamente iguales.

Nadie, y menos la RAE, niega que persisten situaciones de discriminación de la mujer. Y tampoco hay nadie con dos dedos de frente que niegue que el lenguaje, como producto social que es, puede ser empleado de modo sexista como, en general, puede ser empleado para reforzar cualquier discriminación. Pero, por lo común, el lenguaje es discriminatorio en su uso, no en su estructura. Tomemos como ejemplo el elemento contra el que se dirige, a menudo, la cruzada antisexista: el uso del masculino como genérico, como inclusivo. Hay lenguas que no lo conocen porque, sencillamente, desconocen el género como lo conocemos en español o en otras lenguas próximas. Por supuesto que en esas lenguas existe también el lenguaje sexista y discriminatorio, y las sociedades que las usan también discriminan –de hecho, es muy curioso (o no) que la discriminación de la mujer o la de ciertos grupos sean verdaderos invariantes en todas las sociedades humanas o, al menos, mucho más universales que las categorías gramaticales-.

Bosque se pregunta qué clase de competencia tienen en materia de lengua las autoridades emisoras de esas guías en las que no es ya que no participe la Academia o algún instituto con cierta solvencia, sino que, por lo común, ni siquiera se recaba el auxilio de lingüistas profesionales. ¿Qué extraño motivo lleva a una institución como una dependencia de un gobierno autonómico o un sindicato a meterse en esas camisas de once varas? Respuesta: la patente ideológica.

Lo de tomarla con la lengua no solo no es nuevo sino que es algo bastante recurrente. El lingüista Víctor Klemperer mostró cómo la primera tarea a la que se aplicaron los nazis tras su llegada al poder –antes, incluso, de empezar a promulgar leyes raciales- fue un profundo ejercicio de adaptación de la lengua alemana a las nuevas circunstancias. En mucha menor medida, o con menos éxito, Mussolini hizo lo propio con el italiano. Casi cabría decir que los dictadores en todas las latitudes han sentido una irrefrenable tendencia a decir a la gente cómo tenía que hablar, incluso más que sobre qué.

Lingüistas y filósofos del lenguaje nos han enseñado que éste tiene, en ocasiones, una función denominada "performativa". Es decir, no se limita a nombrar la realidad, sino que la crea. Esto es particularmente cierto de algunos sublenguajes, como el lenguaje jurídico. Cuando la ley, o los contratos, dicen, por ese decir, realizan. Lo que se dice, es. En ocasiones, las mentalidades totalitarias parecen haber creído en semejante capacidad performativa más allá de lo razonable, hasta el punto de atribuir al solo lenguaje poderes taumatúrgicos. Así, pongamos por caso, si no decimos la discriminación, esta dejará de existir, no será.

Sí que tiene sentido preguntarse qué clase de realidad sería una realidad de la que no se pudiera hablar. Esta creencia en que se pueden borrar las cosas, los hechos, dejando de hablar de ellos ha sido, ya digo, muy querida por totalitarios y manipuladores en todas las épocas. Si, por ejemplo, no quieres que un determinado grupo social (judíos, gitanos, homosexuales, lo que toque…) sea percibido como humano, no hables de ellos como humanos. No los califiques con adjetivos propios de los seres humanos. De-constrúyelos lingüísticamente, en una palabra.

Las guías para un lenguaje “no sexista” que vapulea elegantemente Bosque son patéticas y por eso mismo inofensivas. Nadie en sus cabales habla así, salvo algunos políticos en público (Bosque subraya cómo algunas de las guías analizadas incluso asumen como natural su aplicabilidad solo en contextos "oficiales" es decir, se encaminan a crear una especie de jerga administrativo-documental que nadie pretende ver convertida en lengua hablada -supongo que algo similar sucede con la normalización de topónimos, esa que nos lleva a escribir Lleida donde leemos y decimos Lérida). Son irritantes, en especial, porque escarnecen y trivializan algo tan serio como la lucha de las mujeres por su igualdad. Pero son solo la punta del iceberg de algo mucho más serio y a menudo menos perceptible por menos grosero: el lenguaje “políticamente correcto”. “Políticamente correcto” es una mala traducción, creo, de politically correct. Lo ortodoxo sería “socialmente correcto” o, simplemente, “no ofensivo”. En esta materia podrían elevarse a categoría las reflexiones de Bosque sobre la anécdota del lenguaje no sexista. De nuevo, hay que insistir en que existe un fondo de sensatez en la pretensión de expurgar el lenguaje de fórmulas ofensivas, dañosas, que constituyen o perpetúan discriminaciones o, sencillamente, que no se compadecen con la realidad social. Llamar “invidente” a un ciego no hará que vea –habrá que ver, por cierto, si al ciego le molesta ser llamado así-, y nos parece un tanto ridículo pero ¿nos parece igual de ridículo oír motejar de “minusválido” a un discapacitado? Recuerdo perfectamente que una vez cayó en mis manos una cartilla de ahorros de los años cincuenta en la que se podía leer, como recomendación al usuario, el guardar para cuando fuera "viejo e inútil” (y, ahora que recuerdo, los quintos que no pasaban los exámenes médicos militares eran declarados, en mis tiempos "no aptos" pero abiertamente "inútiles" en los de mi padre). Tal cual. Con o sin guías, no me imagino yo a una entidad de ahorro contemporánea sugiriendo a sus clientes que vayan poniendo eurillos en la cuenta para cuando sean “viejos” e “inútiles”.

La lengua, como ente vivo y patrimonio social, dicta de manera muy particular cuándo un término es un eufemismo prescindible y cuándo el término eludido se ha convertido en inadmisible. Y sí, es lícito que se intente influir en ese proceso, porque es lícito que se intente influir en los hechos que la lengua nombra. Pero resulta muy sospechosa la tremenda querencia que tienen algunos por la normalización lingüística. Últimamente, allí donde hay un debate de palabras, ahí están los más interesados en manipular conciencias. A veces, lealmente, concurriendo con el esfuerzo por restañar heridas. Otras veces no. Queriendo pura y simplemente influir en la realidad por el viejo proceso de influir en sus nombres.

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