jueves, 10 de mayo de 2012

Día de Europa

Hoy es 9 de mayo. Cosa que no dice nada a casi nadie, salvo a quien cumpla años, celebre cualquier acontecimiento personal, tenga una cita importante, un examen o un vencimiento de un préstamo o tenga fiesta en su pueblo, porque digo yo que en algún pueblo será fiesta. Pero el 9 de mayo es también el día de Europa. Tal día como hoy de 1950, Robert Schuman, ministro de exteriores de Francia, flanqueado por Jean Monnet, pronunció la célebre declaración que lleva su nombre en el salón de relojes del Quai d’Orsay.

Lo que Schuman propuso ese día no fue otra cosa que la creación de la CECA, lo que se llevó a efecto el año siguiente por el Tratado de París. Poner bajo una misma autoridad (la “Alta Autoridad” vino a llamarse) las producciones de carbón y acero de Francia, Alemania y cuantos países europeos quisieran sumarse. Ésa era la propuesta. Prosaica donde las haya y, a primera vista, harto más modesta que las pretenciosas invitaciones que llegarían después a la construcción de todo tipo de entelequias –en el año 1950, Valéry Giscard d’Estaign aún no era ni siquiera diputado, todavía no se conocía lo suficiente y no se había enamorado de sí mismo, con lo que tampoco podía autopostularse como fundador de nada-. Schuman, Monnet y los demás padres fundadores acreditaron prudencia e inteligencia en una Europa que aún respiraba por las heridas de la devastación. Prosaica, la cuestión del carbón y del acero no dejaba de ser importante, toda vez que esos productos eran la médula de toda capacidad industrial –en particular, ninguna gran potencia militar del siglo XX dejó de ser al tiempo una potencia siderúrgica-, así que los próceres sabían lo que decían. Pero más aún, precisamente por lo prosaica, por lo sosa, por lo su poca incidencia en las cuestiones sentimentales, la propuesta tenía grandes posibilidades de ser aceptada. Y fue aceptada y fue un éxito. Como extensión de la idea, a la CECA siguieron el Euratom y la Comunidad Económica Europea, todo ello convergió después en la Unión.

Franceses, alemanes, italianos, belgas, luxemburgueses y neerlandeses confluyeron paradójica y tácitamente en una idea de lo más inglés: la de que la integración es un hecho que no necesita ser mencionado para existir. Europa será o no será, pero puede ser mejor no hablar de ello o, al menos, no hacerlo en términos abstractos. La historia del proyecto europeo es una historia de éxito si hablamos de las realizaciones concretas, pero deja un sabor agridulce a los amigos de las grandilocuencias. Le pese o no a Giscard, que le pesa, Europa no tiene ni puede aún, cabalmente, tener ninguna “constitución”. Es una realidad hecha a base de la figura más común de los tratados. Europa sucumbe fácilmente a los intentos de definición. Y por eso incomoda a los teóricos. ¿Un ente intergubernamental o un estado? Ni lo uno ni lo otro. Un tertium genus en el ámbito de las organizaciones internacionales. Un conocido mío dice que decir de algo que es una realidad sui generis es una forma muy elegante, en latín, de no decir absolutamente nada. De renunciar al poder explicativo de las clasificaciones.

Pero la experiencia recomienda abstenerse de los ejercicios de racionalización del proyecto europeo. La sensación de fracaso, esa misma que en estos días se detecta recurrentemente entre los comentaristas –ya casi es un tópico, la “incapacidad” crónica de Europa para casi todo, para gestionar la crisis financiera, para disponer de una política exterior común-, incluido, a veces, modestamente, el que suscribe, no deriva de las realidades, sino de las expectativas. Europa decepciona cuando se espera de ella lo que no puede dar, cuando se sustituye la Europa que es por la que debería ser, en opinión de algunos.

Europa es, de eso no cabe la menor duda. Es más, Europa era y ha sido siempre. Europa es un acervo común del que la forma vigente, la Unión Europea –y aledaños- es el último y mejor capítulo. Pero esa realidad no obedece necesariamente a un diseño institucional como el actual. Los europeos lo son, pero pueden no ser conscientes de ello, en general, y mucho menos han dado cualquier clase de valor político a esa dimensión de su identidad.

Para los teóricos, Europa puede ser un fracaso. Para los prácticos, es un enorme éxito. Schuman cumplió su objetivo último que no era otro que el de evitar por todos los medios el riesgo de una nueva guerra europea. Con ese fin, pergeñó la solución más realista: crear un entramado de intereses comunes que hiciera semejante cosa imposible, dentro de que no hay imposibles para la estupidez humana, que es infinita. El riesgo, ahora, es que los delirios teóricos terminen suponiendo retrocesos en los resultados prácticos.

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