martes, 27 de marzo de 2012

Cataluña: tiempos y espacios

Las elecciones en Andalucía y Asturias –que certifican que el PSOE puede estar en un estado agónico, pero ciertamente no muerto- han hecho pasar a un segundo plano la que, a mi juicio y el de otros, fue la noticia política de más alcance del fin de semana: el congreso de CDC en Reus. El motivo es que, si bien puede haber materias que tengan, ahora, mayor impacto coyuntural, debe considerarse absolutamente estructural que el partido que, hoy por hoy, es central –junto con el PSC y siempre en coalición con UDC- en Cataluña dé un giro programático que, creo, puede sin ambages tenerse por el más importante desde 1974.

La “cuestión catalana” es, asimismo con toda probabilidad, la más relevante que tiene planteada nuestro país en el medio y largo plazo. La más crítica y la que pone en tela de juicio el propio ser de España, como estado y como nación. De la respuesta a esa cuestión dependerá que exista un proyecto nacional español viable o que este no exista en absoluto y deba ser sustituido por otros que serán nacionales, quizá, pero definitivamente ya no españoles. Ya he comentado alguna vez que, en el bando claramente perdedor, me niego a apuntarme al manido giro lingüístico del Cataluña y España -separadas por una conjunción (bien pensado, quizá tenga su valor simbólico)- y, por tanto, a la petición de principio de que pueda existir una España que no contenga a Cataluña. En ausencia de Cataluña, a lo más que se puede aspirar es a tener un “resto de” que, como primera medida, habría de ser rebautizado.

Al caso, CDC se apunta, por lo menos programáticamente, al independentismo. Es verdad que so capa de “soberanismo”, eufemismo que apenas logra disimular que ya no se confía –por seguir, creo, el propio planteamiento convergente- en la viabilidad de una inserción de Cataluña en un estado compartido. “Soberanismo” pues, si se quiere, como independentismo no ofensivo o independentismo miedoso, en todo caso como superación neta del “autonomismo”. Me cuesta entender la referencia a Massachussets, eso sí. Creo que para que Cataluña llegara a encontrarse en la situación en que hoy se halla el bello estado de la Costa Este debería producirse, si no un proceso de devolución competencial a la Administración central sí, ciertamente, una asunción de lo que, en el caso de Massachussets es claro: su condición subsoberana, es decir, precisamente lo que, si hemos de creer a los distintos oradores, Cataluña desea dejar de ser. Resultaría cuando menos paradójico que el viaje soberanista terminara, pues, en un manso federalismo de corte norteamericano.

Los comentaristas glosan el peligro del quiebro con el siguiente razonamiento: al reorientarse de modo tan patente, CDC se escora respecto al mainstream del electorado catalán al que dice querer representar y, como consecuencia, deteriora los cimientos de su larga relación con UDC que, que se sepa, no se ha declarado soberanista o, al menos, no con el mismo alcance. ¿Maniobra tacticista, pues, para lograr lo que verdaderamente importa –y sí parece concitar un amplio consenso- que es el “soberanismo fiscal” o, al menos, la redefinición profunda de la relación entre Cataluña y el Estado desde la perspectiva financiera? Si es así, tras la de cal, siguiendo la inveterada costumbre, debería venir la de arena. El baño de realidad y el duro lunes tras el alegre fin de semana.

Soy de los que piensan que la “cuestión catalana” no es, o no es principalmente, una cuestión financiera ni, por tanto, que el nacionalismo catalán agite el espantajo de una independencia que, en el fondo, no desea como puro y simple medio de presión. El nacionalismo catalán, como todos, participa de un sentimentalismo no reducible a cifras y, asimismo como todos, es una ideología de carácter netamente emotivo. Yerran gravemente, por tanto, a mi entender, quienes piensan que los nacionalistas catalanes, al modo del piloto experto de Fórmula 1, apurará al máximo su frenada para, con seguridad, tomar la curva. Existe una noción muy extendida en el imaginario español, cimentada en sabe Dios qué, de un supuesto plus de prudencia de los catalanes –entiendo que por contraste con el resto de los homínidos peninsulares- que les lleva a conducirse sabiamente y que, por tanto, debería permitirnos confiar en una elusión de conflictos indeseables, aunque fuera en el último momento. No se sabe muy bien cuándo los catalanes –no digamos ya el resto de los homínidos a los que me refería- han ameritado semejante confianza.

Igual las cosas son más bien lo que parecen. Y lo que parece es que el nacionalismo catalán, impelido por sus propias dinámicas, va comiéndose los tiempos, en un movimiento acelerado, hacia un conflicto frontal con el resto de España. Se dirá, con razón, que también el resto de España debería hacer algo por evitar ese conflicto, si es que tiene (que debería tener) interés en ello. Es una pena que en Cataluña se hayan declarado antitaurinos, pero seguro que tienen presente que a los toros hay que dejarles espacio. Por lo mismo, si se quiere que un adversario, real o figurado, muestre su flexibilidad o pueda rehuir un conflicto hay que dejarle espacio para ello. Bien es cierto, claro, que se puede no tener ningún interés en eludir un conflicto. Se puede, incluso, desear provocarlo.

Y el nacionalismo catalán, insisto, ha empezado a comerse los tiempos y también los espacios. Puede ser un error o un simple síntoma.

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