martes, 17 de abril de 2012

Estética real

Hace no mucho –y perdón por la autocita- anotaba (aquí) que la monarquía seguía pareciéndome una buena idea como tal, especialmente en la España de aquí y ahora, a condición de que fuera capaz de evolucionar hacia una institución fuertemente dignificada, dignificada hasta el aburrimiento. La monarquía solo es útil y está exenta de riesgos cuando la persona del rey, en realidad, es irrelevante, cuando la corona oculta por completo la cabeza coronada. En las magistraturas unipersonales, claro, es difícil distinguir magistratura y magistrado, pero de eso se trata, de encontrar una persona adecuada para servir de sostén a una corona.

Decía también que no me parecía que D. Juan Carlos I estuviera por la labor, y lo ha vuelto a demostrar. La historia de los Borbones pone en evidencia que el peor enemigo de la corona ha solido ser el rey mismo, y su majestad parece no querer ser la excepción en su linaje.

Es posible que la progresiva normalización de los tiempos haya resultado en una relajación de costumbres o, más probablemente, que esa misma normalización haya traído consigo una menor reverencia de los medios por la persona del rey. En suma, no es que D. Juan Carlos haga o deje de hacer ahora, sino que ahora sabemos mejor lo que hace. Y lo que hace le indispone con buena parte de la sociedad, siquiera por motivos puramente estéticos. Únase lo turbulento de la vida familiar últimamente y se tiene un cóctel perfecto para una impopularidad que puede resultar muy dañina para la institución.

Todo sumado, el balance de Juan Carlos I en su desempeño es, seguramente, muy positivo. Las excepcionales circunstancias en que se desenvolvieron los primeros compases de su reinado requirieron, sin duda, de especiales cualidades y de un desempeño muy por encima de lo esperable en una persona que, al fin y al cabo, no cuenta con otro mérito para su magistratura que el de su nacimiento –ya decía Bagehot que no es sensato esperar mucho de los reyes-. Su talento político se vio reforzado por una evidente facilidad para hacerse querer por su pueblo. Un rey joven, cercano y en nada parecido a lo que, de siempre, España había entendido por un rey. Quizá esa fue la clave de un éxito que se resume bien en la manida frase de que España no es un país monárquico, sino juancarlista.

Sin duda el rey ha seguido desempeñando sus funciones constitucionales con muy razonable acierto y ha prestado otros servicios menos obvios al país, extremadamente valiosos, ya en la etapa de normalidad de nuestra democracia –si es que tal cosa se ha dado-. Pero, al tiempo, su figura ha sufrido una fuerte erosión. La familia, ahora extendida, ha sustituido a la vieja corte como conjunto de elementos añadidos a la Corona, que en nada la complementan y sí pueden resultar muy dañinos. Y el hombre, físicamente cada vez más deteriorado, parece día a día menos constreñido por la prudencia que da la inseguridad. Como si todo diera ya igual, las meteduras de pata son cada día más groseras, sea en forma de desavenencias conyugales públicas, viajes a sabe Dios dónde sabe Dios cuándo y otras lindezas.

Tampoco ha sabido destacar el rey en la elección de compañías y aficiones. Quizá tampoco aquí cabía esperar mucho, la verdad. Hubiera sido un punto sorprendente que un hombre de sus querencias y forma de ser hubiera frecuentado compañías mucho más excelsas de las que ha solido. Pero el conjunto es estéticamente demoledor, sin duda.

Todas las instituciones tienen una imagen que conservar, qué duda cabe. Porque esa imagen forma parte del aspecto simbólico. Pero en el caso de la Corona, que es casi enteramente un símbolo, esa dimensión se vuelve crítica en grado sumo. El rey parece, sorprendentemente, ignorarlo.

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