jueves, 19 de abril de 2012

"Entretenidos en polémicas lingüísticas"

Entro en este artículo publicado en El País llevado por el interés del tema –la existencia de dos candidatas a la RAE- y me topo con toda una perla. Una pequeña antología del pensamiento progre condensada.

Pensaba yo, inocente de mí, que el autor iba a presentarnos a las candidatas, reseñar sus méritos como escritoras, qué sé yo. Es verdad que el artículo se encuadra en una sección o lo que sea titulada “mujeres” y, por tanto, el dato de que Carme Riera y María Victoria Atencia sean féminas es relevante en contexto. Pero, no sé, imagino que aparte de felicitarse por su sexo, el autor deberá pensar que las susodichas atesoran alguna gracia que amerite sentarse con el resto de los académicos –empezando por las cinco académicas que, a la sazón, son escritoras e intelectuales como la copa de un pino, y personas muy destacadas en sus respectivos campos- y que permita entrever que algo aportarán a la Docta Casa.

Pero no, claro, siguiendo el manual, el autor aprovecha para sacudir a la Academia cuanto puede (era de prever, porque no parece haber institución más odiosa en ciertos ámbitos, supongo que por la pretensión de incidir muy aristocráticamente en algo tan "democrático" como la lengua). Para insistir en el tópico de que se trata de una institución muy rancia y necesitada de puesta al día. Puesta al día que se operaría por ensalmo, hay que suponer, si la mitad de los académicos, varones casi todos ellos, cedieran el asiento a una mujer. No sabemos si así tendríamos una RAE más eficaz, más adecuada a sus fines, más integrada con las academias hispanoamericanas o más prestigiosa. Tendríamos una RAE paritaria y eso “es bien”. El método de elección de los académicos es tachado de “endogámico y elitista”. A Dios gracias, cabe decir. Solo faltaba que pudiera sentarse en la Academia cualquier berzas. Las academias del Instituto de España, no solo la RAE, siguen siendo los escasos refugios del elitismo que quedan en nuestro país. Gracias al Cielo, insisto. Una institución que pretende nada menos que hacer recomendaciones que sigan los hablantes de un idioma con la sola fuerza de su prestigio se juega mucho si deja de ser percibida como elitista. Por supuesto que ese elitismo creará rechazo en quienes abominan del propio concepto de excelencia, pero tiene todo el sentido del mundo, para el común de los mortales, que se pueda percibir como excelentes a las personas que nos aconsejan.

No puedo dejar de transcribir el parrafito de cierre, que no tiene desperdicio: “Entretenidos en polémicas lingüísticas, incluidos los debates sobre género y lenguaje, los académicos no aplican aquello de que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por ello pierden de vista que la mitad, por lo menos, de los escritores, filólogos e intelectuales de este país tienen nombre de mujer. Una igualdad que se plasma en la sociedad y en la cultura, pero no en los sillones de la Real Academia Española”. “Entretenidos en polémicas lingüísticas” dice el andoba. ¿Y a qué demonios se supone que han de dedicarse los académicos de la RAE sino a “entretenerse en polémicas lingüísticas”? ¿A la revolución, quizá? ¿A impartir directrices sobre políticas de igualdad? Para eso ya hay múltiples instituciones estatales, autonómicas y municipales. Me parece disculpable que unos señores (incluidas las señoras, toma plural inclusivo y sexista) que tienen encomendado, básicamente, el cuidado de la norma del español se “entretengan” con cosas tan peregrinas como el género gramatical. Es más, hasta entendería que se enredaran con ello más de lo razonable, por puro apasionamiento. Aunque ello suponga preterir sus deberes para con la revolución en marcha.

Sería cómico, si no fuera tan indicativo de todo un modo de pensar. Un modo de pensar por el que todo, todas las instituciones, toda la sociedad han de verse imbuidos por un “proyecto” dotado de sentido. Una vez, una directora general de Televisión Española dijo que las cadenas públicas habían de responder a la “mayoría social” en sus informativos, del mismo modo que un fiscal general del Estado, eximio jurista, dijo que los jueces habían de considerar la coyuntura y los tiempos, el momento político, antes de decidir si procesaban o no a terroristas. A este tipo de gente le es enteramente ajena la idea de que las instituciones han de ser para lo que son y funcionar conforme al mandato con el que fueron creadas. Ésa es, creo, todavía hoy, la gran barrera ideológica que separa a unos y a otros. A liberales del resto, de socialistas de todos los partidos: la concepción del marco institucional como algo diferenciable de esa “sociedad” –esa que Margaret Thatcher, en una de sus frases inmortales, declaró no haber visto nunca- ese todo en el que se forman corrientes “mayoritarias”, ajenas a cualquier proceso ordenado de formación de opinión y que, por lo visto, son o deben ser irresistibles. La sociedad, si es algo, debería ser la suma de individuos e instituciones. No un ente dotado de voluntad propia (¿determinada por quién?) capaz de imponerse a unos y otras.

La Academia debe limpiar, fijar y dar esplendor. Y es obvio que no podrá hacerlo cerrando sus puertas a mujeres que descuellan en sus campos del saber o en sus artes y que usan primorosamente el español. Por eso no lo hace. Por eso hace no tanto estaba sola Carmen Conde, hoy son cinco mujeres, mañana serán siete y algún día, claro, la mitad o más. Porque no se trata de cómo cambia la sociedad en sus bases. Se trata de cómo cambia en sus elites. Y no es cierto que las mujeres hayan conquistado, todavía, todos los espacios que les corresponden. Los ayatolás de la igualdad cometen el error de darla por conseguida porque está en el BOE. Como si los techos de cristal no existieran, como si las cátedras de filología estuvieran paritariamente distribuidas por el mero hecho de que “la mitad” de los filólogos son mujeres.

Banalizar, banalizar, banalizar. Solemnizar lo obvio, banalizar lo trascendente. Esa es la biblia del progre. Una vez y otra. Cansinos, coño.

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