jueves, 31 de mayo de 2012

Una comisión de investigación

Andamos a vueltas con la creación de una comisión parlamentaria de investigación sobre el “caso Bankia”. Parece que el PSOE, que inicialmente estaba por darle gusto al PP en la negativa –supongo que ambos creen tener algo que perder, y no hay cosa que una más- aboga ahora por ello. Es lo que exige la estética, claro. En condiciones normales, la creación de una comisión de investigación en las Cortes sería un imperativo ineludible, fuente de tranquilidad para la ciudadanía y, supongo, de honda preocupación para quienes sospechen que pueden ser aireadas sus vergüenzas.

Sin embargo, dada la trayectoria de las comisiones de investigación en los múltiples parlamentos patrios, lo lógico es sentirse escéptico, cuando no sospechar, directamente, que la comisión no servirá para investigar sino para escenificar que se investiga, sin interés real en aclarar absolutamente nada o más bien todo lo contrario. Y, por supuesto, quienes tengan algo que temer pueden estar de lo más tranquilos.Y es que las comisiones parlamentarias, todas, no son más que proyecciones del pleno de la cámara y, por tanto, trasladan la dialéctica mayoría-minoría que, a su vez, traduce el perenne enfrentamiento entre partidos. Se convierten, por tanto, en arena política, no tanto con ánimo de identificar responsabilidades como con intención de endosárselas al otro.

¿Mejoraría la calidad de los resultados si la composición de la comisión se atuviera a otro criterio? ¿Si obtuvieran más representación los partidos minoritarios, por ejemplo? Es posible que sí, pero no es seguro. Y ello porque, con toda probabilidad, la falta de utilidad aparente de las comisiones parlamentarias en España no tiene que ver con criterios técnicos de composición u organización, sino con la calidad general del debate público en nuestro país.

Me remito de nuevo a la lectura que recomendaba hace unos días de Aurelio Arteta (Tantos Tontos Tópicos) para denunciar lo que me parece la verdadera enfermedad del discurso público: la renuncia plena y de antemano a cualquier búsqueda de la verdad, al sano ejercicio de la razón práctica. La degradación del debate a mero intercambio de opiniones y juicios que no se ponderan sino al peso. No existe verdadera dialéctica porque no se busca una síntesis. No existe pretensión alguna de descubrir nada. Es cierto –Arteta y otros autores lo dicen- que la “verdad” en su dimensión práctica –la verdad política, la verdad moral- no es lo mismo que la verdad en su dimensión teórica, pero eso no implica que se renuncie de antemano a juzgar y, en suma, a conocer.

También en el plano teórico adolecemos de importantes carencias. Las palabras son eso, solo palabras. Nunca parecen soportar conceptos. Queremos una comisión “de investigación”. ¿Y cuál es su fin? ¿Qué se “investiga”? ¿Qué se busca?

En suma, ¿verdaderamente queremos que el debate conduzca a algo? Y, pues, ¿qué es ese algo? Sospecho que esa comisión de investigación, si llega a formarse, se empantanará en ejercicios puramente retóricos, sin virtualidad práctica alguna.

Entiéndaseme bien. En absoluto estoy en contra de que el caso Bankia se investigue. Muy al contrario, soy enteramente partidario –y así lo he reclamado en tribunas mucho más públicas que ésta- de que en España podamos disponer algún día de un análisis exhaustivo de los acontecimientos que conforman la “crisis financiera” y su gestión. Pero han de darse dos condiciones que difícilmente se cumplirán. La primera es que ese análisis se lleve a cabo por personas –no muchas- que cuenten al tiempo con prestigio, independencia y competencia. No dudo que esas personas existan, pero tengo claro que será, precisamente, la concurrencia de esas condiciones la que hará poco probable que les llegue el encargo. La segunda es metodológica: el mandato y el proceso deben venir presididos por un ánimo constructivo y encaminados no tanto a juzgar el pasado –eso será imprescindible, pero instrumental- como a prevenir catástrofes como la que nos está ocurriendo. ¿El resultado? Debería ser un documento en dos partes, explicaciones y propuestas. Propuestas que, luego, puedan orientar la labor de quienes tienen competencia y legitimidad para modificar las leyes. Así se hacen las cosas en un lugar civilizado, en el que la democracia se entienda en un sentido pleno. La democracia es un régimen político que se pretende racional. No existe democracia verdadera en ausencia de debate público informado e intelectualmente decente; las políticas públicas democráticas lo son, también, porque son racionales, porque son sensatas, porque vienen inspiradas por una verdadera búsqueda de lo verdadero y de lo valioso, porque están argumentadas; en suma, porque vienen soportadas en un continuo y honesto ejercicio de la razón práctica, como exige la condición ciudadana y aun, en ciertas concepciones, la condición humana.

Nuestro sector financiero ha naufragado en la peor crisis de su historia –Bankia puede ser un epítome, pero solo eso-. Estamos hablando de un verdadero cataclismo, con un coste descomunal para la economía española. Quizá, tras analizar la cuestión con la debida profundidad y seriedad podamos llegar a  concluir que estamos ante actos de Dios, inevitables y no susceptibles de prevención. A nosotros no se nos ocurre nada que mejorar ni nada que corregir y, por tanto, no nos queda sino seguir ovejunamente las instrucciones que n os lleguen de fuera, y sin mucha convicción. Pero sospecho que estamos más bien ante actos de los hombres, ante errores muy humanos, no sé de quién pero muy humanos y, por tanto, prevenibles de cara al futuro. No es decente ni, desde luego, propio de una verdadera democracia el negarse a hacer una indagación.

Pero se trata de un debate demasiado complejo como para abordarlo sin unos mínimos de honestidad intelectual que no existen por estos pagos. De nuestro parlamento, parece, no podemos esperar más que una colección de obviedades.

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