sábado, 7 de abril de 2012

Fantasmagorías pascuales

Sé que esto que voy a decir está muy visto y muy analizado, pero pocas cosas hay que me despierten sentimientos más encontrados que las muestras de religiosidad popular en la Semana Santa. Por supuesto, respeto profundamente los sentimientos religiosos de todo el mundo y soy consciente de que se trata de materia delicada porque donde unos ven espectáculo turístico de más o menos interés otros ven genuinas muestras de piedad o la manera por excelencia en la que dar testimonio de su fe. Poca broma, pues.

Espero, por tanto, que no se me malinterprete.

Empezaré por decir que, sin dejar de admirar la soberbia técnica imagineros y escultores en el riquísimo patrimonio de imágenes que se muestra estos días por toda España, se me hace difícil encontrar belleza, en un sentido puramente estético, en casi ninguna de ellas. Su frecuente hiperrealismo es de lo más turbador, en un espectáculo escatológico que me inquieta, más que otra cosa. Supongo, claro, que son piezas para conmover, que no para ser contempladas desde la serenidad. Para excitar la devoción de, supongo también, quien ya la sienta. Me pregunto qué encuentran los, como yo, no devotos que justifique el innegable interés turístico de procesiones, pasos y demás manifestaciones. ¿Es la religión como folclore? ¿O como espectáculo sociológico? La religión es cualquier cosa menos folclore, me temo. Y si inquietantes me resultan las imágenes –entrando en lo sociológico- más inquietante aún me resulta la visión de la devoción popular. La gente reverenciando esas imágenes. No tengo, claro, nada en contra de la reverencia por las imágenes en sí misma. Me inquieta, sí he de reconocerlo, cualquier exhibición masiva de fervor religioso. La religión, cualquiera que sea, en su dimensión social, tiene una enorme capacidad de intimidación para ciertas personas, entre las que me cuento. Supongo que es la conciencia de lo que los seres humanos son capaces de hacer por sus creencias –por sus creencias en general, muy especialmente por las religiosas-, estatus motivador que, que yo sepa, jamás han alcanzado sus ideas. O que tengo muy presentes los ensayos de Ferlosio sobre la guerra y la evidencia de que, cuando Dios es contendiente, no se hacen prisioneros.

La inquietud es, lógicamente, máxima ante esas manifestaciones de religiosidad, propias casi en exclusiva de estas fechas –al menos, a mí no me constan semejantes prácticas en otras épocas del calendario litúrgico- rayanas en lo grotesco o grotescas, pura y simplemente, en las que el dolor físico aparece omnipresente con su trasfondo penitencial y expiatorio. Es evidente que no hay expiación sin pena, y no hay pena sin dolor. La automortificación no está, pues, exenta en absoluto de lógica. Pero las exhibiciones de dolor físico, real, perceptible inmediatamente por los sentidos contrastan de modo muy vivo, como un grito de primitivismo, con un entorno netamente simbólico, en el que el sufrimiento se representa, se significa por múltiples medios, algunos fuertemente abstractos y siempre distintos de su actualización. La visión, pues, del dolor, a menudo atroz, autoinfligido –puede que simbólico también, puede que también representación, como en estas imitaciones realistas del propio martirio de Cristo (hay gente que se hace crucificar unas horas en algunas latitudes del orbe católico), pero siempre real- convierte a mis ojos la cuestión en algo que solo generosamente cabe calificar de siniestro.

Como si anduvieran fantasmas en procesión. Excitan la fe de unos. Los temores de otros.

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