sábado, 26 de mayo de 2012

¿Mejor no jugar el partido?

Acabo de terminar un delicioso librito de Aurelio Arteta, que va ya por su tercera edición, titulado Tantos Tontos Tópicos. El filósofo toma un par de docenas largas de esas frases hechas que parecen contener tanta sabiduría popular y se despacha a gusto. Desde un “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero” a un “todas las opiniones son respetables” pasando por un “nadie es más que nadie”, Arteta nos pone de manifiesto cómo estas perlas, las más veces, esconden altas dosis de estupidez condensada. A menudo, o casi siempre, como muletillas que son, se trata de cómodas excusas para eludir el ejercicio de la razón práctica, opiniones ya acuñadas y listas para consumo que ahorran el fatigoso trabajo de pensar y juzgar por nosotros mismos. En el peor de los casos, y en según qué contextos, el recurso a estas grajeas de pseudopensamiento puede erigirse en una fuente de envilecimiento de la moral pública y, desde luego, en una herramienta excelente para quienes ningún interés tienen en que se instale entre nosotros una ciudadanía crítica.

Algunos de los tópicos que más fustiga Arteta, creo que asistido de razón, son los que tienen que ver, en sentido amplio, con una noción desviada de tolerancia: a saber, no con la tolerancia como virtud y valor imprescindible en una democracia sino con la tolerancia como archivalor o valor único, como manifestación de la renuncia a la facultad de juzgar, asociada a una –a veces boba, a veces claramente interesada- aparente incapacidad para valorar conductas, para distinguir las aceptables de las manifiestamente dañinas para la convivencia.

Viene todo esto a cuento de los recientes, y esperados, sucesos de la final de la Copa del Rey y la exhibición, por parte de algunos aficionados de los equipos contendientes, de una conducta ofensiva y muy irrespetuosa para con algunos de los símbolos nacionales: el himno de España y la persona del Príncipe de Asturias que, obviamente, acudía en representación del Rey y no porque le guste el fútbol, o no solo porque le guste. Los hinchas de marras se metieron también muy groseramente con la presidenta de la Comunidad de Madrid, cosa reprobable, por supuesto, pero creo que en otro plano (inciso: la Sra. Aguirre terció en polémicas, con una opinión poco afortunada, lo que desde luego no la hace acreedora a ofensa alguna; pero no ejerce, a este respecto, función simbólica alguna, a Aguirre se le falta al respeto por lo que dice, al príncipe Felipe por lo que es).

Al caso: los dimes y diretes en torno al asunto ponen de manifiesto, una vez más, la enorme dificultad que por estos pagos parecemos tener para encontrar el tono apropiado. La dificultad para deslindar lo tolerable de lo intolerable. Hoy mismo, el diario El Mundo editorializaba sobre el asunto y venía a decir que, en este plan, mejor que el partido no contara con la presencia del Rey o del Príncipe de Asturias o que no se interpretara el himno nacional. Esta solución viene a ser algo así como la receta de los ayuntamientos vascos para afrontar la “problemática” generada por la ley de banderas. Como la visión de la enseña nacional causa “malestar” y es percibida como una “provocación” por ciertos segmentos de la población –caracterizados por una marcada sensibilidad- y su no exhibición es, claro está, ilícita, lo mejor es que no haya ninguna bandera. Así, los ayuntamientos vascos, hasta fecha reciente, se han caracterizado siempre por estar huérfanos de banderas, salvo el día del patrón, que es cuando se lía.

Sencillamente, la afrenta a los símbolos nacionales españoles –o a cualesquiera otros- no es tolerable en ningún caso y en absoluto puede entenderse como una muestra de ejercicio de la libertad de expresión. Y la solución para dirimir el conflicto no es, evidentemente, la abstención en el uso y exhibición de esos símbolos. Puesto que a nadie se le obliga a hacer manifestación alguna de adhesión, la solución no es otra que el que las hinchadas de marras se callen la boca o manifiesten su descontento de modo que otros puedan encontrar no ofensivo. Y la transgresión del deber de respeto no debería obviarse, sino ser repudiada e incluso castigada como proceda. Eso es lo que reclaman las reglas elementales de convivencia.

Por supuesto, poco se puede hacer ya de sensato cuando llegamos a estos extremos y en contextos, con perdón, tan banales como un partido de fútbol. ¿Qué reacción cabe ante lo de ayer sino aguantar estoicamente? La única solución es, claro, que jueguen la final equipos con hinchadas más respetuosas, pero eso dependerá del desempeño deportivo de cada cual. Cualquier otra respuesta puede ser una enormidad y una desproporción. La cosa, en realidad, no es grave sino como manifestación de algo y ese algo no es otra cosa que la patente de corso que, entre nosotros, han ganado ciertas ideologías y actitudes. El cuerpo político español está envenenado por todas esas frases hechas y así nos va.

¿Por qué seguimos empeñándonos en hacer como que el nacionalismo vasco, por ejemplo, es una ideología “normal”? –Y no, no hay pregunta equivalente para el catalán, aunque tambien tenga lo suyo, porque la distancia cualitativa sigue siendo enorme-. O que es normal “en ausencia de violencia”. Con violencia o sin ella (en realidad, incluso sin las formas más extremas de violencia, porque la violencia, nacionalismo presente, raramente desaparece del todo) hay ideas que son difícilmente compatibles con una convivencia democrática ordenada. Algunas de esas ideas deben, por supuesto, ser denunciadas o, al menos, no puestas en pie de igualdad con otras más respetables, cuando no tratadas con un plus de cuidado, no vaya a ser que esta gente, que es hipersensible, ya digo, se moleste. Como bien dice Arteta, ya no es cuestión de cómo se expresen las ideas -que también- sino de las ideas mismas, que pueden estar en abierta contradicción con lo que, se supone, son los pilares de nuestra convivencia. ¿Podemos asistir pasivamente, o incluso aplaudiendo, a cómo un ciudadano es degradado a integrante de un "pueblo"? Parece que sí. Igual que tenemos que aceptar los discursos fundados en esos esotéricos "derechos históricos" y en realidades prepolíticas; discursos que, cuando quien los sostiene no es nacionalista, no hay problema en motejar de "superados", en el mejor de los casos. Que yo sepa, casi todo el mundo con la cabeza sobre los hombros distingue la teología de la filosofía, y por eso mismo no suelen colar los agumentos teológicos en discusiones filosóficas. Una confusión semejante, sin embargo, es perfectamente habitual cuando de nacionalismo se trata: el nacionalista participa en el debate político de la democracia liberal -de la democracia racional- y lo trufa sin empacho de argumentos de base cuasiteológica o, al menos, ajenos por completo a fundamentación racional alguna. No está constreñido, parece, por las reglas que deberían informar el discurso. Y los demás, parece también, han de aceptar este juego sin protestar.

El nacionalismo, por supuesto, no se refrena a la hora de pretender convertir cualquier manifestación cultural, incluidas las deportivas, en un cauce de expresión del “pueblo”. Por eso no juegan finales, sino que mandan sus ejércitos en pantalón corto a vengar agravios, reales o imaginarios. En el caso del Athletic de Bilbao la identificación es fácil porque los chicos son siempre de la tierra –esa característica tan “simpática” a la que yo le encuentro, personalmente, un puntito racista bastante desagradable-; en el del Barcelona se requiere algún que otro salto mental, ciertamente. Pero esa es la idea, en suma. Tras la falta de educación hay, pues, todo un aparato intelectual -llamémoslo así- del que aquella es una manifestación, bien es cierto que de las menos peligrosas. Silban y ofenden por la misma razón que lo hacen todo, porque les da la gana y porque nadie, jamás, les ha enfrentado nunca abiertamente con su propia estupidez, con lo absurdo, antihistórico e irracional de ese conglomerado informe de creencias, emotividades y medias ideas que pretende pasar por una visión del mundo intelectualmente digna... porque nadie se atreve, parece, a decir lo contrario.

Y enfrente, como siempre, la confusión más absoluta. ¿Seremos menos demócratas y tolerantes si no consentimos esto que, a todas luces, está fuera de lugar? Esto que dice esta gente, además de absurdo, me suena peligroso, ¿deberé tolerarlo puesto que “todas las ideas son respetables”?

La solución, desde luego, no es que el partido se juegue a puerta cerrada. Para eso, es mejor que no haya partido. Si es que hay partido, que no estoy seguro.

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